Cuando Mike llegó a casa, cerró la puerta de golpe y se dirigió al ordenador. Quería buscar la página del GPS y ver exactamente dónde estaba Adam. Lo pensó un momento. El GPS era aproximado, no exacto. ¿Podía estar Adam en el vecindario? ¿Quizá una calle más abajo? ¿En el bosque o en el patio trasero de los Huff?
Estaba a punto de teclear la página cuando oyó que llamaban a la puerta. Suspiró, se levantó y miró por la ventana. Era Susan Loriman.
Abrió la puerta. Llevaba el cabello suelto y no iba maquillada, y de nuevo Mike se detestó por pensar que era una mujer muy atractiva. Hay mujeres que tienen algo. No se puede definir exactamente qué. La cara y el cuerpo son bonitos, a veces espectaculares, pero hay algo intangible, aquello que hace que a un hombre le tiemblen las rodillas. Mike nunca haría nada al respecto, pero si no lo reconocías como lo que era y eras consciente de que existía, podía ser aún más peligroso.
– Hola -dijo ella.
– Hola.
No entró. Esto daría que hablar en el vecindario si algún vecino estaba observando y en un barrio como aquél era probable que alguno lo estuviera haciendo. Susan se quedó en el escalón, con los brazos cruzados, como si fuera una vecina que pedía una taza de azúcar.
– ¿Sabes por qué te he llamado? -preguntó Mike.
Ella negó con la cabeza.
Mike se planteó cómo enfocar el asunto.
– Como sabes, necesitamos hacer la prueba a los parientes más cercanos biológicamente a tu hijo.
– De acuerdo.
Mike pensó en el rechazo de Daniel Huff, en el ordenador del piso de arriba, en el GPS del móvil de su hijo. Mike deseaba decírselo con delicadeza, pero no tenía tiempo para sutilezas.
– Esto significa que necesitamos hacer la prueba al padre biológico de Lucas -dijo.
Susan parpadeó como si la hubiera abofeteado.
– No quería soltártelo así…
– Le habéis hecho la prueba a su padre. Habéis dicho que no era compatible.
Mike la miró.
– A su padre biológico -repitió.
Ella parpadeó y retrocedió un paso.
– ¿Susan?
– ¿No es Dante?
– No. No es Dante.
Susan Loriman cerró los ojos.
– Oh, Dios mío -exclamó-. No puede ser.
– Pues sí.
– ¿Estás seguro?
– Sí. ¿No lo sabías?
Ella no dijo nada.
– ¿Susan?
– ¿Vas a decírselo a Dante?
Mike no sabía qué responder.
– No lo creo.
– ¿Qué no crees?
– Todavía estamos discutiendo las implicaciones éticas y legales del asunto.
– No podéis decírselo. Se pondrá como loco.
Mike esperó.
– Le quiere mucho. No podéis arrebatárselo.
– Nuestra única preocupación es el bienestar de Lucas.
– ¿Y crees que decirle a Dante que no es su padre le ayudará?
– No, pero escúchame, Susan. Nuestra principal preocupación es la salud de Lucas. Es nuestra prioridad. Esto pasa por encima de cualquier otra preocupación. Ahora esto significa encontrar al mejor donante posible para el trasplante. De modo que no te lo estoy diciendo para husmear o para romper una familia, te lo digo como médico. Tenemos que hacer una prueba al padre biológico.
Ella bajó la cabeza. Tenía los ojos húmedos. Se mordió el labio inferior.
– ¿Susan?
– Necesito pensar -dijo.
En circunstancias normales, Mike habría insistido, pero entonces no creyó que hubiera motivos. Esta noche no sucedería nada y él ya tenía bastantes preocupaciones.
– Necesitamos hacerle la prueba al padre.
– Déjame que lo piense.
– De acuerdo.
Le miró con ojos tristes.
– No se lo digas a Dante, Mike, por favor.
No esperó a que le respondiera. Se volvió y se marchó. Mike cerró la puerta y se fue arriba. La pobre llevaba dos semanas espantosas. «Susan Loriman, tu hijo puede tener una enfermedad mortal y necesita un trasplante. ¡Ah, y tu marido está a punto de saber que su hijo no es suyo! ¿Qué más? ¡Nos vamos a Disneylandia!»La casa estaba muy silenciosa. Mike no estaba acostumbrado. Intentó recordar la última vez que había estado en ella solo, sin niños y sin Tia, pero no encontró respuesta. A él le gustaba estar solo. Tia era todo lo contrario. Siempre quería tener gente alrededor. Procedía de una gran familia y no soportaba estar sola. Mike normalmente disfrutaba de la soledad.
Volvió al ordenador y clicó sobre el icono. Había guardado el sitio del GPS. Una cookie había archivado el nombre de registro, pero necesitó introducir la contraseña. Así lo hizo. Tenía una voz en la cabeza que le gritaba que lo dejara correr. Adam tenía que hacer su vida. Tenía que vivir y aprender de sus propios errores.
¿Estaba siendo demasiado protector para compensar su propia infancia?
