Tras despedirse de Betsy Hill, Tia cerró la puerta de casa y subió. Pasó por el pasillo, frente a la habitación de Jill, y entró en la de su hijo. Abrió el cajón de la mesa de Adam y empezó a revolverlo todo. Colocar el programa espía en el ordenador de su hijo parecía tan correcto, ¿por qué esto no? La invadió un profundo desagrado por sí misma. Aquella invasión de la intimidad le parecía espantosamente mal.
Pero no dejó de hurgar.
Adam era un niño. Todavía. Nunca había vaciado aquel cajón y estaba lleno de restos de «etapas Adam» pasadas, como si estuviera desenterrando un yacimiento arqueológico. Cromos de béisbol, cromos de Pokémon, del manga Yu-gi-Oh!, un Tamagochi con una pila gastada hacía siglos, figuritas de Crazy Bones: todos los objetos de éxito entre los niños que coleccionaban y después olvidaban. Adam había sido mejor que la media con esos objetos imprescindibles. No solía suplicar que se los compraran ni los descartaba inmediatamente.
Tia meneó la cabeza. Seguían en el cajón.
Había bolígrafos y lápices, y su aparato de mantenimiento de ortodoncia (Tia siempre le estaba persiguiendo para que se lo pusiera), pins de coleccionista de un viaje a Disney World de hacía cuatro años, resguardos viejos de entradas de una docena de partidos de los Rangers. Recogió los resguardos y recordó la mezcla de alegría y concentración en la cara de su hijo cuando veía jugar al hockey. Recordaba cómo Adam y su padre lo celebraban cuando los Rangers puntuaban, levantándose y chocando las manos y cantando una tonta canción, que básicamente consistía en decir «oh, oh, oh» y aplaudir.
Se echó a llorar.
Tienes que ser fuerte, Tia.
Miró el ordenador. Éste era ahora el mundo de Adam. La habitación de adolescente giraba en torno a su ordenador. En aquella pantalla, Adam jugaba a la última versión de Halo en línea. Hablaba tanto con desconocidos como con amigos en los chats. Conversaba con compañeros reales y cibernéticos en Facebook y MySpace. Jugaba de vez en cuando al póquer, pero le parecía aburrido y esto complacía a Mike y a Tia. Tuvo temporadas de YouTube y tráileres de películas y vídeos de música, y, claro, material picante. Había otros juegos de aventuras o simuladores de realidad o como se llame cuando una persona se sumergía de la misma forma que Tia se sumergía en un libro, y era muy difícil saber si esto era bueno o malo.
Todo el asunto del sexo actual la volvía loca. Quieres hacerlo bien y controlar el flujo de información que les llega a tus hijos, pero eso era imposible. Ponías la radio por la mañana y las bromas siempre trataban de tetas, infidelidades y orgasmos. Abrías una revista o ponías la tele y decir que estaba todo lleno de tías buenas estaría pasado de moda. ¿Cómo lo enfocas? ¿Le dices a tu hijo que está mal? ¿Y qué es lo que está mal exactamente?
No era raro que la gente encontrara consuelo en respuestas en blanco y negro como la abstinencia, pero vaya, eso no funciona y no quieres dar la impresión de que el sexo está mal o es algo perverso o que es tabú; y, sin embargo, no quieres que lo practiquen. Quieres decirle que está bien y es sano, pero es mejor que no lo hagan. ¿Cómo se supone que debe comportarse un padre exactamente? Curiosamente, todos queremos que nuestros hijos compartan nuestro punto de vista, como si el nuestro, a pesar de los fallos de nuestros padres, fuera el mejor y el más sano. Pero ¿por qué? ¿Nos educaron correctamente o de alguna manera encontramos el equilibrio por nosotros mismos? ¿Lo encontrarán ellos?
– Eh, mamá.
Jill estaba en la puerta. Miró a su madre con expresión desconcertada, sorprendida. Por ver a su madre en la habitación de Adam, supuso Tia. Hubo un silencio. Duró un segundo, no más, pero Tia sintió una ráfaga fría en el pecho.
– Hola, mi vida.
Jill tenía la BlackBerry de Tia en la mano.
– ¿Puedo jugar a BrickBreaker?
