Anthony trabajaba de gorila tres días a la semana en un club de caballeros poco recomendable llamado Placer Exclusivo. El nombre era un chiste. El local era un antro. Antes, Anthony había trabajado en un local de striptease llamado Destrozahogares. Le gustaba más, el apodo era más honesto y daba al local una identidad real.
En general, Anthony trabajaba a las horas punta del mediodía. Se diría que a esas horas el negocio estaría muerto, que esta clase de locales no atraen a mucha clientela hasta altas horas de la noche. Pero no es así.
La clientela diurna de un club de striptease es como un acto de Naciones Unidas. Todas las razas, credos, colores y grupos socioeconómicos están bien representados. Había hombres con trajes, con sombreros de fieltro que Anthony siempre había asociado con la caza, con zapatos de Gucci y con botas Timberland baratas. Había chicos guapos y bocazas y hombres de las afueras y palurdos. En un local como ése hay de todo.
El sexo sórdido lo unifica todo.
– Tu descanso, Anthony. Diez minutos.
Anthony fue hacia la puerta. El sol estaba bajando, pero todavía le deslumbró. Siempre pasa lo mismo en esos locales, incluso de noche. En los clubes de striptease la oscuridad es diferente. Sales y parpadeas para deshacerte de la oscuridad como Drácula en una juerga.
Buscó un cigarrillo y entonces recordó que lo estaba dejando. No quería dejarlo, pero su esposa estaba embarazada y ésta era la promesa que había hecho: el bebé no respiraría humo de segunda mano. Pensó en Mike Baye y en sus problemas con sus hijos. A Anthony le había caído bien Mike. Un tipo duro, aunque hubiera ido a Dartmouth. No se arredró. Algunos hombres se envalentonan con el alcohol o para impresionar a la novia o a un amigo. Algunos hombres simplemente son imbéciles. Pero Mike no era así. No tenía apoyo. Era un hombre de una pieza. Por raro que pareciera, hacía que Anthony también quisiera serlo.
Anthony miró el reloj. Dos minutos más de descanso. ¡Qué ganas tenía de fumar! Este trabajo no estaba tan bien pagado como el nocturno, pero era pan comido. Anthony no creía demasiado en tonterías supersticiosas, pero tenía claro que la luna ejercía un efecto. Las noches eran para las peleas, y si la luna estaba llena, sabía que estaría muy ocupado. Los tíos estaban más blandos a la hora del almuerzo. Se sentaban tranquilos, miraban y comían del bufé más espantoso conocido por la humanidad, algo que Michael Vick [3] no daría ni al perro.
– ¿Anthony? Se acabó el descanso.
Asintió y se volvió hacia la puerta, cuando vio a un chico que corría a su lado con un teléfono pegado a la oreja. Sólo lo vio un segundo, quizá menos, y no llegó a ver su cara con claridad. Iba con otro chico que se arrastraba un poco detrás de él. Este chico llevaba una chaqueta.
Una chaqueta universitaria.
– ¿Anthony?
– Vuelvo enseguida -dijo-. Tengo que ver una cosa.
Guy Novak le dio un beso de despedida en la mejilla a Beth en la puerta.
– Muchas gracias por cuidar de las niñas.
– Lo he hecho encantada. Me alegro de haber podido ayudar. Siento mucho lo de tu ex.
Menuda cita, pensó Guy.
Se preguntó distraídamente si Beth volvería alguna vez o si comprensiblemente este día la ahuyentaría para siempre. No se preocupó mucho por ello.
– Gracias -dijo de nuevo.
Guy cerró la puerta y fue al armario de las bebidas. No era un gran bebedor, pero ahora necesitaba una copa. Las niñas estaban arriba mirando una película en DVD. Les había gritado desde abajo que terminaran de ver tranquilamente la película. Así Tia tendría tiempo de recoger a Jill, y a Guy le daría un respiro para pensar en cómo darle la noticia a Yasmin.