El padre de Mike nunca estaba en casa. No era culpa suya, evidentemente. Era un inmigrante de Hungría, que huyó en 1956, justo antes de que Budapest cayera. Su padre, Antal Baye -pronunciado bye y no boy, y era de origen francés aunque nadie había podido rastrear el árbol genealógico hasta tan lejos- no hablaba una palabra de inglés cuando llegó a Ellis Island. Empezó como lavaplatos, ahorró lo suficiente para abrir un pequeño restaurante cerca de la autopista McCarter en Newark, trabajó sin parar siete días a la semana, y construyó una vida para sí mismo y para su familia.
El restaurante servía tres comidas, vendía libros de cómics y cromos de béisbol, periódicos y revistas, cigarros y tabaco. Los billetes de lotería eran un buen negocio, pero a Antal nunca le gustó venderlos. Creía que hacían un mal servicio a la sociedad, que animaban a la clientela trabajadora a tirar su dinero en falsos sueños. No le importaba vender tabaco, porque esto era una opción personal y sabías dónde te metías. Pero lo de vender un sueño falso de dinero fácil le fastidiaba.
Su padre nunca tuvo tiempo para los partidos de hockey de alevines de Mike, por descontado. Los hombres como él no hacían estas cosas. Le interesaba todo de su hijo, le preguntaba constantemente por el deporte, quería saber todos los detalles, pero su horario laboral no le permitía ninguna clase de actividad de ocio, y mucho menos sentarse a mirar. La única vez que había ido, cuando Mike tenía nueve años y jugaba un partido al aire libre, su padre, agotado por el trabajo, se quedó dormido apoyado en un árbol. Aquel día Antal también llevaba su delantal de trabajo, con manchas de grasa de los bocadillos de panceta de la mañana que habían salpicado su blancura.
Así era como Mike veía siempre a su padre, con aquel delantal blanco, detrás de la barra, vendiendo caramelos a los niños, vigilando a los ladronzuelos y preparando con rapidez bocadillos y hamburguesas.
Cuando Mike tenía doce años, su padre intentó impedir que un gamberro del barrio le robara. El gamberro disparó contra su padre y le mató. Así, sin más.
El restaurante se cerró. Su madre se refugió en la botella y no salió hasta que un Alzheimer precoz la devoró hasta el punto de que no notaba la diferencia entre la enfermedad y la embriaguez del alcohol. Ahora vivía en una residencia en Caldwell. Mike la visitaba una vez al mes. Su madre no tenía ni idea de quién era. A veces le llamaba Antal y le preguntaba si quería que le preparara una ensalada de patatas para el almuerzo de los clientes.
Así era la vida. Tomar decisiones difíciles, dejar tu casa y a las personas queridas, abandonar todo lo que tienes, viajar por medio mundo hasta una tierra desconocida, construir una vida para ti y entonces una escoria inútil le ponía fin apretando un gatillo.
Aquella rabia temprana acabó concentrándose en el joven Mike. O la canalizaba o la interiorizaba. Se volvió mejor jugador de hockey. Se volvió mejor estudiante. Estudió y trabajó mucho y se mantuvo ocupado, porque cuando estás ocupado no piensas en lo que podría haber pasado.
Apareció el mapa en el ordenador. Esta vez el punto rojo parpadeaba. Esto significaba, y Mike lo sabía por la pequeña introducción, que la persona estaba en movimiento, probablemente en un coche. Para conservar energía, en lugar de parpadear todo el rato, daba una señal cada tres minutos. Si la persona dejaba de moverse durante cinco minutos, el GPS se paraba, y volvía a ponerse en marcha cuando percibía movimiento.
Su hijo estaba cruzando el George Washington Bridge.
¿Por qué estaría haciendo Adam esto?
Mike esperó. Estaba claro que Adam iba en coche. ¿El coche de quién? Mike observó el parpadeo rojo cruzando el Cross Bronx Expressway y bajando por Major Deegan, hasta el Bronx. ¿Adónde iba? No tenía sentido. Veinte minutos después, el punto rojo paró de moverse en Tower Street. Mike no conocía en absoluto aquella zona.
¿Y ahora qué?
¿Quedarse mirando el punto rojo? Esto tampoco tenía mucho sentido. Pero si se marchaba e intentaba localizar a Adam, él podía moverse otra vez.
Mike contempló el punto rojo.
Clicó sobre el icono que le diría la dirección. Le salió 128 Tower Street. Clicó sobre el vínculo de la dirección. Era una residencia. Pidió una visión de satélite, esto era cuando el mapa se convertía exactamente en lo que su nombre insinuaba: una foto de un satélite sobre la calle. Le mostró muy poco, la parte de arriba de los edificios en medio de una calle de una ciudad. Bajó por la calle y clicó en los vínculos de direcciones. No salió gran cosa.
¿Qué o a quién iba a visitar?
Pidió el número de teléfono de 128 Tower Street. Era una finca de pisos y no tenía. Necesitaba un número de apartamento.
¿Ahora qué?
Tocó el Callejero. La dirección de INICIO o por defecto se llamaba «home», hogar. Una palabra tan simple que de repente parecía tan cálida y personal. El borrador le dijo que tardaría cuarenta y nueve minutos en llegar.
Decidió ir a ver qué encontraba.
Mike cogió el portátil con la batería incorporada. Su plan era que, si Adam ya no estaba allí, conduciría hasta que pirateara la red sin cable de alguien y volvería a buscar la situación de Adam en el GPS.
Dos minutos después, Mike subió al coche y se marchó.