Carson estaba furioso. Le había echado. Después de todo lo que había hecho por ella, Rosemary sencillamente le había hecho salir de la habitación como a un niño. Y ahora ella estaba dentro hablando con aquel viejo que le había hecho quedar tan mal frente a sus amigos.
Rosemary no se enteraba de nada.
Él la conocía. Siempre utilizaba su belleza y su labia para salir de los apuros. Pero ya no le funcionaría. Buscaría una manera de salvar la piel, y la de nadie más. Cuanto más lo pensaba Carson, peor le parecían sus propias perspectivas. Si la policía entraba en acción y ellos ofrecían a alguien como cordero del sacrificio, Carson sería su principal candidato.
Puede que fuera esto de lo que hablaban ahora.
Tenía lógica. Carson tenía veintidós años, edad más que suficiente para ser juzgado y condenado como adulto. Era con él con quien los adolescentes tenían más trato; Rosemary había sido suficientemente lista para lavarse las manos en este sentido. Carson era también el intermediario con el distribuidor.
Maldita sea, debería haber previsto que ocurriría esto. En cuanto el pobre Spencer se quitó la vida, deberían haberse retirado de la circulación una temporada. Pero había mucho dinero en juego y sus distribuidores le presionaban. El contacto de Carson era un tipo llamado Barry Watkins que siempre llevaba trajes de Armani. Lo invitaba a clubes de caballeros exclusivos. Repartía pasta a diestro y siniestro. Le ofrecía chicas y respeto. Le trataba bien.
Pero anoche, cuando Carson no pudo cumplir, la voz de Watkins cambió. No gritó. Sólo se volvió fría y fue como si le clavaran un punzón cortahielo en las costillas.
– Tenemos que acabar esto -le dijo a Carson.
– Creo que tenemos un problema.
– ¿A qué te refieres?
– El hijo del médico se ha asustado. Su padre se presentó anoche.
Silencio.
– Hola.
– ¿Carson?
– ¿Qué?
– Mis jefes no permitirán que me descubran. ¿Lo entiendes? Se asegurarán de que la policía no llegue a este nivel.
Colgó. El mensaje había sido mandado y recibido.
Así que Carson esperaba con su pistola.
Oyó un ruido en la puerta. Alguien intentaba entrar. La puerta estaba cerrada por ambos lados. Era necesario conocer el código de la alarma para entrar o salir. Alguien se puso a aporrear la puerta. Carson miró por la ventana.
Era Adam Baye. Iba con DJ Huff.
– ¡Abrid! -gritó Adam. Aporreó un poco más la puerta-. ¡Vamos, abrid!
Carson reprimió una sonrisa. Padre e hijo en el mismo sitio. Sería la manera perfecta de ponerle fin.
– Esperad -dijo Carson.
Se guardó la pistola en la parte trasera de los pantalones. Apretó cuatro dígitos y vio que la luz roja se volvía verde. La puerta se abrió.
Adam entró en tromba, seguido de DJ.
– ¿Está mi padre dentro? -preguntó Adam.
Carson asintió.
– Está en el despacho de Rosemary. Adam se puso a caminar con DJ Huff detrás. Carson dejó que se cerrara la puerta encerrándolos a todos dentro. Se llevó la mano a la espalda y sacó la pistola.
Anthony estaba siguiendo a Adam Baye.
Mantuvo una cierta distancia, no mucha, pero no sabía cómo enfocarlo. El chico no lo conocía, por lo que Anthony no podía limitarse a llamarlo, y además ¿quién podía saber en qué estado mental estaría Adam? Si Anthony se identificaba como amigo de su padre, el chico podía echar a correr y desaparecer otra vez.
«Tómatelo con calma», pensó Anthony.
Delante, Adam estaba gritando por el móvil. No era mala idea. Anthony sacó el móvil sin dejar de caminar. Marcó el número de Mike.
No hubo respuesta.
Cuando salió el buzón de voz, Anthony dijo:
– Mike, he visto a tu hijo. Se dirige a aquel club del que te hablé. Le estoy siguiendo.
Cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Adam ya había guardado el móvil y ahora aceleró el paso. Anthony mantuvo la distancia. Cuando Adam llegó al club, subió la escalera de dos en dos e intentó abrir la puerta.
Cerrado.
Anthony vio que miraba el control de la alarma. Miró a su amigo, que se encogió de hombros. Adam se puso a aporrear la puerta.
– ¡Abrid!
«El tono», pensó Anthony. Había algo más que impaciencia en ese tono, había desesperación pura y dura. Incluso miedo. Anthony se acercó más.
