Primero Ron Hill se aseguró de que ni Betsy ni los gemelos estuvieran en casa. Después subió al dormitorio de su hijo fallecido.
No quería que nadie lo supiera.
Ron se apoyó en el marco de la puerta. Miró la cama como si pudiera evocar la imagen de su hijo, como si pudiera mirar con tanta intensidad que al final se materializara en Spencer tumbado boca arriba mirando al techo como hacía siempre, silencioso y con lágrimas en los ojos.
¿Por qué no lo habían visto?
Miras atrás y te das cuenta de que el chico siempre estaba taciturno, siempre un poco triste, demasiado apagado. No quieres etiquetarlo con palabras como maníaco-depresivo. Al fin y al cabo sólo es un chico, y te imaginas que lo superará. Pero ahora, con la ventaja de la perspectiva, ¿cuántas veces había pasado frente a esta habitación y la puerta estaba cerrada y Ron la abría sin llamar -era su casa, maldita sea, y no tenía por qué llamar- y Spencer estaba echado en aquella cama con lágrimas en los ojos y le miraba y Ron preguntaba «¿Va todo bien?» y él contestaba «Claro, papá» y Ron cerraba la puerta y ya está?
Menudo padre.
Se culpaba. Se culpaba por lo que no había visto en el comportamiento de su hijo. Se culpaba por dejar las pastillas y el vodka donde su hijo podía cogerlos fácilmente. Pero sobre todo se culpaba por lo que había pensado.
Tal vez había sido la crisis de la mediana edad. Ron no lo creía. Le parecía demasiado conveniente, demasiado fácil. La verdad era que Ron odiaba esta vida. Odiaba su trabajo. Odiaba volver a esta casa y encontrar a unos hijos que no le escuchaban y el ruido constante y tener que ir al Home Depot a comprar bombillas y preocuparse por la factura del gas y de ahorrar para la universidad de los hijos y, Dios, sólo deseaba escapar. ¿Cómo se había visto atrapado en esta vida? ¿Cómo se dejaban atrapar tantos hombres? Él quería una cabaña en el bosque y le gustaba estar solo y sólo eso, estar en lo más profundo del bosque donde no hubiera cobertura para el móvil, y encontrar un claro entre los árboles y levantar la cara hacia el sol y sentirlo.
De modo que deseó que esta vida despareciera y anheló escapar de ella y, pam, Dios había respondido a sus plegarias matando a su hijo.
Temía estar aquí, en esta casa, en este ataúd. Betsy no se mudaría nunca. Entre él y los gemelos no había ninguna conexión. Un hombre se queda por obligación, pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene? Sacrificas tu felicidad con la débil esperanza de que la siguiente generación sea más feliz. Pero ¿está esto garantizado? ¿Yo soy infeliz, pero mis hijos tendrán una vida más plena? Vaya estupidez. ¿Lo había sido para Spencer?
Volvió a los días después de la muerte de Spencer. Había entrado en la habitación no tanto para empaquetar las cosas como para echarles un vistazo. Le hacía sentir mejor. No sabía por qué. Tenía la necesidad de echar un vistazo a las cosas de su hijo, como si llegar a conocerle ahora pudiera cambiar algo. Betsy entró y se habían peleado. Así que paró y nunca dijo una palabra de lo que había encontrado, y aunque continuara intentando acercarse a Betsy, aunque la persiguiera, la buscara y le hiciera señas, la mujer de la que se había enamorado ya no estaba. Quizá se había ido hacía mucho tiempo -ya no estaba seguro-, pero lo que hubiera quedado de ella había sido enterrado en aquella maldita caja con Spencer.
El sonido de la puerta trasera lo sobresaltó. No había oído parar el coche. Corrió a la escalera y vio a Betsy. Vio la expresión de su cara y dijo:
– ¿Qué ha ocurrido?
– Spencer se suicidó -dijo.
Ron se quedó quieto sin saber qué contestar a eso.
– Yo quería que hubiera algo más -dijo ella.
Él asintió.
– Lo sé.
– No paro de preguntarme si podíamos haber hecho algo más para salvarlo. Pero quizá no se podía hacer nada. Quizá pasamos cosas por alto, pero quizá no habría importado tampoco. Y detesto pensar así porque no quiero disculparnos… y después pienso, bueno, no me importan ni las disculpas ni culpas ni nada. Sólo quiero volver atrás. ¿Entiendes? Sólo quiero otra oportunidad porque quizá podríamos cambiar algo, la cosita más pequeña, como si giramos a la izquierda en la calle en lugar de a la derecha o si pintamos la casa de amarillo en lugar de azul, lo que sea, y todo pudiera ser diferente.
