Dolly Lewiston vio pasar otra vez el coche por delante de su casa.
Redujo la velocidad. Como la otra vez. Y como la vez anterior.
– Es él otra vez -dijo.
Su marido, un profesor de quinto curso llamado Joe Lewiston, no levantó la cabeza. Estaba corrigiendo exámenes con una concentración un poco exagerada.
– ¿Joe?
– Te he oído, Dolly -dijo bruscamente-. ¿Qué quieres que haga?
– No tiene derecho a hacer esto. -Observó cómo el coche se alejaba disolviéndose en la distancia-. Quizá deberíamos llamar a la policía.
– ¿Y qué les decimos?
– Que nos está acosando.
– Pasa en coche por una calle. No es ilegal.
– Reduce la velocidad.
– Eso tampoco es ilegal.
– Puedes explicarles lo que pasó.
Él soltó una risita burlona, y siguió mirando los exámenes.
– Seguro que la policía se mostraría muy comprensiva.
– Nosotros también tenemos una hija.
De hecho, ella misma había estado viendo a la pequeña Allie, su hija de tres años, por el ordenador. La web de K-Little Gym permitía que vieras a tus hijos con una webcam desde tu casa -merendando, jugando a construcciones, leyendo, trabajando solos, cantando, todo- y así saber siempre cómo estaban. Por eso Dolly había elegido K-Little.
Ella y Joe trabajaban como maestros de escuela elemental. Joe enseñaba en la escuela Hillside en quinto curso. Ella a los de segundo en Paramus. Dolly Lewiston deseaba dejar el trabajo, pero necesitaban los dos sueldos. A su marido le seguía gustando enseñar, pero Dolly había perdido el entusiasmo en algún punto del camino. Algunas personas notaron que había perdido su pasión por la enseñanza más o menos cuando nació Allie, pero ella creía que era algo más. De todos modos, hacía su trabajo y lidiaba con los padres gruñones, aunque lo único que deseaba hacer era ver la web de K-Little y asegurarse de que su hija estuviera bien.
Guy Novak, el hombre del coche que pasaba frente a su casa, no había podido ver a su hija o comprobar que estaba bien. Así que, en cierto modo, entendía perfectamente lo que hacía y se solidarizaba con su frustración. Pero esto no significaba que fuera a permitirle que perjudicara a su familia. En el mundo se trata a menudo de nosotros o de ellos, y ella tenía claro que su familia era lo primero.
Se volvió a mirar a Joe. Tenía los ojos cerrados y la cabeza baja.
Se situó detrás de él y le puso la mano en el hombro. Él se estremeció con el contacto. El estremecimiento duró un segundo, no más, pero ella sintió que le atravesaba todo el cuerpo. Joe había estado muy tenso las últimas semanas. Dolly no movió la mano, no la apartó y él se relajó finalmente. Le masajeó los hombros. Antes le gustaba que lo hiciera. Tardó un poco pero los hombros se ablandaron.
– Todo se arreglará -dijo.
– Perdí los nervios.
– Lo sé.
– Fui demasiado lejos, como hago siempre, y entonces…
– Lo sé.
Lo sabía. Era lo que hacía tan buen profesor a Joe Lewiston. Sentía pasión. Tenía embobados a sus alumnos, les contaba chistes, a veces cruzaba la línea del decoro pero los niños estaban encantados con él. Hacía que prestaran atención y aprendieran más. Al principio algunos padres se habían inquietado con las payasadas de Joe, pero tenía suficientes defensores para protegerse. La gran mayoría de padres procuraban que sus hijos fueran a la clase del señor Lewiston. Les gustaba que fueran contentos a la escuela y tuvieran un maestro que mostraba un sincero entusiasmo y no sólo un comportamiento rutinario. No como Dolly.
– Le hice daño a esa niña -dijo Joe.
– No pretendías hacerle daño. Todos los niños y todos los padres siguen apreciándote.
Él no dijo nada.
– Lo superará. Todo esto pasará, Joe. Se arreglará.
A Joe le empezó a temblar el labio inferior. Se estaba desmoronando. Por mucho que lo amara, por mucho que supiera que su marido era mejor maestro y mejor persona de lo que nunca sería ella, Dolly también sabía que su marido no era precisamente el más fuerte de los hombres. La gente creía que lo era. Procedía de una familia numerosa, y era el menor de seis hermanos, pero su padre había sido demasiado dominante. Menospreció a su hijo más pequeño y más bueno y Joe encontró una vía de escape siendo el más divertido y gracioso. Joe Lewiston era el hombre más bueno que Dolly hubiera conocido, pero también era débil.
