Betsy Hill contempló cómo su marido, Ron, metía el Audi en el garaje. Seguía siendo un hombre muy guapo. Los cabellos canosos eran cada vez más grises, pero sus ojos azules, tan parecidos a los del hijo fallecido, todavía brillaban y la piel de su rostro seguía lisa. Al contrario que muchos de sus colegas, no había desarrollado barriga, hacía ejercicio y vigilaba lo que comía.
La foto que había sacado de la página de MySpace estaba sobre la mesa, delante de ella. Se había pasado la última hora sentada sin saber qué hacer. Los gemelos estaban con la hermana de Betsy. No quería que estuvieran en casa mientras solucionaba esto.
Oyó abrirse la puerta del garaje y después la voz de Ron gritando:
– ¿Bets?
– Estoy en la cocina, cariño.
Ron entró en la habitación con una sonrisa. Hacía mucho tiempo que no le veía sonreír y, en cuanto lo vio, Betsy escondió la foto debajo de una revista, fuera de la vista. Quería proteger aquella sonrisa, ni que fuera sólo unos minutos.
– Hola -dijo él.
– Hola, ¿cómo te ha ido?
– Bien, bien. -Seguía sonriendo-. Tengo una sorpresa.
– ¿Ah, sí?
Ron se inclinó, la besó en la mejilla y tiró un folleto sobre la mesa de la cocina. Betsy lo cogió.
– Un crucero de una semana -dijo él-. Mira el itinerario, Bets. He marcado la página con un post-it.
Ella volvió la página y miró. El crucero salía de Miami Beach y llegaba a las Bahamas, a St. Thomas y a una isla privada propiedad de la naviera.
– El mismo itinerario -dijo Ron-. Exactamente el mismo itinerario que en nuestra luna de miel. El barco es diferente, claro. Aquel viejo buque ya no navega. Éste es nuevo. He reservado la primera cubierta, una cabina con terraza. Y he encontrado a alguien para que cuide a Bobby y a Kari.
– No podemos dejar solos a los gemelos una semana.
– Claro que podemos.
– Todavía son demasiado vulnerables, Ron.
La sonrisa empezó a desvanecerse.
– Estarán perfectamente.
«Quiere ponerle fin a esto», pensó ella. «No es que me parezca mal. La vida sigue. Ésta es su manera de afrontarlo». Quería acabar con esto. Y algún día, estaba segura de que también querría acabar con ella. Quizá se quedaría por los gemelos, pero todos los buenos recuerdos: el primer beso frente a la biblioteca, la noche en la playa, el espectacular crucero de luna de miel a pleno sol, los dos arrancando aquel horrible papel pintado de su primera casa, los días en el mercado de granjeros cuando se reían con tantas ganas que se les caían las lágrimas, todo eso se había esfumado.
Cuando Ron la veía, veía a su hijo muerto.
– ¿Bets?
Ella asintió.
– Creo que tienes razón.
Él se sentó a su lado y le cogió la mano.
– Hoy he hablado con Sy. Necesitan un director en la nueva oficina de Atlanta. Sería una gran oportunidad.
Quiere salir corriendo, volvió a pensar ella. Por ahora quiere que ella vaya con él, pero ella siempre le provocará dolor.
– Te quiero, Ron.
– Yo también te quiero, cielo.
Quería que fuera feliz. Quería dejarle marchar porque Ron sí tenía esta capacidad. Necesitaba huir. No podía afrontarlo. No podía huir con ella. Siempre le recordaría a Spencer y aquella horrible noche en la azotea del instituto. Pero ella lo amaba, lo necesitaba. Aunque fuera egoísta, le aterraba la idea de perderlo.
– ¿Qué piensas de lo de Atlanta? -preguntó él.
– No lo sé.
– Te encantará.
Ella había pensado en mudarse, pero Atlanta estaba muy lejos. Ella había vivido toda la vida en Nueva Jersey.