Le encantaba jugar con la BlackBerry de su madre. Normalmente Tia aprovecharía para regañarla por no haber pedido permiso antes de coger su teléfono. Como casi todos los niños, Jill lo hacía continuamente. Utilizaba la BlackBerry o tomaba prestado el iPod de Tia o utilizaba el ordenador del dormitorio porque el suyo no era bastante potente o dejaba el teléfono inalámbrico en su habitación y Tia no lo encontraba por ninguna parte.
Pero este momento no parecía adecuado para soltar el discurso sobre responsabilidad.
– Claro. Pero si oyes sonar algo, tráemelo enseguida, por favor.
– De acuerdo. -Jill miró la habitación-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Estoy echando un vistazo.
– ¿Para qué?
– No lo sé. Por si encuentro una pista de dónde puede estar tu hermano.
– Estará bien, ¿no?
– Por supuesto, no quiero que te preocupes. -Después recordó que la vida no se detenía y que deseaba cierta sensación de normalidad, y preguntó-: ¿Tienes deberes?
– Ya los he hecho.
– Bien. ¿Todo lo demás está bien?
Jill se encogió de hombros.
– ¿Quieres comentarme algo?
– No, no pasa nada, pero me preocupa Adam.
– Lo sé, mi vida. ¿Cómo va la escuela?
Otro encogimiento de hombros. Una pregunta tonta. Tia había hecho esa pregunta a sus dos hijos varios miles de veces en su vida y nunca, ni una sola vez, había obtenido una respuesta que no fuera un encogimiento de hombros o un «bien» o «normal» o «como siempre».
Tia salió de la habitación de su hijo. Allí no había nada. Las páginas impresas del informe de E-SpyRight la esperaban. Cerró la puerta y las repasó. Los amigos de Adam, Clark y Olivia, le habían mandado por la mañana unos mensajes bastante crípticos. Ambos querían saber dónde estaba y comentaban que los padres de Adam habían llamado preguntando por él.
No había ningún mensaje de DJ Huff.
Mmm… DJ y Adam hablaban a menudo. De repente ningún mensaje, como si él supiera que Adam no estaría para responderle.
Llamaron suavemente a la puerta.
– ¿Mamá?
– Puedes abrir.
Jill giró el pomo.
– Se me había olvidado. Han llamado de la consulta del doctor Forte. Tengo hora con el dentista el martes.
– De acuerdo, gracias.
– ¿Por qué tengo que ir al doctor Forte? Acaban de hacerme una limpieza.
Lo cotidiano. De nuevo fue bien recibido por Tia.
– Puede que pronto tengan que ponerte aparatos.
– ¿Ya?
– Sí. Adam fue a tu… -calló.
– ¿Mi qué?
Tia se volvió hacia el informe actual de E-SpyRight, pero no le servía. Necesitaba el del correo original, el de la fiesta en casa de los Huff.
– ¿Mamá? ¿Qué pasa?
Tia y Mike habían hecho desaparecer los informes antiguos en la destructora, pero ella había guardado el correo para enseñárselo a Mike. ¿Dónde estaba? Miró al lado de la cama. Montones de papeles. Empezó a buscar.
– ¿Puedo ayudarte? -preguntó Jill-No, cariño, gracias.
Allí no. Tia se incorporó. Daba igual.
Volvió a conectarse. Tenía la página de E-SpyRight en sus favoritos. Entró y clicó sobre los archivos. Encontró la fecha deseada y pidió el informe antiguo.
No era necesario imprimirlo otra vez. Cuando apareció en pantalla, Tia lo repasó buscando el correo de la fiesta en casa de los Huff. No se fijó en el mensaje en sí -en lo de que los Huff no estaban en casa, la fiesta y colocarse-, pero ahora que lo pensaba, ¿qué había pasado con todo eso? Mike había estado allí y no sólo no había fiesta, sino que Daniel Huff estaba en casa.
¿Habían cambiado de planes los Huff?
Pero aquello no era lo importante ahora mismo. Tia movió el cursor por encima para comprobar lo que para muchos sería lo menos relevante.
La hora y la fecha.
El E-SpyRight no sólo te decía la hora y la fecha en que se había mandado el correo, sino la hora y la fecha en que Adam lo había abierto.
– Mamá, ¿qué pasa?
– Sólo un momento, cariño.