Ron esperó a que dijera algo más. Como no decía nada, preguntó:
– ¿Qué ha ocurrido, Betsy?
– Acabo de ver a Adam Baye.
– ¿Dónde?
– Detrás. Donde solían jugar los niños.
– ¿Qué te ha dicho?
Ella le contó lo de la pelea, las llamadas y que Adam se culpaba a sí mismo.
Ron intentó asumirlo.
– ¿Por una chica?
– Sí -dijo.
Pero Ron sabía que era mucho más complicado que eso.
Betsy se volvió.
– ¿Adónde vas? -preguntó él. -Tengo que decírselo a Tia.
Tia y Mike decidieron repartirse las tareas.
Mo fue a su casa. Él y Mike volvieron al Bronx mientras Tia se encargaba del ordenador. Mike puso a Mo al día de lo que había ocurrido. Mo condujo sin pedir más explicaciones. Cuando Mike acabó, Mo sólo preguntó:
– Ese mensaje instantáneo. El de CeJota8115.
– ¿Qué pasa?
Mo siguió conduciendo.
– ¿Mo?
– No lo sé. Pero no me puedo creer que haya ocho mil ciento catorce Cejota más.
– ¿Y?
– Qué los números nunca son aleatorios -dijo Mo-. Siempre significan algo. Sólo hay que descubrir qué.
Mike debería haberlo imaginado. Mo era como un idiota sabio cuando se trataba de números. Esto le había dado entrada en Dartmouth, puntuación máxima en el examen de matemáticas de ingreso y pruebas de aritmética por encima del diez.
– ¿Alguna idea de lo que podría significar?
Mo negó con la cabeza.
– Todavía no. -Y después-: ¿Y ahora qué?
– Tengo que hacer una llamada.
Mike marcó el número del Club Jaguar. Le sorprendió que la propia Rosemary McDevitt respondiera al teléfono.
– Soy Mike Baye.
– Sí, me lo imaginaba. Hoy tenemos cerrado, pero esperaba su llamada.
– Tenemos que hablar.
– Ya lo creo que sí -dijo Rosemary-. Ya sabe dónde estoy. Venga cuanto antes.
Tia miró los mensajes de Adam, pero no había nada importante. Sus amigos, Clark y Olivia, seguían mandando mensajes, cada vez más apremiantes, pero todavía nada de DJ Huff. Esto inquietó a Tia.
Se levantó y salió. Buscó la llave escondida. Estaba donde debía estar. Mo la había utilizado hacía poco y había dicho que la había dejado en su sitio. Mo sabía dónde estaba y en cierto modo, pensó ella, esto le convertía en sospechoso. Pero por mucho que Tia tuviera diferencias con Mo, la confianza no era una de ellas. Jamás perjudicaría a su familia. Había pocas personas que supieras que pararían una bala por ti. Quizá no lo haría por Tia, pero Mo lo haría por Mike, por Adam y por Jill.
Todavía estaba fuera cuando oyó el teléfono. Corrió dentro y lo descolgó al tercer timbre. No tuvo tiempo de mirar el identificador de llamadas.
– Diga.
– ¿Tia? Soy Guy Novak.
Su tono era como algo que cae de un edificio alto sin un lugar seguro donde aterrizar.
– ¿Qué pasa?
– Las niñas están bien, no te preocupes. ¿Has visto las noticias?
– No, ¿por qué?
Él sofocó un sollozo.
– Mi ex esposa ha sido asesinada. Acabo de identificar su cadáver.
Tia no sabía lo que esperaba oír, pero esto…, seguro que no.
– Oh, Dios mío, cuánto lo siento, Guy.
– No quiero que te preocupes por las niñas. Mi amiga Beth está con ellas. Acabo de llamar a casa. Están bien.
– ¿Qué le ha pasado a Marianne? -preguntó Tia.
– La mataron a golpes.
– Oh, no…
Tia sólo había visto a Marianne unas pocas veces. Se había marchado más o menos cuando Yasmin y Jill empezaron la escuela. Fue un jugoso escándalo, una madre incapaz de soportar la tensión de la maternidad, que se hunde, que huye y deja detrás de ella rumores de una vida alocada y sin responsabilidades en un clima más cálido. La mayoría de madres hablaron de ello con tanto asco que Tia no pudo evitar preguntarse si no sentirían un poco de envidia, una cierta admiración por la que había cortado las cadenas, ni que fuera de un modo destructivo y egoísta.