– Son muchas cosas de golpe -dijo Ron-. Iremos paso a paso. Primero el crucero, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Quiere estar en cualquier parte menos aquí. Quiere volver atrás. Ella lo intentaría, pero no lo conseguiría. No se puede volver atrás. Jamás. Menos aún teniendo a los gemelos.
– Voy a cambiarme -dijo Ron.
Volvió a besarla en la mejilla. Sus labios estaban fríos. Como si ya se hubiese marchado. Le perdería. Tardaría tres meses o dos años, pero el único hombre al que había amado la dejaría. Sentía cómo se alejaba de ella incluso mientras la besaba.
– ¿Ron?
Él se detuvo con una mano en la barandilla de la escalera. Cuando miró hacia atrás, fue como si lo hubieran pillado, como si hubiera perdido una oportunidad de huir limpiamente. Se le hundieron los hombros.
– Quiero enseñarte algo -dijo Betsy.
Tia estaba en una sala de reuniones del Boston Four Season's, mientras Brett, el gurú de la informática de la oficina, aporreaba su ordenador portátil. Miró el identificador de llamadas y vio que era Mike.
– ¿A punto de ir al partido?
– No -dijo él.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Adam no está en casa.
– ¿No ha venido a casa?
– Ha venido, ha estado un rato en su habitación y después se ha ido.
– ¿Ha dejado sola a Jill?
– Sí.
– No es propio de él.
– Lo sé.
– Aunque haya sido muy irresponsable últimamente, lo de dejar a su hermana sola…
– Lo sé.
Tia pensó un momento.
– ¿Le has llamado al móvil?
– Por supuesto que le he llamado al móvil. ¿Crees que soy estúpido?
– Eh, no la tomes conmigo -dijo Tia.
– Pues no me hagas preguntas estúpidas. Por supuesto que le he llamado. Le he llamado varias veces. Incluso he dejado mensajes desesperados pidiendo que me llamara.
Tia vio que Brett fingía no estar escuchando. Se apartó de él.
– Lo siento -dijo-. No pretendía…
– Yo tampoco. Los dos estamos nerviosos.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Qué podemos hacer? -dijo Mike-. Yo esperaré aquí.
– ¿Y si no viene a casa?
Hubo un silencio.
– No quiero que vaya a esa fiesta -dijo Mike.
– Yo tampoco.
– Pero si voy y me lo llevo…
– Sería muy raro.
– ¿Tú qué opinas? -preguntó Mike.
– Creo que deberías ir y llevártelo. Puedes intentar ser sutil.
– ¿Cómo se hace eso?
– Ni idea. La fiesta no empezará hasta dentro de dos horas probablemente. Podemos pensarlo.
– Sí, bueno. A lo mejor tengo suerte y lo encuentro antes.
– ¿Has llamado a casa de sus amigos? ¿A Clark y a Olivia?
– Tia.
– Vale, por supuesto que has llamado. ¿Quieres que vuelva?
– ¿Para hacer qué?
– No lo sé.
– Aquí no podrías hacer nada. Puedo encargarme yo solo. No debería ni haberte llamado.
– Sí, sí debías llamarme. No intentes protegerme de estas cosas. No quiero que me mantengas al margen.
– No lo haré, no te preocupes.
– Llámame en cuanto sepas algo de él.
– Descuida.
Tia colgó.
Brett levantó la cabeza del ordenador.
– ¿Problemas?
– ¿Estabas escuchando?
Brett se encogió de hombros.
– ¿Por qué no echas un vistazo a su informe de E-SpyRight?
– Le diré a Mike que lo revise más tarde.
– Puedes hacerlo desde aquí.
– Creía que sólo podía sacarlo con mi ordenador.
– No. Puedes acceder a él en cualquier parte con conexión a Internet.
Tia arrugó el entrecejo.
– No parece muy seguro.
– Sigues necesitando la identificación y la contraseña. Sólo tienes que ir a la página de E-SpyRight y entrar. A lo mejor tu hijo ha recibido un mensaje o algo.
Tia se lo pensó.
Brett se acercó al portátil y tecleó algo. Lo giró hacia ella. La página de E-SpyRight estaba en la pantalla.
