Clifford D. Simak Un anillo alrededor del Sol

CAPITULO 1

Vickers se despertó muy temprano; era ridículo levantarse a esa hora, pero la noche anterior Ann le había telefoneado para hablarle de una persona que deseaba presentarle en Nueva York. Sus protestas no habían servido de nada.

—Ya sé que eso arruina tu programa de trabajo, Jay— dijo ella—, pero creo que no debes dejar pasar esta oportunidad.

—No puedo, Ann. Tengo el libro en marcha y no quiero perder impulso.

—Es que se trata de algo importante, lo mejor que se ha presentado hasta ahora. Te eligieron a ti y quieren hablar contigo antes que con nadie. Creen que eres el hombre adecuado para encargarte de eso.

—¿Publicidad?

—No, no es publicidad. Es otra cosa.

—No importa. No quiero que me presentes a ese hombre, sea quien fuere.

Y había cortado la comunicación.

Pero allí estaba, siempre temperamental, preparándose el desayuno para ir a Nueva York.

Mientras freía huevos y tocino, preparaba las tostadas y trataba de no perder de vista a la cafetera, sonó el timbre de la puerta.

Se ajustó la bata y fue a abrir. Podía ser el repartidor de diarios, que no lo había hallado en casa el día de cobro y acababa de ver luz en la cocina. O su vecino, aquel viejo extraño llamado Horton Flanders que se había mudado al barrio hacía más o menos un año y tenía la costumbre de ir a visitarlo a las horas más incómodas e inesperadas. Era un anciano afable y de aspecto distinguido, aunque algo apolillado y harapiento, buen compañero y agradable interlocutor, aunque Vickers habría preferido que sus visitas fueran más ortodoxas.

Podían ser el repartidor de diarios o Flanders. Difícilmente se trataría de otra persona a hora tan temprana.

Al abrir la puerta se encontró ante una niñita arropada en una bata de color de cereza y pantuflas de pompón. Tenía el pelo revuelto, como quien acaba de abandonar la cama, pero lo miró con chispas en los ojos azules y una bella sonrisa.

—Buenos días, señor Vickers —dijo—. Me desperté y no me podía dormir, y vi luz en su cocina y pensé que a lo mejor usted no se sentía bien.

—No me pasa nada, Jane —respondió Vickers—. Estaba preparando el desayuno, eso es todo. Voy a tomarlo, ¿te gustaría acompañarme?

—¡Oh, sí! Eso pensaba: si usted estaba desayunando a lo mejor me invitaba.

—Tu madre no sabe que estás aquí, ¿verdad?

—Mamá y papá están durmiendo —confirmó Jane—. Es el día que papá no trabaja y anoche salieron y volvieron tardísimo. Los oí cuando llegaron, y mamá le decía a papá que bebía demasiado y que nunca, nunca, volvería a salir con él si bebía tanto, y papá…

—Jane —interrumpió Vickers con firmeza—, no creo que a tu mamá y a tu papá les guste que hables de eso.

—Oh no les importa. Mamá siempre habla de eso. El otro día le dijo a la señora Traynor que estaba medio decidida a divorciarse de mi papá. ¿Qué quiere decir divorciarse, señor Vickers?

—Vaya, no sé. No recuerdo haber oído nunca esa palabra. Me parece que no debemos hablar de lo que dice tu mamá. Y mira, te has mojado las pantuflas al cruzar el césped.

—Afuera está un poco mojado. Hay muchísimo rocío.

—Entra —indicó Vickers—. Buscaré una toalla para secarte los pies; después desayunaremos y llamaremos a tu mamá para decirle que estás aquí.

Ella entró y Vickers cerró la puerta.

—Siéntate allí mientras busco la toalla. Tengo miedo de que te resfríes.

—Usted no está casado, ¿verdad, señor Vickers?

—Vaya, no. Casualmente no estoy casado.

—Casi todo el mundo está casado —dijo Jane—. Casi todos los que conozco. ¿Por qué no se ha casado, señor Vickers?

—Bueno, no lo sé muy bien. Supongo que nunca encontré una chica.

—Hay muchas chicas.

—Hubo una —dijo Vickers—. Hace mucho tiempo hubo una chica.

Hacía años que no lo recordaba con tanta nitidez, tras haber forzado el tiempo para que oscureciera el recuerdo, para que lo suavizara y lo escondiera, a fin de no pensar en eso; cuando lo hacía todo era tan lejano y difuso que no era difícil descartar el pensamiento.

Pero allí estaba otra vez. En otros tiempos hubo una muchacha y un valle encantado por el que caminaron un día; un valle primaveral, con los rosados capullos de manzano silvestre flameando en las colinas, con cantar de mirlos y alondras que volaban a poca altura; y hubo también una loca brisa de primavera que agitó el agua y la hierba hasta que la pradera pareció fluir y convertirse en un lago, en pequeñas olas coronadas de espuma.

Por allí caminaban, y no cabían dudas: era un valle encantado. Vickers había regresado después al mismo lugar, pero el valle ya no estaba allí, o al menos no era el mismo; el sitio había cambiado por completo.

Habían pasado veinte años desde que caminara por él, y a lo largo de esos veinte años lo mantuvo oculto en la buhardilla de su mente. Pero allí estaba otra vez, fresco y reluciente como si todo hubiera ocurrido el día anterior.

—Señor Vickers —dijo Jane—, creo que se le queman las tostadas.

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