– ¿Han cogido al asesino?
– No. Ni siquiera sabían quién era el cadáver hasta hoy.
– Lo siento mucho, Guy.
– Voy camino de casa. Yasmin todavía no lo sabe. Tengo que decírselo.
– Por supuesto.
– No creo que Jill deba estar ahí cuando se lo diga.
– Por supuesto que no -convino Tia-. Iré a buscarla enseguida. ¿Puedo hacer algo más por ti?
– No, ya nos las arreglaremos. Pero estaría bien que Jill viniera más tarde. Sé que es mucho pedir, pero Yasmin necesitará una amiga.
– Por supuesto. Lo que tú y Yasmin necesitéis.
– Gracias, Tia.
Colgó y Tia se sentó, aturdida. Muerta a golpes. No era capaz de comprenderlo. Demasiado. Nunca había sido capaz de hacer muchas cosas a la vez y los últimos días estaban haciendo estragos en su obsesión por el control.
Cogió las llaves, se preguntó si debía llamar a Mike y decidió que no. Él estaba totalmente centrado en encontrar a Adam. No quería distraerlo. Al salir, el cielo estaba azul como un huevo de petirrojo. Miró calle abajo, a las casas silenciosas, a los céspedes bien cuidados. Los Graham estaban fuera los dos. Él estaba enseñando a su hijo de seis años a montar en bicicleta, sosteniéndolo por el sillín mientras el niño pedaleaba, un rito de paso, y también una cuestión de confianza, como esos ejercicios en los que te dejas caer de espaldas porque sabes que la otra persona te cogerá. Él parecía muy poco en forma. Su esposa observaba desde el jardín. Hacía visera con la mano para tapar el sol. Sonrió. Dante Loriman entró en su jardín con su BMW 550L.
– Hola, Tia.
– Hola, Dante.
– ¿Cómo estás?
– Bien, ¿y tú?
– Bien.
Los dos mentían, por supuesto. Tia miró arriba y abajo de la calle. Las casas eran todas muy parecidas. Pensó otra vez en lo frágiles que eran esas sólidas estructuras que intentan proteger nuestras vidas. Los Loriman tenían un hijo enfermo. El suyo había desaparecido y probablemente estaba involucrado en algo ilegal.
Estaba subiendo al coche cuando sonó su móvil. Miró el identificador y era Betsy Hill. Sería mejor no contestar. Ella y Betsy perseguían algo diferente cada una. No le hablaría de las fiestas farm ni de lo que sospechaba la policía. Todavía no.
El teléfono volvió a sonar.
Su dedo planeaba sobre la tecla responder. Lo importante ahora era localizar a Adam. Todo lo demás quedaba aplazado. Sin embargo, existía la posibilidad de que Betsy hubiera descubierto algo que le diera una pista de lo que estaba sucediendo.
Apretó el dedo.
– Dime.
– Acabo de ver a Adam -dijo Betsy.
A Carson empezaba a dolerle la nariz rota. Miró cómo Rosemary McDevitt colgaba el teléfono.
El Club Jaguar estaba muy silencioso. Rosemary lo había cerrado, después de mandar a todos a casa tras el conato de pelea con Baye y su colega del corte de pelo de marine. Ellos eran los únicos que quedaban.
Solo en aquella colina, Adam todavía oía la voz de Spencer:
«Lo siento mucho…»
Adam cerró los ojos. Aquellos mensajes de voz. Los había guardado en el móvil, los había escuchado cada día, sintiendo cómo el dolor lo desgarraba por dentro como la primera vez.
«Adam, por favor, contesta…»
«Perdóname, ¿vale? Dime que me perdonas…»
Todavía lo obsesionaban por las noches, sobre todo el último, en el que la voz de Spencer ya era pastosa, ya se deslizaba hacia la muerte.
«Esto no es por ti, Adam. ¿Lo entiendes, no? Intenta entenderlo. No es por nadie. Es todo demasiado difícil. Siempre ha sido demasiado difícil…».
Adam esperó a DJ Huffen la colina junto al instituto. El padre de DJ, un capitán de la policía que había vivido siempre en este pueblo, decía que antes los chicos se colocaban aquí después de las clases. Los chicos malos se encontraban allí. Los demás preferían caminar un kilómetro más para esquivarlo.
