23

Tia abrió la puerta antes de que Betsy Hill pudiera llamar y preguntó sin preámbulos:

– ¿Sabes dónde está Adam?

La pregunta sobresaltó a Betsy Hill. Abrió mucho los ojos y se paró. Vio la cara de Tia y sacudió la cabeza rápidamente.

– No -dijo-, no tengo ni idea.

– Entonces ¿a qué has venido?

Betsy Hill negó con la cabeza.

– ¿Adam ha desaparecido?

– Sí.

La cara de Betsy palideció. Tia sólo podía imaginar el horrible recuerdo que aquello le evocaba. ¿No había ya pensado Tia en lo parecido que era todo aquello a lo que le había ocurrido a Spencer?

– ¿Tia?

– Sí.

– ¿Habéis mirado en la azotea del instituto?

Donde hallaron a Spencer.

No hubo más palabras ni discusiones. Tia gritó a Jill que volvía enseguida -Jill pronto sería lo bastante mayor para dejarla sola a ratos y no se podía evitar- y entonces ambas mujeres corrieron hacia el coche de Betsy Hill.

Condujo Betsy. Tia estaba paralizada en el asiento del pasajero. Habían avanzado un par de calles cuando Betsy dijo:

– Ayer hablé con Adam.

Tia oyó las palabras, pero no las comprendió realmente.

– ¿Qué?

– ¿Sabes el recordatorio que crearon para Spencer en MySpace?

Tia intentó despejar la niebla y prestar atención. El recordatorio en MySpace. Recordaba que le habían hablado de él hacía meses.

– Sí.

– Había una foto nueva colgada.

– No comprendo.

– Se tomó justo antes de que Spencer muriera.

– Creía que estaba solo, la noche en que murió -dijo Tia.

– Yo también.

– Sigo sin comprender.

– Creo que Adam estaba con Spencer aquella noche -dijo Betsy Hill.

Tia se volvió a mirarla. Betsy Hill tenía los ojos fijos en la carretera.

– ¿Y ayer hablaste de esto con él?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En el aparcamiento de la escuela.

Tia recordó los mensajes instantáneos con CeJota8115:

¿Qué pasa?

Su madre me ha abordado después de clase.

– ¿Por qué no acudiste a mí? -preguntó Tia.

– Porque no quería oír tu explicación, Tia -dijo Betsy. Su voz tenía un punto de histeria-. Quería oír la de Adam.

El instituto, un edificio ancho de ladrillos sosos, se alzaba en la distancia. Betsy apenas había parado el coche cuando Tia ya había bajado y corría hacia el edificio de ladrillo. Recordaba que el cuerpo de Spencer había sido hallado en una de las azoteas más bajas, un escondrijo famoso para fumar desde tiempos inmemoriales. Una de las ventanas tenía un saliente. Los alumnos saltaban sobre él y de allí escalaban el canalón.

– Espera -gritó Betsy Hill.

Pero Tia estaba casi arriba. Aunque era sábado, había muchos coches en el aparcamiento. Todoterrenos y monovolúmenes. Había partidos de béisbol infantiles y revisiones de fútbol. Había padres en los márgenes con tazas de Starbucks en la mano, hablando por el móvil, sacando fotos con teleobjetivos, manoseando BlackBerrys. A Tia nunca le había gustado acudir a los actos deportivos de Adam porque, por mucho que se esforzara, se acababa involucrando demasiado. Detestaba a los padres prepotentes que vivían y respiraban para las proezas atléticas de sus hijos -le parecían a la vez mezquinos y dignos de compasión- y no quería parecerse en nada a ellos. Pero cuando era testigo de la competencia de su propio hijo, le preocupaba tanto la felicidad de Adam, que sus altos y bajos la consumían.

Tia se secó las lágrimas y siguió corriendo. Cuando llegó al saliente, se paró en seco.

Ya no estaba donde debía estar.

– Lo eliminaron después de hallar a Spencer -dijo Betsy, llegando detrás de ella-. Querían asegurarse de que los alumnos no pudieran volver a subir. Lo siento. Lo había olvidado.

Tia miró hacia arriba.

– Los niños siempre encuentran otra manera de subir -dijo.

– Lo sé.