Se sirvió whisky de una botella que probablemente no se había tocado en tres años. Se lo tragó de un tirón, dejando que le quemara la garganta, y se sirvió otro.
Marianne.
Recordó cómo había empezado todo hacía años, como un idilio de verano en la playa, donde los dos trabajaban en un restaurante frecuentado por turistas. Terminaban de limpiar por la noche, se llevaban una manta a la playa y contemplaban las estrellas. Las olas rompían y el aroma maravilloso del agua salada serenaba sus cuerpos desnudos. Cuando volvieron a la universidad -él a Syracuse, ella a Delaware- hablaban por teléfono cada día. Se escribían cartas. Él se compró un Oldsmobile Ciera muy viejo para poder conducir más de cuatro horas y ver a Marianne los fines de semana. El trayecto parecía interminable. No podía esperar a salir corriendo del coche y lanzarse a sus brazos.
Sentado en la casa, el tiempo iba adelante y atrás, jugando con él, haciendo que, de repente, algo muy lejano apareciera sobre su hombro.
Guy tomó otro trago largo de whisky que le hizo sentir mejor.
Dios, cuánto había querido a Marianne… y ella lo había echado todo a perder. ¿Para qué? ¿Para acabar así? Asesinada de un modo horrible, con aquella cara que él había besado tiernamente en la playa aplastada como una cascara de huevo, y su hermoso cuerpo tirado en un callejón como una basura.
¿Cómo se pierde eso? Cuando te enamoras tanto, cuando quieres pasar todos los momentos con una persona y todo lo que hace te parece maravilloso y fascinante, ¿cómo demonios desaparece eso?
Guy había dejado de culparse. Se acabó el whisky, se levantó vacilante y se sirvió otro. Marianne se había hecho la cama y había muerto en ella.
Maldita estúpida.
¿Qué estabas buscando por ahí, Marianne? Nosotros teníamos algo. Todas esas noches borrosas en los bares y tanto saltar de una cama a otra, ¿adónde te llevó, mi único amor verdadero? ¿Te hacía sentir realizada? ¿Te daba alegría? ¿Llenaba tu vacío? Tenías una hija preciosa, un marido que te adoraba, una casa, amigos, un entorno social, una vida… ¿Por qué no fueron suficientes?
Estúpida loca.
Dejó caer la cabeza hacia atrás. La masa de lo que quedaba de su cara… nunca podría olvidar esa imagen. Permanecería con él para siempre. Podría alejarla, meterla a la fuerza en un armario de un rincón de su mente, pero por las noches saldría y le perseguiría. Eso no era justo. Él era el bueno. Marianne había sido la que había decidido convertir su vida en una búsqueda destructiva -no sólo autodestructiva, porque al final había arrastrado con ella muchas víctimas- de un nirvana inalcanzable.
Permaneció así, en la oscuridad, y ensayó las palabras que diría a Yasmin. «Con sencillez», pensó. Su madre había muerto. No digas cómo. Pero Yasmin era curiosa. Querría detalles. Entraría en la red o sus amigas hablarían en la escuela. Otro dilema paterno: ¿decir la verdad o intentar proteger? Esta vez la protección no serviría. Internet garantizaba que no hubiera secretos. Así que tendría que contárselo todo. Pero poco a poco, no todo de golpe. Empezaría por lo más simple.
Guy cerró los ojos. No se oía nada, no hubo aviso, hasta que una mano le tapó la boca y la hoja le presionó la garganta, atravesando la piel.
– Chit -susurró una voz en su oído-. No me obligues a matar a las niñas.
Susan Loriman estaba sentada en el patio.
El jardín estaba precioso este año. Ella y Dante trabajan mucho en él, pero raramente disfrutaban del fruto de su esfuerzo. Intentaba serenarse y relajarse entre las flores y la vegetación, pero no lograba cerrar su ojo crítico. Una planta podría estar muriendo, otra podría necesitar recortes, otra no florecía tan bien como el año pasado. Apagaría las voces e intentaría fundirse en el paisaje.