Miró a lo lejos. En la distancia podía ver el campo de fútbol. Adam había jugado allí en alguna liga cuando tenía ocho años, pero el fútbol no era lo suyo. Le gustaba el hielo. Le gustaba el frío y deslizarse con los patines. Le gustaba ponerse todas aquellas protecciones y la máscara y la concentración que exigía vigilar la portería. Allí eras un hombre. Si eras bastante bueno, si eras perfecto, tu equipo no podía perder. Los niños en general detestaban esa presión. Adam se crecía con ella.
«Perdóname, ¿vale?…»
No, pensaba Adam ahora, eres tú quien debe perdonarme.
Spencer siempre había sido voluble, con altos espectaculares y bajadas brutales. Hablaba de huir, de empezar un negocio y, sobretodo, de morir y acabar con el sufrimiento. Todos los chicos hablan de esas cosas, hasta un cierto punto. Adam incluso había empezado a hacer un pacto de suicidio con Spencer el año pasado. Pero para él eran sólo palabras.
Tendría que haber visto que Spencer lo haría.
«Perdóname…»
¿Habría cambiado algo? Aquella noche sí que lo habría cambiado. Su amigo habría vivido un día más. Y después otro. Y después ¿quién sabe?
– ¿Adam?
Se volvió al oír la voz. Era DJ Huff.
– ¿Estás bien? -preguntó DJ.
– No, gracias a ti.
– No sabía que ocurriría eso. Vi a tu padre siguiéndome y llamé a Carson.
– Y huiste.
– No sabía que irían a por él.
– ¿Qué creías que ocurriría, DJ?
Él se encogió de hombros y Adam vio los ojos rojos, la fina capa de sudor, la forma en que el cuerpo de DJ se tambaleaba.
– Estás colocado -dijo Adam.
– ¿Y qué? No te entiendo, tío. ¿Cómo pudiste contárselo a tu padre?
– No se lo conté.
Adam lo había planeado todo para aquella noche. Incluso había ido a la tienda de material de espías de la ciudad. Creía que necesitaría un equipo de escucha como los que se ven en la tele, pero ellos le dieron lo que parecía un bolígrafo normal que grababa sonido y una hebilla de cinturón que hacía las veces de cámara de vídeo. Pensaba registrarlo todo y llevarlo a la policía, no a la policía local porque el padre de DJ trabajaba allí, y que las piezas encajaran donde debían. Se arriesgaba, pero no tenía alternativa.
Se estaba ahogando.
Se estaba hundiendo y sentía y sabía que si no intentaba algo para salvarse, acabaría como Spencer. Por lo tanto, hizo planes y se preparó para una última noche.
Pero entonces su padre se empeñó en que fuera al partido de los Rangers.
Sabía que no podía ir. Quizá podría aplazar un poco sus planes, pero si no se presentaba aquella noche, Rosemary, Carson y el resto de ellos se harían preguntas. Ya sabían que nadaba entre dos aguas. Le habían forzado con amenazas de chantaje. Por eso se marchó de casa a hurtadillas y fue al Club Jaguar.
Cuando se presentó su padre, todos sus planes se habían ido al garete.
Le dolía la herida de arma blanca del brazo. Seguramente necesitaba puntos, incluso podría estar infectada. Había intentado limpiársela. El dolor casi le había hecho desmayarse. Pero por ahora pasaría así, hasta que pudiera enderezar la situación.
– Carson y los demás creen que nos tendiste una trampa -dijo DJ.
– No lo hice -mintió Adam.
– Tu padre también se presentó en mi casa.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. Una hora antes de que fuera al Bronx más o menos. Mi padre le vio sentado en el coche al otro lado de la calle.
Adam quería pensar en esto, pero no había tiempo.
– Tenemos que acabar con esto, DJ.
– Mira, he hablado con mi viejo. Está haciendo lo que puede por nosotros. Es policía. Entiende de estas cosas.
– Spencer está muerto.
– Eso no es culpa nuestra.
– Sí lo es, DJ.
– Spencer estaba fatal. Se mató él solo.
– Nosotros le dejamos morir. -Adam se miró la mano derecha. La cerró en un puño. Éste había sido el último contacto de Spencer con otro ser humano. El puño de su mejor amigo-. Yo le pegué.
– Como tú quieras, tío. Si quieres sentirte culpable por eso, tú mismo. Pero no puedes arrastrarnos a los demás.
