Rosemary McDevitt estaba en su despacho del Club Jaguar, con su camiseta y sus tatuajes tapados por una sudadera gris demasiado grande. Se encogió dentro, haciendo desaparecer las manos bajo las largas mangas. La hacía parecer más pequeña, menos peligrosa y poderosa, y Mike se preguntó si era lo que pretendía. Tenía una taza de café delante. Mike también tenía una.
– ¿Los polis le han puesto un micro? -preguntó ella.
– No.
– ¿Le importa darme su móvil, para asegurarme?
Mike se encogió de hombros y se lo lanzó. Ella lo apagó y lo dejó sobre la mesa, entre ellos.
Tenía las rodillas levantadas sobre la silla y ocultas bajo la sudadera. Mo estaba fuera, esperando en el coche. No quería que Mike hiciera esto, porque se temía que caería en una trampa, pero también sabía que no tenían alternativa. Era la mejor pista que tenían de Adam.
– No me importa realmente lo que esté haciendo aquí, excepto que tiene que ver con mi hijo -dijo Mike-. ¿Sabe dónde está?
– No.
– ¿Cuándo lo vio por primera vez?
Ella levantó la cabeza y lo miró con sus ojos marrones de gamo. Mike no estaba seguro de si le estaba engañando o no, pero no importaba mucho. Quería respuestas. Podía volver a jugar si servía de algo.
– Anoche.
– ¿Exactamente dónde?
– Abajo, en el club.
– ¿Vino a pasarlo bien?
Rosemary sonrió.
– No creo.
Mike no discutió.
– Habló con él con mensajería instantánea, ¿no? Usted es CeJota8115.
Ella no contestó.
– Le dijo a Adam que se callara y estaría a salvo. Él le contestó que lo había abordado la madre de Spencer Hill, ¿no?
Todavía tenía las rodillas sobre la silla. Las abrazó.
– ¿Cómo sabe tantas cosas de sus mensajes privados, doctor Baye?
– Eso no le incumbe.
– ¿Cómo le siguió anoche hasta el Club Jaguar?
Mike no dijo nada.
– ¿Está seguro de que quiere ir por ahí? -preguntó ella.
– No creo que tenga alternativa.
Ella miró por encima del hombro de Mike y él se volvió. Carson, el de la nariz rota, miraba furiosamente a través del cristal. Mike le miró a los ojos y esperó tranquilamente. Pocos segundos después, Carson rompió el contacto ocular y se marchó a toda prisa.
– Son sólo niños -dijo Mike.
– No, no lo son.
Mike no discutió.
– Cuénteme.
Rosemary se echó hacia atrás.
– Hablemos hipotéticamente, ¿de acuerdo?
– Si es lo que quiere…
– Es lo que quiero. Pongamos que es una chica de pueblo. Su hermano muere de sobredosis.
– Según la policía, no. Dicen que no hay pruebas de que hubiera sucedido nada de esto.
Ella sonrió burlonamente.
– ¿Se lo han dicho los federales?
– Dijeron que no habían encontrado nada que respaldara su historia.
– Porque he cambiado algunos datos.
– ¿Qué datos?
– El nombre del pueblo, el nombre del estado.
– ¿Por qué?
– ¿La razón principal? La noche que mi hermano murió, me arrestaron por posesión con intención de vender. -Le miró a los ojos-. Sí, señor. Yo le di las drogas a mi hermano. Era su camello. Esta parte la he dejado fuera. La gente es poco comprensiva.
– Siga.
– Así que fundé el Club Jaguar. Ya le expliqué mi filosofía. Deseaba crear un paraíso seguro donde los chicos pudieran divertirse y desmadrarse un poco. Quería canalizar su inclinación natural a rebelarse, de una forma protegida.
– Ya.
– Empecé así. Me maté trabajando y ahorré dinero suficiente para empezar. Abrimos este local al cabo de un año. No se imagina lo difícil que fue.
– Lo imagino, pero la verdad es que no me interesa. ¿Por qué no aceleramos hasta la parte en que empieza a celebrar fiestas farm y robar talonarios de recetas?
Ella sonrió y meneó la cabeza.
– No fue así.
– Ah.
– Hoy he leído en el periódico una noticia sobre una mujer que realizaba trabajo voluntario en la parroquia. En los últimos cinco años ha birlado veintiocho mil dólares del cepillo. ¿Lo ha visto?
– No.
– Pero habrá oído hablar de otros casos, ¿no? Hay docenas de casos como éste. El tipo que trabaja para una asociación benéfica y desvía dinero para comprarse un Lexus. ¿Cree que un día se despierta y decide hacerlo?
– No tengo ni idea.
