31

Betsy Hill estaba sentada en el suelo de la habitación de su hijo. Tenía el móvil de Spencer en la mano. La batería estaba descargada desde hacía tiempo. Sólo lo tenía en la mano y lo miraba y no estaba segura de lo que debía hacer.

El día después de que hallaran muerto a su hijo, había encontrado a Ron vaciando la habitación, tal como había hecho con la silla de la cocina de Spencer. Pero Betsy lo detuvo de una forma que no admitía réplica. Una cosa era una silla y otra, todas sus cosas; hasta Ron podía ver la diferencia.

Después del suicidio muchos días se tumbaba en el suelo en posición fetal y lloraba. Le dolía mucho el estómago. Sólo deseaba morir, nada más, dejar que la agonía la venciera y la devorara. Pero no se moría. Ponía las manos sobre la cama, alisando las sábanas. Enterraba la cara en su almohada, pero el olor se había esfumado.

¿Cómo podía haber ocurrido?

Pensó en su conversación con Tia Baye, en lo que significaba, en lo que podía significar en última instancia. Nada en realidad. Al final Spencer seguía muerto. En esto Ron llevaba razón. Saber la verdad no cambiaría nada, ni siquiera la ayudaría a sentirse mejor. Saber la verdad no le daría aquella maldita «conclusión», porque lo cierto es que no la deseaba. ¿Qué madre, una madre que ya había fallado tanto a su hijo, querría seguir adelante, dejar de sufrir, recibir alguna clase de dispensa?

– Eh.

Miró. Ron estaba en el umbral. Intentó sonreírle. Betty se guardó el móvil en el bolsillo de atrás.

– ¿Estás bien? -preguntó él.

– ¿Ron?

Él esperó.

– Necesito descubrir qué pasó en realidad aquella noche.

– Lo sé -dijo Ron.

– No me devolverá a Spencer -dijo ella-. Lo sé. Ni siquiera nos hará sentir mejor. Pero siento que necesito hacerlo de todos modos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– No lo sé.

Ron asintió. Entró en la habitación y se inclinó hacia ella. Por un momento ella pensó que iba a abrazarla y el cuerpo se le puso rígido sólo de pensarlo. Él se detuvo al verlo, parpadeó y volvió a incorporarse.

– Más vale que me vaya -dijo.

Se volvió y salió. Betsy sacó el teléfono del bolsillo. Lo conectó al cargador y lo encendió. Todavía con el móvil en la mano, Betsy se acurrucó en posición fetal y lloró. Pensó en su hijo en esa misma posición fetal -¿esto también era hereditario?- en aquella fría y dura azotea.

Miró las llamadas en el móvil de Spencer. No encontró sorpresas. Ya lo había mirado otras veces, pero ahora hacía semanas que no lo hacía. Aquella noche Spencer llamó a Adam Baye tres veces. La última vez que habló con él fue una hora antes del mensaje de suicidio. Aquella llamada sólo duró un minuto. Adam dijo que Spencer le había dejado un mensaje confuso. Ahora Betty se preguntaba si sería mentira.

La policía había encontrado este móvil en la azotea junto al cadáver de Spencer.

Ahora lo tenía en la mano y cerraba los ojos. Estaba medio dormida, meciéndose en ese estadio entre el sueño y la vigilia, cuando oyó sonar el teléfono. Por un momento creyó que era el móvil de Spencer, pero no, era el teléfono fijo.

Betsy quería dejar que saltara el contestador, pero podía ser Tia Baye. Logró levantarse del suelo. Había un teléfono en la habitación de Spencer. Comprobó el identificador y vio un número conocido.

– ¿Diga?

Un silencio.

– ¿Diga?

Entonces una voz juvenil ahogada por las lágrimas dijo:

– La he visto con mi madre en la azotea.

Betsy se incorporó.

– ¿Adam?

– Lo siento mucho, señora Hill.

– ¿Desde dónde llamas? -preguntó Betsy.

– Desde un teléfono público.

– ¿Dónde?