– ¿Cielo?
Susan mantuvo los ojos fijos en el paisaje. Dante se acercó por detrás y le puso las manos sobre los hombros.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí.
– Encontraremos a un donante.
– Sí.
– No nos rendiremos. Todos nuestros conocidos donarán sangre. Suplicaremos, si es necesario. Sé que no tienes mucha familia, pero yo sí. Los analizarán a todos, te lo prometo.
Susan asintió.
Sangre, pensó. La sangre no es importante porque Dante era el verdadero padre de Lucas.
Jugueteó con la cruz de oro que llevaba al cuello. Debería contarle la verdad. Pero la mentira llevaba demasiado tiempo ahí. Después de la violación se había acostado con Dante lo más a menudo posible. ¿Por qué? ¿Porque lo sabía? Cuando nació Lucas, estaba segura de que era de Dante. Era lo más probable. La violación había sido una vez. Había hecho el amor con su marido muchas veces aquel mes. Físicamente, Lucas se parecía a ella, y no a ninguno de los dos hombres, de modo que se había obligado a olvidar.
Pero por supuesto no lo había olvidado. Nunca había podido dejarlo atrás, a pesar de que su madre se lo hubiera prometido.
«Es lo mejor. Saldrás adelante. Debes proteger a tu familia…»
Esperaba que Ilene Goldfarb le guardara el secreto. Nadie más lo conocía. Sus padres sí, pero ambos estaban muertos: su padre de una enfermedad cardíaca, su madre de cáncer. Mientras estuvieron vivos, nunca hablaron de ello. Ni una sola vez. Nunca la llevaron aparte y le dieron un abrazo, nunca la llamaron para preguntar cómo estaba y cómo lo llevaba. Ni siquiera pestañearon cuando, tres meses después de la violación, ella y Dante les dijeron que iban a ser abuelos.
Ilene Goldfarb quería encontrar al violador para ver si podía ayudar.
Pero eso no era posible.
Dante había ido a Las Vegas con unos amigos. Ella no estaba muy contenta. Su relación estaba pasando un mal momento, y justo cuando Susan se estaba preguntando si se había casado demasiado joven, su marido decide irse con los amigos y jugar y probablemente divertirse en clubes de striptease.
Antes de esa noche, Susan Loriman no había sido una persona religiosa. De niña, sus padres la llevaban a la iglesia cada domingo, pero a ella no le dejó mucha huella. Cuando empezó a convertirse en lo que muchos consideraban una belleza, sus padres la mantuvieron bien vigilada. Por fin Susan se rebeló, por supuesto, pero aquella horrible noche la hizo volver al redil.
Había ido con tres amigas a un bar de West Orange. Las otras chicas eran solteras y por una noche, con su marido correteando por Las Vegas, ella también deseaba serlo. No soltera del todo, claro. Estaba casada, casi felizmente, pero un poco de coqueteo no haría daño a nadie. Así que bebió y se comportó como las otras chicas. Pero bebió demasiado. El bar pareció volverse más oscuro, la música más alta. Bailó. La cabeza le daba vueltas.
Con las horas, sus amigas fueron ligando con chicos y desaparecieron una por una, hasta dejarla sola.
Después leyó sobre drogas de la violación y se preguntó si era aquello lo que le había ocurrido a ella. Se acordaba de muy poco. De repente estaba en el coche de un hombre. Lloraba y quería salir y él no la dejaba. En un cierto momento él sacó un cuchillo y la arrastró a una habitación de hotel. La insultó de una forma horrible y la violó. Cuando ella se resistió, le pegó.
El horror pareció durar mucho tiempo. Recordaba haber esperado que la matara cuando aquello terminara. Porque era horrible. No pensaba en sobrevivir. Sólo deseaba morir.