Tia y Betsy buscaron otra manera de subir, pero no la encontraron. Corrieron hacia la entrada principal. La puerta estaba cerrada, así que la golpearon hasta que apareció un guardia con el nombre KARL bordado en el uniforme.

– Está cerrado -dijo Karl a través de la puerta de cristal.

– Tenemos que subir a la azotea -gritó Tia.

– ¿A la azotea? -Frunció el ceño-. ¿Para qué quieren subir?

– Tiene que dejarnos pasar, por favor -suplicó Tia.

El guardia miró hacia la derecha y cuando vio a Betsy Hill, se sobresaltó. Sin duda la había reconocido. Sin añadir nada más, cogió las llaves y abrió la puerta.

– Por aquí -dijo.

Todos echaron a correr. A Tia le latía el corazón con tanta fuerza que estaba segura de que le estallaría dentro de la caja torácica. Todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Karl abrió una puerta y señaló el rincón. Había una escalera clavada a la pared, de las que normalmente se asocian a un submarino. Tia no dudó. Corrió hacia ella y trepó. Betsy Hill la siguió de cerca.

Llegaron a la azotea, pero estaban en el lado contrario del que querían estar. Tia corrió sobre la grava y el alquitrán, con Betsy pisándole los talones. Las azoteas estaban a distintos niveles. En un caso tuvieron que saltar casi un piso entero. Ambas saltaron sin dudar.

– Detrás de aquel rincón -gritó Betsy.

Dieron la vuelta hacia la azotea a la que querían llegar y se detuvieron.

No había ningún cuerpo.

Esto era lo principal. Adam no estaba. Pero sí había habido gente.

Había botellas de cerveza rotas. Había colillas y lo que parecían restos de canutos. ¿Cómo los llamaban? Tachas. Pero esto no fue lo que paralizó a Tia.

Había velas.

Docenas de velas. La mayoría estaban totalmente consumidas. Tia se acercó y las tocó. Los restos estaban casi todos endurecidos, pero uno o dos seguían estando maleables, como si se hubieran quemado hacía poco.

Tia se volvió. Betsy Hill estaba detrás de ella. No se movió. No lloró. Se quedó mirando las velas en silencio.

– ¿Betsy?

– Allí es donde hallaron el cuerpo de Spencer -dijo.

Tia se puso en cuclillas, miró las velas, supo que le sonaban.

– Justo donde están las velas. En ese lugar concreto. Vine antes de que se llevaran a Spencer. Insistí en venir. Querían bajarlo, pero yo dije que no. Primero quería verlo. Quería ver dónde había muerto mi hijo.

Betsy dio un paso más. Tia no se movió.

– Utilicé el saliente, el que han eliminado. Uno de los agentes de policía intentó echarme una mano. Lo mandé a la mierda. Los hice retroceder a todos. Ron creía que me había vuelto loca. Intentó disuadirme, pero yo subí. Y Spencer estaba allí. Dónde estás tú ahora. Estaba de costado. Tenía las piernas encogidas en posición fetal. Así era como dormía siempre. En posición fetal. Hasta los diez años se chupaba el dedo para dormir. ¿Miras a tus hijos mientras duermen, Tia?

Tia asintió.

– Creo que todos los padres lo hacen.

– ¿Por qué crees que lo hacemos?

– Porque parecen muy inocentes.

– Quizá. -Betsy sonrió-. Pero yo creo que es porque podemos contemplarlos y maravillarnos y no nos sentimos raros. Si los miras así durante el día, se creerían que estás chiflada. Pero mientras duermen…

Se le quebró la voz. Echó un vistazo y dijo:

– Esta azotea es muy grande.

Tia estaba confundida con el cambio de tema.

– Eso parece.

– La azotea -repitió Betsy-. Es grande. Hay botellas rotas por todas partes.

Miró a Tia. Sin saber exactamente qué decir, se decidió por:

– Entendido.

– Los que quemaron estas velas -siguió Betsy- eligieron el punto exacto en el que encontraron a Spencer. No salió en el periódico. ¿Cómo lo sabían, entonces? Si Spencer estaba solo aquella noche, ¿cómo sabían dónde había muerto exactamente para encender las velas?


Mike llamó a la puerta.