Tia cogió el teléfono y llamó a la consulta del doctor Forte. Era sábado, pero sabía que, con todas las actividades extraescolares de los críos, los dentistas de la zona a menudo trabajaban en fin de semana. Miró el reloj y escuchó el tercer timbre y luego el cuarto. En el quinto se desanimó sin remedio antes de oír la voz salvadora:
– Consulta del doctor Forte.
– Hola, buenos días, soy Tia Baye, la madre de Adam y Jill.
– Sí, señora Baye, ¿qué puedo hacer por usted?
Tia intentó recordar el nombre de la recepcionista de Forte. Llevaba años allí, conocía a todo el mundo, de hecho gestionaba la consulta. Era la guardiana. Se acordó.
– ¿Eres Caroline?
– Sí.
– Hola, Caroline. Mira, te parecerá rara mi pregunta, pero necesito que me hagas un favor.
– Lo intentaré. La próxima semana estamos muy llenos.
– No, no se trata de eso. Adam tenía hora después de la escuela, el dieciocho a las cuatro menos cuarto.
Ninguna respuesta.
– Necesito saber si vino.
– ¿Quiere decir si se saltó la hora?
– Sí.
– Oh, no, la habría llamado. Adam vino.
– ¿Sabe si llegó a la hora?
– Puedo darle la hora exacta, si eso le sirve. Está en la hoja de entradas.
– Sí, se lo agradecería.
Más espera. Tia oyó el sonido de unos dedos tecleando en el ordenador. Papeles agitándose.
– Adam llegó temprano, señora Baye. Entró a las tres y veinte.
Era lógico, pensó Tia. Normalmente iba caminando después de clase.
– Y le visitamos a la hora, exactamente a las tres y cuarenta y cinco. ¿Es lo que necesitaba saber?
A Tia casi se le cayó el teléfono de la mano. Algo era realmente raro. Tia volvió a mirar la pantalla: la columna de la hora y la fecha.
El correo sobre la fiesta de los Huff se había mandado a las 3:32. Se había leído a las 3:37.
Adam no estaba en casa entonces.
No tenía sentido a menos que…
– Gracias, Caroline. -Llamó enseguida a Brett, su experto en informática.
Él respondió al teléfono.
– Sí.
Tia decidió ponerlo a la defensiva.
– Gracias por delatarme a Hester.
– ¿Tia? Oh, mira, lo siento mucho.
– Sí, seguro.
– No, en serio, Hester sabe todo lo que pasa aquí. ¿Sabías que vigila todos los ordenadores de la oficina? A veces sólo lee los correos personales para divertirse. Considera que si estás en su propiedad…
– Yo no estaba en su propiedad.
– Lo sé y lo siento.
Debía seguir adelante.
– Según el informe de E-SpyRight, mi hijo leyó un correo a les tres y treinta y siete.
– ¿Y?
– Que no estaba en casa a esa hora. ¿Podría haberlo leído desde otro sitio?
– ¿Esto lo sabes desde E-SpyRight?
– Sí.
– Entonces la respuesta es no. El E-SpyRight sólo vigila sus actividades en ese ordenador. Si entró y leyó el correo desde otro, no figuraría en el informe.
– ¿Cómo puede ser entonces?
– Mmm… Bueno, ante todo, ¿estás segura de que no estaba en casa?
– Totalmente.
– Pues otra persona sí estaba. Y esa persona estaba en su ordenador.
Tia miró otra vez.
– Dice que se borró a las tres y treinta y ocho.
– Así que alguien utilizó el ordenador de su hijo, leyó su correo y después lo borró.
– Entonces Adam nunca lo habría visto, ¿no?
– Seguramente no.
Tia descartó inmediatamente a los sospechosos más evidentes: ella y Mike estaban trabajando aquel día, y Jill estaba con Yasmin en casa de los Novak.
Ninguno de ellos estaba en casa.
¿Cómo podía haber entrado una persona sin dejar ninguna señal de allanamiento? Pensó en la llave, la que escondían en la piedra falsa junto a la verja.
El teléfono zumbó. Tia vio que era Mo.
– Brett, ya te llamaré más tarde. -Apretó una tecla-. ¿Mo?
– No te lo vas a creer -dijo él-, pero el FBI acaba de llevarse a Mike.
Sentada en la sala improvisada de interrogatorio, Loren Muse miró con atención a Neil Cordova.