– ¡Vamos, abrid!
Adam siguió golpeando cada vez más fuerte. Unos segundos después, se abrió la puerta. Apareció uno de aquellos góticos. Anthony lo había visto en la calle. Era un poco mayor que los demás y se podía decir que era el cabecilla de la banda de colgados más mayorcitos. Llevaba la nariz vendada como si se la hubiera roto. Anthony se preguntó si sería uno de los chicos que habían atacado a Mike y decidió que sí, que probablemente lo era.
¿Qué debía hacer?
¿Debía impedir a Adam que entrara? Podía hacerlo, pero también podía volverse contra él. Seguramente el chico echaría a correr. Anthony podía cogerlo y retenerlo, pero si armaban mucho jaleo, ¿de qué serviría?
Anthony se acercó disimuladamente a la puerta.
Adam entró rápidamente, y desapareció, y para Anthony fue como si el edificio se lo hubiera tragado. El amigo de Adam con la chaqueta universitaria entró detrás de él, más lentamente. Desde donde estaba, Anthony pudo ver que el gótico dejaba que la puerta se cerrara. Al hacerlo, mientras la puerta se cerraba lentamente, el gótico se volvió.
Y Anthony la vio.
Llevaba una pistola asomando por la parte trasera de los pantalones.
Y antes de que la puerta se cerrara por completo, le pareció que el gótico iba a cogerla.
Mo estaba en el coche pensando en aquellos malditos números.
CeJota8115.
Empezó por lo obvio. Convertir Ce en C o la tercera letra. Tres. Cogió el Jota o J, el número diez. ¿Y qué tenía? Unió los nombres, intentó dividirlos, buscó pautas. Pensó en el apodo de mensajería instantánea de Adam, HockeyAdamni7. Mike le había dicho que 11 era el número de Messier y 17 era el antiguo número de Mike en Dartmouth. Los añadió al 8115 y después 3108115. Convirtió HockeyAdam en números, hizo más ecuaciones, intentó resolver el problema.
Nada.
Los números no eran aleatorios. Esto lo sabía. Ni siquiera los números de Adam, aunque no fueran reveladores, eran aleatorios. Existía una pauta. Mo sólo tenía que encontrarla.
Había estado haciendo cálculos mentales, pero después abrió la guantera y cogió una hoja de papel. Estaba escribiendo posibilidades numéricas cuando oyó una voz conocida que gritaba:
– ¡Abrid!
Mo miró a través del parabrisas.
Adam estaba golpeando la puerta del Club Jaguar.
– ¡Vamos, abrid!
Mo cogió la manilla mientras se abría la puerta del club. Adam desapareció dentro. Mo no sabía qué hacer, qué decisión tomar, cuando vio otra cosa rara.
Era Anthony, el gorila negro que Mike había ido a ver antes. Corría hacia la puerta del Club Jaguar. Mo salió del coche y corrió tras él. Anthony llegó primero a la puerta y dio la vuelta al pomo. No se movió.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mo.
– Tenemos que entrar -dijo Anthony.
Mo puso una mano sobre la puerta.
– Es de acero reforzado. No hay forma de derribarla.
– Pues mejor que lo intentemos.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– El chico que ha dejado entrar a Adam -dijo Anthony- tenía un arma.
Carson mantuvo la pistola oculta detrás de la espalda.
– ¿Está mi padre dentro? -preguntó Adam.
– Está en el despacho de Rosemary.
Adam se puso a caminar. Se oyó una conmoción repentina en el fondo del pasillo.
– ¿Adam?
Era la voz de Mike Baye.
– ¿Papá?
Mike dobló la esquina justo cuando llegaba Adam. Padre e hijo se encontraron cerca del pasillo y se abrazaron.
«Vaya», pensó Carson, «¡qué bonito!».
Carson cogió el arma y la levantó frente a él.
No gritó. No les avisó. No tenía por qué. No podía elegir. No tenía tiempo para negociar o hacer peticiones. Tenía que ponerle fin.
Tenía que matarlos.
– ¡No, Carson! -gritó Rosemary.
Pero él no pensaba escuchar a aquella zorra. Carson apuntó la pistola hacia Adam, lo puso en su punto de mira y se preparó para disparar.
Ya mientras Mike abrazaba a su hijo -ya mientras sentía el maravilloso calor del cuerpo de su hijo y casi se desmayaba de alivio al comprobar que estaba a salvo- lo vio por el rabillo del ojo.
Carson tenía una pistola.