– Voy a buscar un refresco abajo -dijo-. ¿Te subo algo?
Ella negó con la cabeza.
– Todo tuyo -dijo Brett.
Brett fue hacia la puerta. Tia se sentó en la silla y empezó a teclear. Sacó el informe y pidió todo lo que se hubiera recibido aquel día. No había casi nada, sólo una conversación de mensajería instantánea con el misterioso CeJota8115.
CeJota8115: ¿Qué pasa?
HockeyAdam1117: Su madre me ha abordado después de clase.
CeJota8115: ¿Qué ha dicho?
HockeyAdam1117: Sabe algo.
CeJota8115: ¿Qué le has dicho?
HockeyAdam1117: Nada. He salido corriendo.
CeJota8115: Hablaremos esta noche.
Tia volvió a leerlo. Después cogió el móvil y apretó la tecla de marcado rápido.
– ¿Mike?
– ¿Qué?
– Encuéntralo. Encuéntralo cueste lo que cueste.
Ron sujetaba la fotografía.
La veía, pero Betsy se daba cuenta de que había dejado de mirarla. Su lenguaje corporal no presagiaba nada bueno. Se agitaba y se ponía cada vez más tenso. Dejó la foto sobre la mesa y cruzó los brazos. Volvió a cogerla.
– ¿Qué cambia esto? -preguntó.
Se puso a parpadear rápidamente, como un niño pequeño cuando no encuentra una palabra especialmente difícil. Verlo así aterrorizó a Betsy. Hacía años que Ron no parpadeaba así. Su suegra le había explicado que Ron había recibido muchas palizas cuando hacía segundo y que se lo había ocultado. Fue entonces cuando empezó el parpadeo. Con la edad había mejorado. Ahora apenas le sucedía. Betsy ni siquiera le había visto parpadear después de enterarse de lo de Spencer.
Ojalá hubiera podido recuperar la foto. Ron había llegado a casa con deseos de conectar con ella y ella le había dado una bofetada.
– No estaba solo aquella noche -dijo ella.
– ¿Y?
– ¿No has oído lo que he dicho?
– Quizá salió primero con sus amigos. ¿Y qué?
– ¿Por qué no han dicho nada?
– ¿Quién sabe? Quizá porque tenían miedo, quizá porque Spencer les pidió que no lo contaran, o quizá, seguramente, te equivocas de día. Quizá los vio sólo un momento y después se fue. Quizá esta foto se sacó ese día, pero mucho antes.
– No. He hablado con Adam Baye en el instituto…
– ¿Que has hecho qué?
– Le he esperado a la salida de clase. Le he enseñado la foto.
Ron meneó la cabeza.
– Ha huido de mí. Está claro que pasa algo.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Pero recuerda que Spencer tenía un golpe en el ojo cuando la policía lo encontró.
– Ya nos lo explicaron. Probablemente se desmayó y cayó de bruces.
– O quizá alguien le golpeó.
La voz de Ron bajó de tono.
– Nadie le golpeó, Bets.
Betsy no dijo nada. El parpadeo empeoró. Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de Ron. Ella quiso tocarle, pero él se apartó.
– Spencer mezcló pastillas y alcohol. ¿Lo entiendes o no, Betsy?
– No dijo nada.
– Nadie le obligó a robar esa botella de vodka de nuestro armario. Nadie le obligó a tomarse esas pastillas de mi botiquín. Donde yo las había dejado. A la vista de todos. Lo sabes, ¿no? Era mi frasco de pastillas, sí, me lo dejé fuera. Las pastillas que sigo pidiendo que me receten a pesar de que debería haber superado el dolor y dejarlas, ¿no?
– Ron, no es eso…
– ¿No es qué? ¿Te crees que no me doy cuenta?
– ¿De qué te das cuenta? -preguntó. Pero ya lo sabía-. No te culpo, lo juro.
– Sí me culpas.
Ella negó con la cabeza. Pero él ya no lo vio porque se había levantado y había salido por la puerta.