Oyó más sollozos.

– ¿Adam?

– Spencer y yo solíamos quedar detrás de su patio. En aquel bosque donde tenían el columpio. ¿Sabe dónde le digo?

– Sí.

– Podemos vernos allí.

– De acuerdo, ¿cuándo?

– A Spencer y a mí nos gustaba porque se puede ver a todos los que vienen y van. Si se lo dice a alguien, le veré. Prométame que no se lo dirá a nadie.

– Lo prometo. ¿Cuándo?

– Dentro de una hora.

– De acuerdo.

– ¿Señora Hill?

– ¿Sí?

– Lo que le pasó a Spencer -dijo Adam-. Fue culpa mía.


En cuanto Mike y Tia entraron en su calle, vieron al hombre de los cabellos largos y las uñas sucias paseando por su césped.

– ¿No es ése Brett, de tu oficina? -preguntó Mike.

Tia asintió.

– Le he pedido que revisara lo del correo electrónico. El de la fiesta de los Huff.

Entraron en su paseo. Susan y Dante Loriman también estaban fuera. Dante los saludó. Mike le devolvió el saludo. Miró a Susan. Ella levantó forzadamente una mano y después fue hacia la puerta de su casa. Mike volvió a saludar y se volvió. Ahora no tenía tiempo.

Sonó su móvil. Mike miró el número y frunció el ceño.

– ¿Quién es? -preguntó Tia.

– Ilene -dijo-. Los federales también la han interrogado. Debo contestar.

Tia asintió.

– Yo hablaré con Brett.

Tia bajó del coche. Brett todavía estaba paseando, animadamente, hablando consigo mismo. Ella le llamó y se detuvo.

– Alguien te está liando, Tia -dijo Brett.

– ¿Cómo?

– Debo entrar y revisar el ordenador de Adam para asegurarme.

Tia quería seguir preguntando, pero sería una pérdida de tiempo. Abrió la puerta y dejó entrar a Brett. Él conocía el camino.

– ¿Le habéis contado a alguien lo que os puse en el ordenador? -preguntó.

– ¿Lo del programa espía? No. Bueno, anoche sí. A la policía, claro.

– ¿Y antes de eso qué? ¿Se lo dijisteis a alguien?

– No. Mike y yo no estábamos muy orgullosos. Ah, espera, a nuestro amigo Mo.

– ¿A quién?

– Es prácticamente el padrino de Adam. Mo nunca le haría ningún daño a nuestro hijo.

Brett se encogió de hombros. Estaban en la habitación de Adam. El ordenador estaba encendido. Brett se sentó y empezó a teclear. Sacó los correos de Adam e introdujo un programa. La pantalla se llenó de símbolos. Tia observaba sin entender nada.

– ¿Qué estás buscando?

Él se recogió los cabellos grasientos detrás de la oreja y estudió la pantalla.

– Espera. El correo del que me hablaste fue borrado, ¿te acuerdas? Quería comprobar si tenía alguna clase de función temporal de envío, no… Y entonces… -Calló-. Un momento… vale, sí.

– ¿Sí qué?

– Es que es muy raro. Dices que Adam no estaba cuando recibió el mensaje. Pero sabemos que el mensaje se leyó en este ordenador, ¿no?

– Sí.

– ¿Tienes algún candidato?

– La verdad es que no. Ninguno de nosotros estaba en casa.

– Porque esto es lo interesante. El mensaje no sólo se leyó en el ordenador de Adam, también se mandó desde aquí.

Tia hizo una mueca.

– ¿O sea que entró alguien, encendió el ordenador, le mandó un mensaje desde su ordenador sobre una fiesta en casa de los Huff, lo abrió y después lo borró?

– Es más o menos lo que digo.

– ¿Por qué haría alguien algo así?

Brett se encogió de hombros.

– ¿Lo único que se me ocurre? Para volverte loca.

– Pero nadie sabía lo del E-SpyRight. Excepto Mike y yo y Mo y… -intentó mirarle a los ojos, pero él la esquivó- tú.