A ella no le importaba. Le tocaba a Dolly ser la fuerte. Ella se encargaba de sostener a su marido y mantener unida la familia.
– Siento haber perdido los nervios -dijo Joe.
– No te preocupes.
– Tienes razón. Esto pasará.
– Claro que sí. -Le besó el cuello y después detrás de la oreja. Su punto favorito. Lo lamió y empezó a girar delicadamente. Esperó a oír un gemido. No lo oyó. Dolly susurró:
– ¿Por qué no dejas de corregir exámenes un ratito, eh?
Él se apartó, sólo un poco.
– Es que, de verdad, debo terminar.
Dolly se incorporó y dio un paso atrás. Joe Lewiston vio lo que había hecho e intentó arreglarlo.
– Pero te tomo la palabra, ¿eh? -dijo.
Esto era lo que solía decir ella cuando no estaba de humor. De hecho, en general era lo que decía la esposa, ¿no? En este ámbito él siempre había sido el agresivo -sin debilidades-, pero en los últimos meses, desde la metedura de pata, nunca tan bien dicho, se había vuelto diferente.
– Claro -dijo ella.
Dolly se volvió.
– ¿Adónde vas? -preguntó Joe.
– Vuelvo enseguida -dijo Dolly-. Tengo que pasar por la tienda y después recogeré a Allie. Termina de corregir los exámenes.
Dolly Lewiston corrió arriba, se conectó, buscó la dirección del domicilio de Guy Novak y la forma de llegar. También comprobó los mensajes de la escuela en su dirección de correo -siempre había algún padre que se quejaba de algo-, pero no funcionaba desde hacía dos días. Seguía inaccesible.
– Mi correo todavía está averiado -gritó.
– Le echaré un vistazo -dijo él.
Dolly imprimió la dirección de Guy Novak, dobló el papel en cuatro y se lo guardó en el bolsillo. Al salir, besó a su marido en la cabeza. Él le dijo que la quería. Ella dijo que también.
Cogió las llaves y fue a por Guy Novak.
Tia lo podía ver en sus caras: la policía no se creía la desaparición de Adam.
– Creía que podrían poner una Alerta Amber o algo así -dijo Tia.
Eran dos policías que eran casi cómicos juntos. Uno era un hispano diminuto con uniforme llamado Gutiérrez. El otro era una negra alta que se presentó como detective Clare Schlich.
Schlich era la que respondía a sus preguntas:
– Su hijo no cumple los criterios de la Alerta Amber.
– ¿Por qué no?
– Tiene que haber alguna prueba de que ha sido secuestrado.
– Pero tiene dieciséis años y ha desaparecido.
– Sí.
– ¿Qué prueba necesitaría?
Schlich se encogió de hombros.
– Un testigo estaría bien.
– No todos los secuestros tienen testigos.
– Es cierto, señora. Pero necesita alguna prueba de un secuestro o de peligro de daño físico. ¿Tiene alguna prueba?
Tia no los habría calificado de groseros; «condescendientes» era una palabra más acertada. Anotaron la información como es debido. No se burlaron de su preocupación, pero no tenían intención de dejarlo todo y dedicar hombres a aquel caso. Clare Schlich dejó clara su postura con preguntas y aclaraciones sobre lo que Mike y Tia le habían contado:
«¿Vigilaban el ordenador de su hijo?»
«¿Activaron el GPS del móvil de su hijo?»
«¿Estaban tan preocupados por su comportamiento que le siguieron hasta el Bronx?»
«¿Había huido antes alguna vez?»
Así. En cierto modo, Tia no culpaba a los dos policías, pero ella sólo podía ver que Adam había desaparecido.
Gutiérrez ya había hablado antes con Mike.
– ¿Ha dicho que vio a Daniel Huff Júnior, DJ Huff, en la calle? ¿Que podría haber salido con su hijo?
– Sí.
– Acabo de hablar con su padre. Es policía, ¿lo sabía?
– Lo sé.
– Ha dicho que su hijo estuvo en casa toda la noche.
Tia miró a Mike. Vio que algo explotaba dentro de sus ojos. Sus pupilas se redujeron a alfileres. Había visto antes aquella mirada. Le puso una mano en el brazo, pero no lo calmó.
– Miente -dijo Mike.
El policía se encogió de hombros. Tia vio que la cara hinchada de Mike se oscurecía. Él la miró, miró a Mo y dijo:
– Nos vamos.