– No se trata de culpa. Intentaron matar a mi padre. No, intentaron matarme a mí.
DJ sacudió la cabeza.
– No entiendes nada.
– ¿Qué no entiendo?
– Si nos entregamos, estamos acabados. Probablemente acabemos en la cárcel. No olvides la universidad. ¿A quién crees que vendían esas drogas Carson y Rosemary? ¿Al Ejército de Salvación? Hay gente de la mafia metida en esto, ¿te das cuenta? Carson está aterrado.
Adam no dijo nada.
– Mi viejo dice que debemos mantener la boca callada, y no pasará nada.
– ¿Y tú te lo crees?
– Yo te llevé a ese local, pero eso es lo único que tienen contra mí. Son los talonarios de recetas de tu padre. Podemos decir que no queremos seguir.
– ¿Y si no nos dejan marcharnos?
– Mi padre puede persuadirlos. Me dijo que todo iría bien. En el peor de los casos, pedimos un abogado y no decimos ni palabra.
Adam le miraba, esperando.
– Esta decisión nos afecta a todos -dijo DJ-. No es sólo tu futuro el que pones en peligro. Es el mío. Y Clark también está metido. Y Olivia también.
– No pienso escuchar ese argumento otra vez.
– Sigue siendo cierto, Adam. Puede que no estén tan metidos como tú y yo, pero también caerán.
– No.
– ¿No qué?
Miró a su amigo.
– Así es como ha sido siempre tu vida, DJ.
– ¿De qué hablas?
– Tú te metes en líos y tu padre te saca de ellos.
– ¿Con quién te crees que estás hablando?
– De ésta no vas a librarte.
– Spencer se mató. No le hicimos nada.
Adam miró hacia los árboles. El campo de fútbol estaba vacío, pero todavía había personas corriendo en la pista circular. Volvió la cabeza un poco a la izquierda. Intentó localizar el lugar de la azotea en el que habían hallado a Spencer, pero se lo tapaba la primera torre. DJ se movió y se puso a su lado.
– Mi padre solía venir por aquí -dijo DJ-. Cuando iba al instituto. Era uno de los chicos malos, ¿sabes? Fumaba maría y bebía cerveza. Se metía en peleas.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Quiero decir que en aquella época podías superar un error. La gente miraba a otro lado. Eras un crío, se suponía que tenías que hacer tonterías. Mi padre robó un coche cuando tenía mi edad. Lo pillaron, pero hicieron un trato. Ahora mi viejo es uno de los ciudadanos más respetados de por aquí. Pero de haber sido joven ahora, estaría jodido. Es absurdo. Si le silbas a una chica en la escuela, pueden meterte en la cárcel. Si tropiezas con alguien en el pasillo, pueden acusarte de yo qué sé qué. Un error y estás perdido. Mi padre dice que es un disparate. ¿Cómo creen que vamos a encontrar nuestro camino?
– Eso no nos da carta blanca.
– Adam, en un par de años estaremos en la universidad. Todo esto habrá quedado atrás. No somos delincuentes. No podemos permitir que este momento arruine nuestra vida.
– Arruinó la de Spencer.
– No es culpa nuestra.
– Aquellos chicos casi mataron a mi padre. Acabó en el hospital.
– Lo sé. Y sé cómo me sentiría yo si fuera mi padre. Pero no puedes volverte loco por esto. Debes calmarte y reflexionar. He hablado con Carson. Quiere que vayamos a hablar con él.
Adam frunció el ceño.
– Ya.
– Lo digo en serio.
– Está pirado, DJ. Ya lo sabes. Tú mismo lo dijiste, cree que intenté tenderle una trampa.
Adam intentó llegar a alguna conclusión, pero estaba demasiado cansado y aturdido. Se había pasado la noche pensando y no tenía ni idea de cómo proceder.
Creía que debía haber contado la verdad a sus padres.
Pero no podía. Lo había estropeado todo y se había colocado tantas veces que empezó a pensar que las únicas personas del mundo que lo amaban incondicionalmente, las únicas personas que lo amarían para siempre hiciera lo que hiciera, ahora eran sus enemigas.
Pero ellos le habían espiado.
Ahora lo sabía. No confiaban en él. Esto le había puesto furioso, pero pensándolo bien, ¿merecía que confiaran en él?
Así que después de lo de anoche se dejó llevar por el pánico. Huyó y se mantuvo escondido. Necesitaba tiempo para pensar.