– Eh, a mí no me mires.

– Se lo dijiste a Hester Crimstein.

– Lo siento mucho. Pero es la única persona que lo sabe.

Tia reflexionó. Y entonces miró a Brett con sus uñas sucias y la barba de dos días y la camiseta moderna, pero raída, y pensó en cómo podía haber confiado en aquel chico al que apenas conocía y en lo idiota que había sido.

¿Cómo sabía que lo que le decía era verdad?

Él le había enseñado que podía entrar y ver los informes desde Boston si quería. ¿Era descabellado pensar que él también había puesto una contraseña, para poder entrar en el programa y leer los informes? ¿Cómo iba a enterarse ella? ¿Cómo sabría realmente alguien lo que había en el ordenador? Las empresas ponen programas espía para saber por dónde navegas. Las tiendas te dan tarjetas para poder vigilar lo que compras. Dios sabe lo que las empresas de informática pueden haber precargado en el disco duro de tu ordenador. Ingenios de búsqueda seguían lo que mirabas y, con lo barato que era el almacenaje hoy, nunca tenían que borrarlo.

¿Era tan descabellado pensar que Brett podía saber más de lo que decía?


– Diga.

– ¿Mike? -dijo Ilene Goldfarb.

Mike miró entrar en casa a Tia y a Brett. Se apretó el móvil contra la oreja.

– ¿Qué hay? -preguntó a su socia.

– He hablado con Susan Loriman sobre el padre biológico de Lucas.

Esto sorprendió a Mike.

– ¿Cuándo?

– Hoy. Me ha llamado. Hemos quedado en una cafetería.

– ¿Y?

– Es un punto muerto.

– ¿El padre auténtico?

– Sí.

– ¿Por?

– Quiere que sea confidencial.

– ¿El nombre del padre? Lástima.

– No, el nombre del padre, no.

– ¿Qué, entonces?

– Me contó por qué esa vía no iba a ayudarnos.

– No entiendo nada -dijo Mike.

– Tienes que confiar en mí. Me ha explicado la situación. Es un callejón sin salida.

– No entiendo por qué.

– Yo tampoco hasta que Susan me lo explicó.

– ¿Y quiere mantener en secreto la razón?

– Correcto.

– Por lo tanto presumo que es algo embarazoso. Por eso ha hablado contigo, y no conmigo.

– Yo no diría que sea embarazoso.

– ¿Cómo lo calificarías?

– Parece que no confías en mi buen juicio en este asunto.

Mike cambió el móvil de oreja.

– Normalmente, Ilene, te confiaría mi vida.

– ¿Pero?

– Pero acabo de ser interrogado a lo bestia por una coalición de fuerzas de la DEA y la Oficina del Fiscal.

Un silencio.

– También hablaron contigo, ¿no? -preguntó Mike.

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Me lo hicieron prometer. Dijeron que si hablaba contigo comprometería una importante investigación federal. Me amenazaron con presentar cargos y hacerme perder la consulta, si te decía algo.

Mike no dijo nada.

– Recuerda que mi nombre también está en esos talonarios de recetas -siguió Ilene, con un tono un poco crispado.

– Lo sé.

– ¿Se puede saber qué pasa, Mike?

– Es complicado.

– ¿Has hecho lo que dicen que has hecho?

– Por favor, dime que no me estás preguntando esto en serio.

– Me enseñaron nuestros talonarios de recetas. Me dieron una lista de lo que habías recetado. Ninguna de esas personas es paciente nuestra. Vaya, no usamos ni la mitad de todas esas cosas que se habían recetado.

– Lo sé.

– También se trata de mi carrera -dijo-. Yo empecé esta consulta. Sabes lo que representa para mí.

Había algo en su voz, un tono dolido que iba más allá de lo evidente.

– Lo siento, Ilene, estoy intentando solucionarlo.

– Creo que merezco algo más que decirme «es complicado».

– La verdad es que no sé qué está ocurriendo. Adam ha desaparecido. Tengo que encontrarlo.