El médico quería que Mike se quedara un día más, pero él no pensaba quedarse. Tia sabía que no valía la pena representar el papel de esposa preocupada. Sabía que Mike se recuperaría de sus heridas físicas. Era absurdamente resistente. Aquélla era su tercera conmoción: las dos primeras las había sufrido en la pista de hockey. Mike había perdido algunos dientes, le habían dado más puntos en la cara de lo que sería normal y se había roto la nariz dos veces y la mandíbula una vez y nunca, ni una sola vez, se había perdido un partido. En la mayoría de los casos había acabado de jugar el partido después de lesionarse.
Tia también sabía que no valía la pena discutir de esto con su marido, y tampoco le apetecía. Quería que se levantara de la cama y buscara a su hijo. Le haría más daño no hacer nada, y lo sabía.
Mo ayudó a Mike a sentarse. Tia le ayudó a vestirse. Tenía la ropa manchada de sangre. A Mike le daba igual. Se levantó. Estaban casi fuera de la habitación cuando Tia sintió que su móvil vibraba. Rogó que fuera Adam. No lo era.
Hester Crimstein no se molestó en saludar.
– ¿Sabes algo de tu hijo?
– Nada. La policía no hará nada porque le considera un fugado.
– ¿No lo es?
Esto hizo parar a Tia.
– No lo creo.
– Brett me ha dicho que le espiáis -dijo Hester.
Brett era un bocazas, pensó Tia. Qué bien.
– Vigilo su actividad en la red.
– Dilo como quieras.
– Adam no se fugaría de esta manera.
– Bueno, seguro que es la primera vez que una madre dice esto.
– Conozco a mi hijo.
– O esto -añadió Hester-. Malas noticias: no nos han dado el aplazamiento.
– Hester…
– Antes de que digas que no irás a Boston, escúchame. Ya tengo pedido un coche para recogerte. Está esperándote en la puerta del hospital.
– No puedo…
– Escúchame, Tia. Me lo debes. El chófer te llevará al aeropuerto de Teterboro, que no está lejos de tu casa. Tengo allí mi avión privado. Tienes móvil. Si surge algo, el chófer te acompañará. En el avión hay teléfono. Si te enteras de algo mientras estás en el avión, mi piloto puede llevarte en un tiempo récord. A lo mejor encuentran a Adam en Filadelfia, por decir algo. Te será útil tener un avión privado a tu disposición.
Mike miró a Tia inquisitivamente. Ella negó con la cabeza y le hizo señas para que se avanzaran. Así lo hicieron.
– Cuando llegues a Boston -siguió Hester-, haces la deposición. Si sucede algo durante la declaración, lo dejas inmediatamente y vuelves a casa con el avión privado. Es un vuelo de cuarenta y cinco minutos de Boston a Teterboro. Lo más probable es que tu hijo vuelva a casa contando cualquier excusa adolescente y que haya estado bebiendo con amigos. En cualquier caso, estarás en casa en cuestión de horas.
Tia se pellizcó el puente de la nariz.
– Lo que digo es lógico, ¿no?
– Lo es.
– Bien.
– Pero no puedo.
– ¿Por qué no?
– No podría concentrarme.
– Oh, menuda tontería. Ya sabes lo que quiero que hagas con esta deposición.
– Quieres que flirtee. Mi marido está en el hospital…
– Le han dado el alta. Lo sé todo, Tia.
– Bien, mi marido ha sido agredido y mi hijo sigue desaparecido. ¿De verdad crees que estaré a la altura de flirtear en una deposición?
– ¿A la altura? ¿A quién le importa si estás o no a la altura? Tienes que hacerlo y basta. Está en juego la libertad de una persona, Tia.
– Debes encontrar a otro.
Silencio.
– ¿Es tu última palabra? -preguntó Hester.
– Mi última palabra -dijo Tia-. ¿Esto va a costarme el trabajo?
– Hoy no -dijo Hester-. Pero sí pronto. Porque ahora ya sé que no puedo confiar en ti.
– Trabajaré para recuperar tu confianza.
– No la recuperarás. No soy de las que dan segundas oportunidades. Tengo demasiados abogados trabajando para mí que no las necesitarán nunca. Te devolveré al trabajo aburrido hasta que lo dejes. Lástima. Creo que tienes potencial.
Hester Crimstein colgó el teléfono.
Salieron del hospital. Mike seguía mirando a su mujer.
– ¿Tia?
– No quiero hablar de esto.
Mo los acompañó a casa.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Tia.
Mike se tragó un analgésico.
– Quizá deberías recoger a Jill.
– De acuerdo. ¿Adónde vas tú?
– Para empezar -dijo Mike- quiero tener una pequeña charla con el capitán Daniel Huff sobre por qué ha mentido.