Se quedó en el escalón y esperó. Mo se quedó en el coche. Estaban a menos de dos kilómetros de donde habían agredido a Mike la noche anterior. Deseaba volver al callejón, ver si podía recordar algo o deducir algo, lo que fuera. No tenía la más mínima pista. Se movía, indagaba y esperaba que algo le condujera más cerca de su hijo.

Sabía que esta parada probablemente era su mejor baza.

Llamó a Tia y le dijo que no había sacado nada de Huff. Tia le había contado su visita con Betsy Hill a la escuela. Betsy seguía en la casa.

– Adam ha estado más retraído desde el suicidio -dijo Tia.

– Lo sé.

– Puede que aquella noche sucediera algo más.

– ¿Como qué?

Silencio.

– Betsy y yo tenemos que hablar -dijo Tia.

– Sé prudente, ¿de acuerdo?

– ¿Qué quieres decir?

Mike no contestó, pero ambos lo sabían. La verdad era que, por horrible que pareciera, sus intereses y los de los Hill no eran del todo armónicos. Ninguno de los dos quería decirlo. Pero ambos lo sabían.

– Primero encontrémoslo -dijo Tia.

– Es lo que intento. Tú inténtalo a tu manera, y yo a la mía.

– Te quiero, Mike.

– Yo también te quiero.

Mike volvió a llamar. No hubo ninguna respuesta. Iba a llamar por tercera vez cuando se abrió la puerta. Anthony el gorila apareció en el umbral. Dobló sus brazos enormes y dijo:

– Está hecho un mapa.

– Gracias, muy amable.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Entré en la red y busqué fotografías recientes del equipo de fútbol de Dartmouth. Se licenció el año pasado. Su dirección está en la página de alumnos.

– Qué listo -dijo Anthony con una sonrisita-. Los de Dartmouth somos muy listos.

– Me agredieron en el callejón.

– Sí, ya lo sé. ¿Quién cree que llamó a la policía?

– ¿Usted?

Él se encogió de hombros.

– Vamos. Demos una vuelta.

Anthony salió y cerró la puerta. Iba vestido con ropa de deporte. Unos pantalones cortos y una de esas camisetas sin mangas ajustadas que se habían puesto de moda no sólo con tipos como Anthony, que podían permitírselas, sino con los de la edad de Mike que sencillamente no podían.

– Esto es sólo un trabajito de verano -dijo Anthony-. Lo del club. Pero me gusta. En otoño pienso ir a la facultad de derecho de Columbia.

– Mi esposa es abogada.

– Sí, lo sé. Y usted es médico.

– ¿Cómo lo sabe?

Sonrió.

– Usted no es el único que puede utilizar sus relaciones universitarias.

– ¿Me buscó en la red?

– No. Llamé al actual entrenador de hockey, un tipo llamado Ken Karl, que también había trabajado de entrenador defensivo en el equipo de fútbol. Le describí, le dije que afirmaba haber sido elegido mejor jugador aficionado nacional. Dijo «Mike Baye» enseguida. Dice que era uno de los mejores jugadores de hockey que han pasado por la escuela. Todavía goza de cierta reputación.

– ¿Significa esto que tenemos algo en común, Anthony?

El hombretón no contestó.

Bajaron los escalones. Anthony dobló a la derecha. Un hombre que venía en dirección contraria gritó: «¡Eh, Ant!», y los dos hombres realizaron un complicado apretón de manos antes de continuar.

– Cuénteme qué sucedió anoche -suplicó Mike.

– Tres o cuatro hombres le dieron una paliza brutal. Oí el jaleo. Cuando llegué, estaban huyendo. Uno de ellos tenía una navaja. Creía que se lo habían cargado.

– ¿Les asustó usted?

Anthony se encogió de hombros.

– Gracias.

Otro encogimiento de hombros.

– ¿Llegó a verlos?

– Las caras no. Pero eran blancos. Con muchos tatuajes. Vestidos de negro. Mugrientos, flacos y sin duda colocados a lo bestia. Muy rabiosos. Uno se agarraba la nariz y maldecía. -Anthony sonrió-. Creo que se la partió.

– ¿Y fue usted quien llamó a la policía?

– Sí. No entiendo cómo no está en la cama. Creía que estaría fuera de circulación al menos una semana.

Siguieron caminando.

– Anoche, el chico de la chaqueta universitaria -dijo Mike-. ¿Le había visto antes?