La siguiente parte también era borrosa. Recordaba haber leído algo de que debes relajarte y no resistirte, para que el violador crea que ha ganado o algo así. Así que Susan lo hizo. Cuando él bajó la guardia, se soltó una mano y le agarró los testículos con toda la fuerza de que fue capaz. Aguantó y los retorció y él gritó y se apartó.
Susan rodó hacia un lado de la cama y encontró el cuchillo.
Su violador estaba en el suelo retorciéndose. Ya no luchaba. Podría haber abierto la puerta y salir corriendo de la habitación y pedir ayuda. Habría sido lo más sensato. Pero no fue lo que hizo.
En lugar de eso Susan hundió el cuchillo en su pecho.
El cuerpo del hombre se volvió rígido. Experimentó una horrible convulsión cuando la hoja le perforó el corazón.
Y el violador murió.
– Estás tensa, mi amor -dijo Dante a Susan, once años después.
Dante le masajeó los hombros. Ella le dejó, aunque no experimentaba ningún consuelo.
Dejando el cuchillo en el pecho del violador, Susan salió corriendo de aquella habitación de hotel.
Corrió durante mucho tiempo. La cabeza se le despejó. Encontró una cabina y llamó a sus padres. Su padre fue a recogerla. Hablaron. Su padre pasó por el motel. Había luces rojas parpadeando. La policía ya estaba allí. Su padre la llevó a la casa de su infancia.
– ¿Ahora quién te creerá? -dijo su madre.
Ella se lo pensó.
– ¿Qué pensará Dante?
Otra buena pregunta.
– Una madre debe proteger a su familia. Es lo que hacen las mujeres. En esto las mujeres somos más fuertes que los hombres. Podemos encajar este golpe y seguir adelante. Si se lo dices, tu marido nunca volverá a mirarte del mismo modo. Ningún hombre lo hará. Te gusta cómo te mira, ¿no? Siempre se preguntará por qué saliste. Se preguntará cómo acabaste en la habitación de ese hombre. Puede que te' crea, pero nunca será lo mismo. ¿Lo comprendes?
A partir de entonces esperó que la policía fuera a verla. Pero no llegó nunca. Leyó en el periódico la noticia del hombre hallado muerto -incluso se enteró de su nombre-, pero sólo duró un par de días. La policía sospechaba que su violador había muerto por un robo o por tráfico de drogas. El hombre tenía antecedentes.
Así que Susan siguió con su vida, como le había dicho su madre. Dante volvió a casa. Hizo el amor con él. No le gustó. Todavía no le gustaba. Pero le quería y deseaba que fuera feliz. Dante se preguntó por qué su preciosa esposa estaba más taciturna, pero de algún modo se dio cuenta de que era mejor no preguntar.
Susan empezó a ir a la iglesia otra vez. Su madre tenía razón. La verdad habría destruido su familia. Así que guardó el secreto y protegió a Dante y a sus hijos. Con el tiempo sin duda se sintió mejor. A veces pasaban días sin que pensara en aquella noche. Si Dante se dio cuenta de que ya no le gustaba el sexo, no lo demostró. Antes a Susan le gustaban las miradas de admiración de los hombres, ahora le producían escalofríos.
Esto era lo que no podía contar a Ilene Goldfarb. No serviría para nada pedir ayuda al violador.
Estaba muerto.
– Tienes la piel fría -dijo Dante.
– Estoy bien.
– Iré a buscarte una manta.
– No, no es necesario.
Dante se dio cuenta de que quería estar sola. Esos momentos nunca ocurrían antes de aquella noche. Pero ahora sí. Él nunca preguntó, nunca la presionó, y siempre le dio exactamente el espacio que necesitaba.
– Le salvaremos -dijo.
Dante entró en la casa. Susan se quedó fuera y se tomó su copa. Su dedo seguía jugueteando con la cruz de oro. Había sido de su madre. Se la dio a su única hija en el lecho de muerte.
– Pagamos por nuestros pecados -había dicho su madre.
Esto Susan podía aceptarlo. Pagaría con gusto por sus pecados. Pero Dios debía dejar en paz a su hijo.