– Tengo que hablar con mis padres -dijo.
– No me parece buena idea.
Adam lo miró.
– Déjame tu teléfono.
DJ negó con la cabeza. Adam dio un paso hacia él y cerró el puño.
– No me obligues a cogerlo.
DJ tenía los ojos húmedos. Levantó una mano, sacó el móvil, y se lo dio a Adam. Adam marcó el número de casa. No obtuvo respuesta. Marcó el móvil de su padre. Nada. Intentó el de su madre. Lo mismo.
– ¿Adam? -dijo DJ.
Pensó en llamarla a ella. Ya la había llamado una vez, sólo para decirle que estaba bien y hacerle prometer que no diría nada a sus padres.
Marcó el teléfono de Jill.
– Diga.
– Soy yo.
– ¿Adam? Por favor, vuelve a casa. Estoy muy asustada.
– ¿Sabes dónde están mamá y papá?
– Mamá viene a buscarme a casa de Yasmin. Papá ha salido a buscarte.
– ¿Sabes dónde?
– Creo que ha ido al Bronx o algo así. Oí que mamá decía algo de esto. Algo de un Club Jaguar.
Adam cerró los ojos. Mierda. Lo sabían.
– Oye, tengo que irme.
– ¿Dónde?
– Todo se arreglará. No te preocupes. Cuando veas a mamá, dile que hemos hablado. Dile que estoy bien y que volveré pronto a casa. Dile que busque a papá y le diga que vuelva a casa. ¿Entendido?
– ¿Adam?
– Tú díselo.
– Estoy muy asustada.
– No te preocupes, Jill, ¿vale? Tú haz lo que te digo. Esto acabará pronto.
Colgó y miró a DJ.
– ¿Tienes el coche?
– Sí.
– Vamos, corre.
Nash vio un coche de policía sin distintivos parado delante de la casa.
Guy Novak bajó. Un policía de paisano iba a bajar del coche, pero Novak lo detuvo. Se acercó al coche, estrechó la mano del policía y fue con paso vacilante hacia la puerta.
Nash sintió vibrar su teléfono. No necesitó comprobar el número. Sabía que era otra vez Joe Lewiston. Había oído su primer mensaje desesperado hacía escasos minutos.
«Dios mío, Nash, ¿qué está pasando? Yo no quería esto. No hagas daño a nadie más, por favor, ¿vale? Yo… yo creía que hablarías con ella o que le quitarías el vídeo o algo así. Y si tienes algo que ver con la otra mujer, por favor, no le hagas nada. Dios mío, Dios mío…»
Así.
Guy Novak entró en su casa. Nash se acercó más. Tres minutos después, se abrió la puerta. Salió una mujer. La novia de Guy Novak. Él la besó en la mejilla y cerró la puerta. La chica bajó hasta la calle. Cuando llegó a la acera, miró hacia atrás y sacudió la cabeza. Quizá había estado llorando, pero era difícil estar seguro desde lejos.
Treinta segundos después, se había ido.
Ahora el tiempo apremiaba. Nash había metido la pata. Habían descubierto quién era Marianne. Salía en las noticias. La policía había interrogado al marido. La gente cree que los agentes de policía son idiotas. No lo son. Tienen todas las ventajas. Nash lo respetaba. Era una de las razones por las que se había tomado tantas molestias para ocultar la identidad de Marianne.
El instinto de supervivencia le decía que huyera, que se ocultara y que saliera del país. Pero no le serviría de nada. Todavía podía ayudar a Joe Lewiston, aunque Joe no se ayudara. Le llamaría más tarde y le convencería para que no abriera la boca. O quizá Joe vería la luz por sí mismo. Ahora Joe era presa del pánico, pero era él al fin y al cabo el que había pedido ayuda a Nash. Quizá acabaría comportándose con inteligencia.
El ansia estaba allí. La locura, como le gustaba llamarla a Nash. Sabía que había niños en la casa. No tenía ningún interés en hacerles daño, ¿o era mentira? A veces no lo tenía claro. Los humanos no cesan de engañarse, y Nash también disfrutaba regodeándose en un poco de auto indulgencia de vez en cuando.
Pero desde un punto de vista práctico, no podía esperar más. Debía actuar ya. Esto representaba -con locura o sin ella- que los niños podían ser un daño colateral.
Tenía una navaja en el bolsillo. La sacó y la sostuvo en la mano.
Nash fue hacia la puerta trasera de Novak y se puso a hurgar en la cerradura.