– La mujer de la iglesia. ¿Sabe lo que yo creo que sucedió? Un día estaría contando el dinero del cepillo y se quedaría hasta tarde y a lo mejor se le habría estropeado el coche y no podía volver a casa. Estaría oscureciendo, así que quizá llamaría a un taxi y pensaría: «Hombre, yo trabajo de voluntaria o sea que la iglesia debería pagármelo». Sin preguntarlo, cogería cinco dólares del cepillo. Nada más. Se los había ganado. Así es como creo que empiezan estas cosas. Es una cuestión exponencial. Ves a todas esas personas decentes que son arrestadas por estafar a escuelas, iglesias o asociaciones benéficas. Empiezan con cuatro chavos y avanzan tan despacio que es como mirar el reloj. Ni siquiera se dan cuenta. No creen estar haciendo algo malo.
– ¿Es esto lo que pasó en el Club Jaguar?
– Creía que los adolescentes querían pasarlo bien con los amigos. Pero me sucedió como con el programa de baloncesto. Sí querían pasarlo bien, pero con alcohol y drogas. No puedes montar un local para rebelarse. No puedes hacerlo seguro y sin drogas porque éste es el quid de la cuestión: no quieren que sea seguro.
– Le falló el concepto -dijo Mike.
– No venía nadie, o si venía alguien no se quedaba mucho rato. Nos tenían por blandos. Nos veían como a uno de esos grupos evangélicos que te hacen prometer no perder la virginidad.
– Pues no entiendo qué pasó a continuación -dijo Mike-. ¿Dejó que trajeran sus propias drogas?
– No fue así. Las trajeron y basta. Al principio ni siquiera me enteré, pero en cierto modo tenía lógica. Exponencial, ¿recuerda? Un par de chicos se llevaron medicamentos de su casa. Nada de drogas duras. No se trataba de heroína o cocaína. Eran medicamentos aprobados por la FDA.
– Chorradas -dijo Mike.
– ¿Qué?
– Son drogas. Drogas realmente duras, en muchos casos. Por eso hace falta una receta para obtenerlas.
La mujer hizo un ruidito burlón.
– Sí, claro, ¿qué iba a decir el médico? Sin usted decidiendo quién recibe esa medicación, su negocio está acabado, y ya han perdido mucho dinero con Medicare y Medicaid y todas las trabas que les ponen las compañías de seguros.
– Estupideces.
– Quizá en su caso. Pero no todos los médicos son tan atentos como usted.
– Está justificando un delito.
Rosemary se encogió de hombros.
– Quizá tenga razón. Pero así es como empezó, con unos pocos adolescentes que se llevaban pastillas de su casa. Medicinas, si lo piensas, recetadas y legales. Al principio, cuando me enteré, me preocupé mucho, pero después vi la cantidad de chicos que venían. Iban a hacerlo de todos modos y yo les daba un lugar seguro. Contraté a una médica. Trabajaba en el club por si sucedía algo. ¿No lo entiende? Conmigo estaban dentro. Estaban mejor que en ningún otro sitio. También tenía programas, para que pudieran hablar de sus problemas. Ya ha visto los folletos de asesoramiento. Algunos chicos se apuntaron. Hacíamos más bien que mal.
– Exponencial -dijo Mike.
– Así es.
– Pero, claro, usted necesitaba ganar dinero -dijo Mike-. Descubrió lo que valían esas drogas en la calle. Y pidió su parte.
– Para el local. Para los gastos. Había contratado a una médica, por ejemplo.
– Como la señora de la iglesia que necesitaba dinero para el taxi.
Rosemary sonrió, aunque sin ninguna alegría.
– Sí.
– Y entonces Adam entró por la puerta. El hijo de un médico.
Era tal como le había dicho la policía. Emprendedor. La verdad es que no le importaban las razones de la chica. Podía estar fingiendo o no. No importaba mucho. Tenía cierta razón sobre cómo las personas se metían en líos. Aquella señora de la iglesia probablemente no se había ofrecido voluntaria para poder birlar dinero. Simplemente empieza a suceder. Había pasado en su pueblo. En la Liga Infantil hacía unos años. Pasaba en las juntas escolares y en la oficina del alcalde, y cada vez la gente decía que no podía creerlo. Las conoces, sabes que son buenas personas. ¿O no? ¿Son las circunstancias las que las empujan a hacerlo, o se trata más de la autonegación que estaba describiendo Rosemary?
– ¿Qué le pasó a Spencer Hill? -preguntó Mike.
– Se suicidó.
Mike sacudió la cabeza.
– Le estoy diciendo lo que sé -dijo ella.
– Entonces ¿por qué Adam, como le dijo en el mensaje, necesitaba tener la boca cerrada?
– Spencer Hill se mató solo.
Mike volvió a sacudir la cabeza.
– Sufrió una sobredosis aquí, ¿no?
– No.
– Es lo único que tiene lógica. Por lo que Adam y sus amigos tenían que estar callados. Tenían miedo. No sé con qué los amenazó. Quizá les recordó que también serían arrestados. Por eso todos se sienten culpables. Por eso Adam no podía soportarse a sí mismo, estaba con Spencer aquella noche. No sólo estaba con él, sino que ayudó a llevar su cuerpo a aquella azotea.