Anthony no dijo nada.

– También reconoció a mi hijo.

Anthony paró. Sacó unas gafas que llevaba colgadas de la camiseta y se las puso. Le tapaban los ojos. Mike esperó.

– Nuestra gran conexión no llega tan lejos, Mike.

– Ha dicho que le sorprendía que no estuviera en cama.

– Y me sorprende.

– ¿Quiere saber por qué?

Él se encogió de hombros.

– Mi hijo sigue desaparecido. Se llama Adam. Tiene dieciséis años, y creo que corre un gran peligro.

Anthony siguió caminando.

– Siento oírle decir eso.

– Necesito información.

– ¿Le parece que soy las Páginas Amarillas? Yo vivo aquí. No hablo de las cosas que veo.

– No me venga con esa estupidez del código de la calle.

– Pues usted no me venga a mí con esa estupidez de que los «alumnos de Dartmouth se apoyan».

Mike puso una mano en el gran brazo del hombre.

– Necesito su ayuda.

Anthony se apartó y siguió caminando, ahora más rápido. Mike corrió detrás de él.

– No me marcharé, Anthony.

– No creía que fuera a marcharse -dijo él. Se detuvo-. ¿Le gustaba aquello?

– ¿Qué?

– Dartmouth.

– Sí -dijo Mike-. Me gustaba mucho.

– A mí también. Era como otro mundo. Usted ya me entiende.

– Sí.

– En este barrio nadie conocía aquella escuela.

– ¿Cómo acabó allí?

Él sonrió y se ajustó las gafas.

– ¿Quiere decir un negrata de la calle como yo en la pura y blanca Dartmouth?

– Sí -dijo Mike-. Eso es exactamente lo que quiero decir.

– Era un buen jugador de fútbol, quizá muy bueno. Me reclutó la División 1A. Podría haber sido de los diez mejores.

– ¿Pero?

– Pero yo conocía mis limitaciones. No era bastante bueno para ser profesional. ¿Qué sentido tenía entonces? Sin educación y un diploma de risa. Así que me fui a Dartmouth. Carrera gratis y un título en artes liberales. Pase lo que pase, siempre tendré un título de la Ivy League.

– Y ahora irá a la Universidad de Columbia.

– Así es.

– ¿Y después? ¿Cuando se haya graduado?

– Me quedaré en el barrio. No he hecho esto para salir de aquí. Me gusta esto. Quiero mejorarlo.

– Está bien ser un tío legal.

– Sí, y está mal ser un chivato.

– No puede pasar de esto, Anthony.

– Sí, ya.

– En otras circunstancias, me encantaría seguir charlando de nuestra alma máter -dijo Mike.

– Pero tiene que salvar a su hijo.

– Así es.

– He visto a su hijo otras veces, creo. Bueno, a mí todos me parecen iguales, con esa ropa negra y las caras malhumoradas, como si el mundo les debiera algo y eso les cabreara. Me cuesta simpatizar con ellos. Aquí la gente se coloca para escapar. ¿De qué tienen que escapar esos mocosos?: ¿de una gran casa y unos padres que los adoran?

– No es tan sencillo -dijo Mike.

– Ya me lo imagino.

– Yo también salí de la nada. A veces creo que es más fácil. La ambición es natural cuando no tienes nada. Sabes lo que quieres.

Anthony no dijo nada.

– Mi hijo es un buen muchacho. Ahora lo está pasando mal. Mi obligación es protegerlo hasta que encuentre la forma de volver a su camino.

– Su obligación. No la mía.

– ¿Le vio anoche, Anthony?

– Podría ser. No sé mucho. Es la verdad.

Mike se limitó a mirarlo.

– Hay un club para menores. Se supone que es un lugar seguro para los adolescentes. Tienen consejeros y terapeutas y cosas así, pero se dice que eso sólo es una fachada para desmadrarse.

– ¿Dónde está?

– A dos o tres manzanas de mi club.

– Y al decir que «sólo es una fachada para desmadrarse», ¿a qué se refiere exactamente?

– ¿A qué creo que me refiero? A drogas, alcohol y todo eso. Se rumorea que se juega con el control mental y tonterías así. Pero yo no me lo trago. Una cosa sí: si no se quieren líos es mejor no meter las narices en ese lugar.