– ¿Qué quieres decir «desaparecido»?

La puso al día rápidamente. Cuando acabó, Ilene dijo:

– No soporto hacer la pregunta obvia.

– Pues no la hagas.

– No quiero perder la consulta, Mike.

– Es nuestra consulta, Ilene.

– Cierto. Si puedo hacer algo para ayudar a encontrar a Adam… -empezó.

– Te lo comunicaré.


Nash paró la furgoneta frente al piso de Pietra en Hawthorne. Necesitaban pasar un tiempo separados. Lo veía claramente.

Las grietas empezaban a asomar. Siempre estarían conectados de alguna manera, no como con Cassandra, ni de lejos. Pero había algo entre ellos, una atracción que volvía a reunidos una y otra vez. Seguramente comenzó como una especie de compensación, de agradecimiento por rescatarla de aquel horrible lugar, pero, al final, quizá habría preferido que no la salvaran. Quizá el haberla rescatado había sido una maldición y ahora él era responsabilidad de ella, en lugar de al revés.

Pietra miró por la ventana.

– ¿Nash?

– ¿Sí?

Ella se llevó una mano a la garganta.

– Aquellos soldados que mataron a mi familia. Todas aquellas cosas innombrables que les hicieron. Que me hicieron a mí…

Calló.

– Te escucho -dijo él.

– ¿Crees que aquellos soldados eran todos asesinos, violadores y torturadores, y aunque no hubiera habido guerra, habrían hecho lo mismo?

Nash no dijo nada.

– El que encontramos era panadero -dijo ella-. Nosotros íbamos a comprar a su tienda. Toda la familia. Sonreía. Regalaba piruletas.

– ¿Qué quieres decir?

– De no haber habido guerra -dijo Pietra-, habrían vivido su vida. Habrían sido panaderos, herreros o carpinteros. No habría habido asesinos.

– ¿Y crees que lo mismo puede aplicarse a ti? -preguntó Nash-. ¿Que podrías haber llegado a ser actriz?

– No hablo de mí -dijo Pietra-. Hablo de aquellos soldados.

– De acuerdo, bueno. Siguiendo tu lógica, crees que las tensiones de la guerra explican su comportamiento.

– ¿Tú no?

– No.

Ella volvió la cabeza lentamente para mirarlo.

– ¿Por qué no?

– Tu hipótesis es que la guerra los obligó a actuar de una forma que iba en contra de su carácter.

– Sí.

– Pero quizá sea precisamente lo contrario -dijo él-. Quizá la guerra liberó su auténtica forma de ser. Puede que sea la sociedad, no la guerra, la que obliga al hombre a actuar de una forma que va en contra de su carácter.

Pietra abrió la puerta y bajó del coche. Nash la observó entrando en su casa. Arrancó el coche y fue a su siguiente destino. Treinta minutos después, aparcó en una calle lateral entre dos casas que parecían vacías. No quería dejar la furgoneta a la vista en el aparcamiento.

Nash se puso el bigote falso y una gorra de béisbol. Caminó tres travesías hasta el gran edificio de ladrillo. Parecía abandonado. La puerta delantera estaba cerrada, de eso Nash estaba seguro. Pero una puerta lateral tenía un estuche de cerillas metido en la abertura. La abrió y subió la escalera.

El pasillo estaba lleno de obras de arte infantiles, sobre todo dibujos. Un tablón de anuncios tenía redacciones colgadas. Nash paró y leyó algunas. Eran de alumnos de tercero, y todas hablaban de sí mismos. Así enseñaban a los niños ahora. A pensar sólo en ellos mismos. Eres fascinante. Eres único y especial y nadie, absolutamente nadie, es ordinario, lo que, pensándolo bien, nos convierte a todos en ordinarios.

Entró en un aula de la planta baja. Joe Lewiston estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Tenía documentos en las manos y lágrimas en los ojos. Levantó la cabeza cuando entró Nash.

– No ha funcionado -dijo Joe Lewiston-. Sigue mandando mensajes.

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