Era más bien bajito, no muy corpulento, compacto, y guapo de una forma casi inmaculada. Se parecía un poco a su esposa puestos uno junto al otro. Muse lo sabía porque Cordova les había llevado fotografías de los dos juntos, muchas -en cruceros, en playas, en actos, en fiestas, en el jardín-. Neil y Reba Cordova eran fotogénicos y saludables y les gustaba posar con las caras unidas. Parecían felices en todas las fotografías.
– Encuéntrela, por favor -dijo Neil Cordova por tercera vez desde que había entrado en la habitación.
Loren ya había dicho dos veces «Hacemos todo lo que podemos» y no valía la pena repetirlo.
– Quiero colaborar en todo lo que pueda -añadió él.
Neil Cordova llevaba los cabellos muy cortos y americana y corbata, como si fuera lo que se esperaba de él, como si la vestimenta pudiera ayudarle a no perder la cabeza. Sus zapatos brillaban descaradamente. Muse recordó que su propio padre también era aficionado a sacar brillo a los zapatos.
«Se puede juzgar a un hombre por sus zapatos», solía decir a su hija.
Era bueno saberlo. Cuando Loren Muse, a los catorce años, había hallado el cadáver de su padre en el garaje -quien había entrado en él y se había volado los sesos- tenía los zapatos muy lustrosos.
Un buen consejo, papá. Gracias por el protocolo de suicidio.
– Sé cómo va esto -siguió Cordova-. Sé que el marido siempre es sospechoso.
Muse no dijo nada.
– Y creen que Reba tenía una aventura porque su coche estaba aparcado en aquel motel, pero les juro que no. Deben creerme.
Muse puso una cara inexpresiva.
– Por ahora no descartamos nada.
– Pasaré el polígrafo, sin abogado, lo que quieran. No quiero que pierdan el tiempo investigando un camino equivocado. Reba no ha huido, eso lo sé. Y yo no tuve nada que ver con lo que le haya sucedido.
Nunca creas a nadie, pensaba Muse. Ésta es la norma. Había interrogado a sospechosos cuyas habilidades interpretativas dejarían a De Niro en el paro. Pero por ahora las pruebas respaldaban al marido, y dentro de ella todo le decía que Neil Cordova decía la verdad. Además, ahora mismo, no importaba.
Muse había hecho venir a Cordova para que identificara el cadáver de la desconocida. Amigo o enemigo, esto era lo que Muse necesitaba urgentemente. Su cooperación. Así que dijo:
– Señor Cordova, yo no creo que le hiciera nada a su esposa.
El alivio se puso de manifiesto inmediatamente, pero se desvaneció igual de rápido. No se trataba de él, pensó Muse. Sólo está preocupado por la hermosa mujer de las hermosas fotografías.
– ¿Su mujer estaba preocupada por algo últimamente?
– La verdad es que no. Sara, nuestra hija de ocho años… -se le quebró la voz, se tapó la boca con el puño, cerró los ojos y apretó los labios-. Sara tiene problemas de lectura. Se lo dije a la policía de Livingston cuando me preguntaron esto mismo. Reba estaba preocupada por esto.
Esto no ayudaba, pero al menos el hombre estaba hablando.
– Permita que le pregunte algo que le parecerá un poco raro -dijo Muse.
Él asintió, y se echó hacia delante, deseoso de ayudar.
– ¿Le ha hablado Reba de que alguna de sus amigas tuviera problemas?
– No sé si entiendo qué quiere decir.
– Empecemos con esto. Doy por hecho que ningún conocido suyo ha desaparecido.
– ¿Quiere decir como mi esposa?
– Como cualquier cosa. Vayamos más allá. ¿Alguno de sus amigos está fuera o de vacaciones?
– Los Friedman están en Buenos Aires esta semana. Ella y Reba son muy amigas.
– Bien, bien. -Sabía que Clarence lo estaba apuntando todo. Lo comprobaría y se aseguraría de que la señora Friedman estaba donde debía estar-. Alguien más.
Neil se lo pensó, mordiéndose el interior de la boca.
– Estoy pensando -dijo.
– Relájese, no se preocupe. Algo raro con sus amigos, algún problema, lo que sea.
– Reba me dijo que los Colder tenían problemas matrimoniales.
– Muy bien. ¿Algo más?
– Tonya Eastman tuvo un mal resultado recientemente en una mamografía, pero todavía no se lo ha dicho a su marido. Le da miedo que la abandone. Es lo que me dijo Reba. ¿Es esto lo que preguntaba?