Mike tuvo unos segundos para decidir su siguiente movimiento. No hubo pensamiento consciente en lo que hizo a continuación, fue sólo una respuesta primitiva y básica. Vio que Carson apuntaba la pistola a Adam y reaccionó.
Mike empujó a su hijo.
Le empujó con fuerza. De hecho, Adam se elevó del suelo. Salió volando, con expresión aturdida. La pistola explotó, y la bala hizo añicos el cristal detrás de él, justo donde estaba Adam menos de un segundo antes. Mike sintió cómo los cristales le caían encima.
Pero el empujón no sólo sorprendió a Adam, sino también a Carson. Dio por sentado que no lo habían visto o que reaccionarían como la mayoría cuando tenían una pistola delante: se quedarían inmovilizados o levantarían las manos.
Carson se recuperó rápidamente. Ya estaba desviando la pistola a la derecha, hacia donde Adam había caído. Pero por eso el empujón había sido tan fuerte. Incluso en aquel estado de reacción primitiva, la locura de Mike había seguido un método. Necesitaba no sólo sacar a su hijo de la trayectoria de aquella bala, sino también darle distancia. Y lo consiguió.
Adam cayó en el pasillo, detrás de una pared.
Carson apuntó, pero no tenía ángulo para disparar a Adam. Esto no le dejaba otra alternativa que disparar primero al padre.
Entonces Mike sintió una extraña sensación de paz. Sabía lo que debía hacer ahora. No tenía elección. Tenía que proteger a su hijo. En cuanto Carson desvió la pistola en dirección al padre, Mike supo lo que esto representaba.
Tendría que hacer un sacrificio.
No es que lo pensara. Un padre salva a su hijo. Era lo que debía hacer. Carson podría disparar a uno de ellos. No parecía haber otra salida. Así que Mike hizo lo único que podía hacer.
Se aseguró de que fuera él.
Siguiendo su instinto, Mike se lanzó sobre Carson.
Volvió a los partidos de hockey, se lanzó sobre el disco y se dio cuenta de que, aunque Carson le disparara, podía tener tiempo suficiente. Tiempo suficiente para llegar a Carson e impedir que hiciera más daño.
Salvaría a su hijo.
Pero al acercarse, Mike vio que el corazón era una cosa y la realidad era otra. La distancia era demasiado grande. Carson ya tenía la pistola levantada. Mike no llegaría a tiempo antes de recibir una bala o quizá dos. Había pocas posibilidades de supervivencia o incluso de poder hacer algo útil.
Igualmente no tenía alternativa. Así que Mike cerró los ojos, bajó la cabeza y corrió.
Todavía estaban a unos cinco metros de distancia, pero si Carson le dejaba acercarse un poco más, no podía fallar.
El chico bajó un poco la pistola, apuntó a la cabeza de Mike y vio cómo el blanco se hacía más grande.
Anthony empujó el hombro contra la puerta, pero ésta no se movió.
– ¿Tantos cálculos y era esto?
– ¿Qué está murmurando?
– Ocho-uno-uno-cinco.
– ¿Qué dice?
No había tiempo para explicaciones. Mo apretó 8115 en el teclado de la alarma. La luz roja se volvió verde, indicando que la puerta ya no estaba cerrada.
Anthony abrió la puerta y ambos hombres entraron corriendo.
Carson tenía a Mike en su punto de mira.
La pistola apuntaba la parte de arriba de la cabeza baja de Mike. Carson estaba sorprendido de su propia calma. Creía que se dejaría llevar por el pánico, pero su mano era firme. Disparar el primer tiro le había hecho sentir bien. Éste aún sería mejor. Estaba en la zona. No podía fallar. Ni por asomo.
Carson empezó a apretar el gatillo.
Y entonces la pistola desapareció.
Una mano gigante apareció por detrás de él y le arrancó el arma. Sin más ni más. Un segundo estaba allí y al siguiente no. Carson se volvió y vio al gran gorila negro del club de más abajo. El gorila tenía la pistola en la mano y sonreía.
Pero no hubo tiempo para manifestar sorpresa. Algo fuerte -otro hombre- golpeó a Carson secamente en la parte baja de la espalda. Carson sintió dolor en todo el cuerpo. Gritó, cayó hacia delante y tropezó con el hombro de Mike Baye que venía por la otra dirección. El cuerpo de Carson casi se partió por la mitad por el impacto. Aterrizó como si alguien le hubiera dejado caer desde una gran altura. No podía respirar. Sentía las costillas como si estuvieran hundidas.
Desde encima de él, Mike dijo:
– Se acabó. -Después se volvió a mirar a Rosemary y añadió-: No hay trato.