En los labios de la mujer se dibujó una sonrisita.
– No tiene ni idea, ¿no, doctor Baye?
A Mike no le gustó la manera en que lo dijo.
– Pues cuénteme.
Rosemary todavía tenía las piernas levantadas y debajo de la sudadera. Era un gesto de adolescente que le daba un aire juvenil e inocente que Mike sabía que no merecía.
– No conoce a su hijo en absoluto, ¿no?
– Antes sí.
– No, no le conocía. Cree que sí. Pero es su padre. No debe saberlo todo. Ellos deben romper con los padres. Cuando he dicho que no lo conocía, lo decía en un sentido positivo.
– No la sigo.
– Le puso un GPS en el teléfono. Así descubrió dónde estaba. Está claro que vigilaba su ordenador y leía sus comunicaciones. Seguramente cree que le ayuda, pero en realidad le está ahogando. Un padre no debe saber dónde está su hijo todo el tiempo.
– ¿Darle espacio para rebelarse?
– En parte sí.
Mike se incorporó un poco.
– Si hubiera sabido de su existencia antes, quizá podría haberlo detenido.
– ¿Lo cree de verdad? -Rosemary ladeó la cabeza como si le interesara sinceramente su respuesta. Como Mike no dijo nada, siguió-: ¿Éste es su plan para el futuro? ¿Vigilar todo lo que hacen sus hijos?
– Hágame un favor, Rosemary. No se preocupe por mis planes educativos, ¿de acuerdo?
Ella le miró atentamente. Señaló la magulladura de la frente.
– Lo siento.
– ¿Me envió a esos góticos?
– No. No me enteré hasta esta mañana.
– ¿Quién se lo dijo?
– No importa. Anoche, su hijo estuvo aquí y fue una situación delicada. Y entonces, pam, aparece usted. DJ Huff vio que le seguía. Llamó y respondió Carson.
– Él y sus colegas intentaron matarme.
– Y probablemente lo habrían hecho. ¿Sigue creyendo que son sólo niños?
– Un gorila me salvó.
– No. Un gorila le encontró.
– ¿Qué quiere decir con esto?
Ella meneó la cabeza.
– Cuando me enteré de que le habían atacado y llegó la policía… fue como una señal de alarma. Ahora quiero encontrar la forma de salir de esto.
– ¿Cómo?
– No estoy segura, y por eso he querido que nos viéramos. Para urdir un plan.
Mike entendió por fin por qué estaba tan dispuesta a contarle esas cosas. Sabía que tenía encima a los federales, que había llegado la hora de recoger las fichas y abandonar la mesa. Quería ayuda e imaginaba que un padre asustado estaría dispuesto a dársela.
– Tengo un plan -dijo-. Vamos a los federales y les contamos la verdad.
Ella meneó la cabeza.
– Esto puede que no sea lo mejor para su hijo.
– Es un menor.
– Aun así. Estamos todos en la misma mierda. Tenemos que encontrar la manera de salir de ella.
– Proporcionaba drogas a menores.
– No es cierto, ya se lo he explicado. Puede que utilizaran mi local para intercambiar medicamentos con receta. Esto es todo lo que puede demostrar. No puede demostrar que yo lo sabía.
– ¿Y las recetas robadas falsificadas? -Ella arqueó una ceja.
– ¿Cree que las robé yo?
Silencio. Ella le miró a los ojos.
– ¿Tengo yo acceso a su casa o a su consulta, doctor Baye?
– Los federales la han estado vigilando. Han montado un caso contra usted. ¿Cree que esos góticos cargarán con una condena en la cárcel?
– Les encanta este local. Casi mataron para protegerlo.
– Por favor. En cuanto entren en una sala de interrogatorios, se desmoronarán.
– También hay otras consideraciones.
– ¿Como cuáles?
– Como quién cree que distribuía los medicamentos en la calle. ¿De verdad quiere que su hijo testifique contra esa gente?
Mike deseaba alargar las manos y apretarle el cuello.
– ¿En qué ha metido a mi hijo, Rosemary?
– Es de lo que tenemos que sacarlo. Debe concentrarse en eso. Debemos hacerlo desaparecer, por mi bien, sí, pero más incluso por el de su hijo. -Mike cogió el móvil.
– No sé qué mas queda por decir.
– Tiene abogado, ¿no?
– Sí.
– No haga nada hasta que haya hablado con él, ¿de acuerdo? Hay muchas cosas en juego. También ha de pensar en los otros chicos, en los amigos de su hijo.
– No me preocupan los demás chicos. Sólo el mío.
Encendió el teléfono y sonó inmediatamente. Mike miró el identificador. Era un número que no reconoció. Se llevó el teléfono al oído.
– ¿Papá?
Se le paró el corazón.
– ¿Adam? ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
– ¿Estás en el Club Jaguar?
– Sí.
– Sal. Estoy en la calle y voy hacia ti. Por favor, sal de ahí enseguida.