– Sí. Continúe.
Siguió hablando. Clarence tomó nota. Cuando Neil Cordova se quedó sin ideas, Muse fue directa al grano.
– ¿Señor Cordova?
Le miró a los ojos.
– Debo pedirle un favor. No quisiera darle explicaciones sobre por qué o qué puede significar…
Él la interrumpió.
– ¿Inspectora Muse?
– ¿Sí?
– No pierda tiempo consolándome. ¿Qué quiere?
– Tenemos un cadáver. No es su mujer, estamos seguros. ¿Comprende? No es su mujer. A esta mujer la hallaron muerta la noche anterior. No sabemos quién es.
– ¿Y creen que yo podría saberlo?
– Quiero que la vea y me lo diga.
El hombre tenía las manos sobre las rodillas y se sentaba demasiado erguido.
– De acuerdo -dijo-. Vamos.
Muse había pensado hacerlo con fotografías y ahorrarle el mal trago de ver el cadáver. Pero las fotos no sirven. Si se tenía una foto clara de la cara, aún, pero en este caso era como si la cara hubiera pasado por un cortacésped. No quedaban más que fragmentos de huesos y tendones colgando. Muse podría haberlo enseñado fotos del torso, con la altura y el peso apuntados, pero la experiencia decía que era difícil hacerse realmente una idea así.
Neil Cordova no se había preguntado sobre la razón de que le interrogaran allí, pero existía un motivo. Estaban en la calle Norfolk en Newark, el depósito del condado. Muse ya lo había planeado así para no perder tiempo trasladándose. Abrió la puerta. Cordova intentó mantener la cabeza alta. Su paso era firme, pero los hombros decían otra cosa: Muse veía que estaban encogidos bajo la americana.
El cadáver estaba preparado. Tara O'Neill, la forense, había envuelto la cara con gasa. Esto fue lo primero que notó Neil Cordova, las vendas, como si fuera una película de momias. Preguntó por qué estaba vendada.
– Su cara ha sufrido muchos daños -dijo Muse.
– ¿Cómo voy a reconocerla?
– Pensábamos que quizá el cuerpo, la altura, le recuerde algo.
– Creo que me ayudaría ver su cara.
– No le ayudará, señor Cordova.
Él tragó saliva y echó otro vistazo.
– ¿Qué le ha pasado?
– Le dieron una brutal paliza.
Se volvió a mirar a Muse.
– ¿Cree que a mi esposa le ha sucedido algo así?
– No lo sé.
Cordova cerró los ojos un momento, se serenó, los abrió y asintió.
– De acuerdo -asintió unas veces más-. De acuerdo, lo comprendo.
– Sé que no es fácil.
– Estoy bien. -Muse veía la humedad en sus ojos. Se los secó con la manga. Parecía tan niño al hacerlo que Muse estuvo a punto de abrazarlo. Vio que le daba la espalda al cadáver.
– ¿La conoce?
– No lo creo.
– No se precipite.
– El problema es que está desnuda. -Sus ojos seguían puestos en la cara vendada, como si intentara mantener el decoro-. Si es alguien que conozco, nunca la habría visto así, usted ya me entiende.
– Sí. ¿Le ayudaría si le pusiéramos ropa?
– No, no se preocupe. Es que… -frunció el ceño.
– ¿Qué?
Los ojos de Neil Cordova habían estado en la zona del cuello de la víctima. Ahora bajaron hasta las piernas.
– ¿Le pueden dar la vuelta?
– ¿Boca abajo?
– Sí. Necesito verle la parte de atrás de la pierna, más que nada. Pero sí.
Muse miró a Tara O'Neill, quien inmediatamente llamó a un ayudante. Cuidadosamente dieron la vuelta a la desconocida entre los dos. Cordova dio un paso adelante. Muse no se movió, porque no quería romper su concentración. Tara O'Neill y el ayudante se apartaron. Los ojos de Neil Cordova siguieron bajando por las piernas. Se detuvieron en la parte de atrás del tobillo derecho.
Había una marca de nacimiento.
Pasaron unos segundos hasta que Muse dijo:
– Señor Cordova.
– Sé quién es.
Muse esperó. Él se puso a temblar, se llevó la mano a la boca y cerró los ojos.
– Señor Cordova.
– Es Marianne -dijo-. Cielo santo, es Marianne.