– ¿Por?

– Porque también tienen fama de ser muy peligrosos. Con conexiones mañosas quizá. No lo sé. Pero nadie se mete con ellos. Por eso.

– ¿Y cree que mi hijo lo frecuentaba?

– Si estaba en el barrio y tenía dieciséis años, sí. Sí, creo que lo más seguro es que fuera allí.

– ¿Tiene nombre ese local?

– Club Jaguar, creo. Tengo la dirección.

Le dio la dirección a Mike y éste le dio su tarjeta.

– Están todos mi teléfonos -dijo Mike.

– Ya.

– Si ve a mi hijo…

– No soy un canguro, Mike.

– Claro. Mi hijo tampoco es un bebé.

Tia miraba la fotografía de Spencer Hill.

– ¿Cómo puedes estar segura de que es Adam?

– No lo estaba -dijo Betsy Hill-. Pero luego hablé con él.

– Puede que se asustara al ver una foto de su amigo fallecido.

– Puede ser -dijo Betsy en un tono que significaba claramente: «Ni lo sueñes».

– ¿Y estás segura de que esta foto se tomó la noche en que murió?

– Sí.

Tia asintió y las dos callaron un momento. Estaban otra vez en casa de los Baye. Jill estaba arriba viendo la tele. Les llegaban sonidos de Hannah Montana. Tia no se movió y Betsy tampoco.

– ¿Qué crees que significa esto, Betsy?

– Todos dijeron que no habían visto a Spencer aquella noche. Que estaba solo.

– ¿Y tú crees que esto significa que sí lo vieron?

– Sí.

Tia insistió un poco más.

– Y si no estaba solo, ¿qué significaría?

Betsy se lo pensó.

– No lo sé.

– Recibiste una nota de suicidio, ¿no?

– En el móvil. Cualquiera puede mandar un mensaje de texto.

Tia se dio cuenta de nuevo. En cierto sentido las dos madres estaban en bandos contrarios. Si lo que Betsy Hill decía de la fotografía era cierto, entonces Adam había mentido. Y si Adam había mentido, entonces ¿quién podía saber qué había ocurrido realmente aquella noche?

Por eso Tia no le habló de los mensajes instantáneos con CeJota8115, los de la madre que había abordado a Adam. Todavía no. Hasta que no supiera algo más.

– Pasé por alto algunas señales -dijo Betsy.

– ¿Como cuáles?

Betsy Hill cerró los ojos.

– ¿Betsy?

– Una vez lo espié. No fue realmente espiar, pero… Spencer estaba en el ordenador y cuando salió de su habitación, eché un vistazo. Para ver qué estaba mirando. Creo que no debería haberlo hecho, ¿sabes? No estuvo bien invadir su intimidad de aquella manera.

Tia no dijo nada.

– Pero, en fin, le di a la flecha negra, la que está arriba del buscador.

Tia asintió.

– Y… y había estado visitando páginas de suicidio. Había historias de niños que se habían suicidado. Cosas así. No miré mucho. Y nunca hice nada al respecto. Me quedé bloqueada.

Tia miró a Spencer en la fotografía. Buscó señales de que el chico estaría muerto a las pocas horas, como si esto pudiera vérsele en la cara. No vio nada, pero ¿qué significaba esto?

– ¿Le has enseñado esta foto a Ron? -preguntó.

– Sí.

– ¿Qué conclusión ha sacado?

– Se pregunta qué diferencia hay. Nuestro hijo se suicidó, dice, o sea que ¿adónde quieres ir a parar, Betsy? Cree que estoy haciendo esto para obtener alguna clase de conclusión.

– ¿No es así?

– Conclusión -repitió Betsy, casi escupiendo la palabra como si le supiera mal en la boca-. ¿Se puede saber qué significa? Como si allí arriba hubiera una puerta y yo pudiera atravesarla y después cerrarla y Spencer se quedara al otro lado. No es eso lo que quiero, Tia. ¿Puedes imaginarte algo peor que obtener una conclusión?

Se callaron, y la fastidiosa risa de la película de Jill era lo único que oían.

– La policía cree que tu hijo se ha fugado -dijo Betsy-. Cree que el mío se suicidó.

Tia asintió.

– Pero supongamos que se equivocan. Supongamos que se equivocan con ambos.

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