Cuando Jane se hubo ido y las platos estuvieron lavados recordó que venia postergando, desde hacia una semana o más, llamar a Joe por el asunto de los ratones. Le telefoneó.
—Joe, tengo ratones.
—¿Qué?
—Ratones. Esos animales pequeños. Corren por toda la casa.
—¡Vaya, qué extraño! —replicó Joe —Con una casa tan bien construida como la suya no debería tener nada de eso. ¿Quiere usted que vaya a liquidarlos?
—Creo que no hay más remedio. Probé con trampas, pero no caen. Conseguí también un gato y me abandonó a los dos o tres días.
—¡Vaya, qué extraño! A los gatos les gusta estar donde hay ratones para cazar.
—Pues éste debía ser loco —dijo Vickers—. Actuaba como si estuviera hechizado. Andaba de puntillas.
—Los gatos son algo raros.
—Hoy debo ir a la ciudad. ¿Cree usted que podrá hacer el trabajo mientras yo no esté?
—Seguro. El negocio de exterminación anda flojo en estos días. Iré a eso de las diez.
—Dejaré sin llave la puerta del frente —indicó Vickers.
Después de colgar el auricular fue a buscar el periódico, que estaba en los escalones de entrada. Ya en su escritorio lo dejó a un lado para tomar la pila de originales, apreciando su peso y su grosor, como si por ellos pudiera convencerse de que tenía algo bueno entre manos, que no era trabajo perdido, que decía cuanto deseaba, y lo bastante bien como para que otros, al leer sus palabras, descubrieran la verdad desnuda tras el frío de la letra impresa.
No estaba bien eso de malgastar el día. Habría debido quedarse a trabajar en vez de salir a entrevistarse con el hombre que su agente quería presentarle. Pero Ann se había mostrado insistente; aunque él argumentó tener el coche en reparaciones, dijo que era importante no perder la oportunidad. Lo del coche no era del todo cierto, pues Eb se lo terminaría a tiempo para hacer el viaje.
Echó una mirada a su reloj. Faltaba sólo media hora para que Eb abriera su taller, y en media hora no se puede escribir nada. Recogió el periódico y salió al porche para leer las noticias de la mañana.
¡Qué dulce era la pequeña Jane! Había elogiado su comida y charlado sin cesar. “Usted no está casado, ¿verdad, señor Vickers?”, había dicho. “¿Por qué no se ha casado?”
Y él pensó entonces: “Una vez hubo una muchacha. Ahora lo recuerdo. Una vez hubo una muchacha.”
Se llamaba Kathleen Preston; vivía en una gran casa de ladrillos, en la cuesta de una colina; una casa de muchas columnas, de porche amplio y abanicos sobre las puertas; una casa vieja, construida en el primer impulso del optimismo pionero, cuando el país era nuevo. Estaba precisamente donde la tierra había fallado, desmoronándose en zanjas y pozos, para dejar en las laderas grandes cicatrices de arcilla amarillenta.
Por entonces él era joven, tan joven que hacia daño pensar en eso. Y porque era joven no pudo entender que ella (esa muchacha perteneciente a una antigua casa ancestral, de abanicos sobre las puertas y pórtico de columnas) no pudiera tomar muy en serio a un muchacho cuyo padre tenía una granja agotada, donde el trigo crecía enfermizo y débil. O tal vez la ruptura se debió a la familia, pues también ella era demasiado joven para comprender bien aquello. Tal vez ella discutió con los suyos, entre lágrimas y palabras duras. Vickers no lo supo nunca. Después de aquella caminata por el valle encantado volvió a visitarla, pero ya la habían enviado a una escuela del este; él ya no volvió a saber de la niña.
En aras del recuerdo había vuelto a caminar por el valle, tratando de captar algo que le devolviera el encantamiento del paseo anterior. Pero los manzanos silvestres habían perdido los capullos; la alondra no cantaba igual y el encanto se había desvanecido en alguna tierra de Nunca Jamás. Ella se había llevado la magia consigo.
El periódico se le cayó. Se inclinó para recogerlo y lo abrió. Las noticias eran tan monótonas como siempre.
El último rumor de pacificación seguía en marcha, pero la guerra fría estaba en su apogeo. Claro que esa guerra fría llevaba ya muchos años y prometía prolongarse por varios más. Los últimos cuarenta años habían sido un desfile de crisis, rumores, amenazas de conflagraciones definidas que jamás se producían; en la actualidad el mundo, ya cansado de esa situación, bostezaba ante los nuevos rumores de pacificación y ante las crisis, que se vendían por docena.
Alguien, en un oscuro colegio de Georgia, había establecido un nuevo récord en el deporte de tragar huevos crudos. Una encantadora estrellita cinematográfica estaba a punto de volver a cambiar de marido. Los trabajadores del acero amenazaban con declararse en huelga.
Había un largo artículo sobre la desaparición de gente; lo leyó hasta la mitad, mientras le duró el interés. Al parecer cada vez era mayor el número de personas que desaparecía de los lugares habituales; se evaporaban familias enteras y la policía de todo el país comenzaba a enloquecer. Según decía el artículo, siempre había desaparecido gente, pero siempre de a una persona por vez. En esos momentos se daba el caso de que dos o tres familias se evaporaran súbitamente de la misma comunidad, y dos o tres de cualquier otra, sin que nadie dejara rastro. Por lo común pertenecían a los sectores más pobres. Hasta entonces quienes desaparecían habían tenido siempre algún motivo, pero en los casos de estas desapariciones masivas no había más razones que la pobreza; ni el cronista ni sus entrevistados lograban imaginar la posibilidad de que alguien desapareciera, voluntariamente o no, por el mero hecho de ser pobre.
Un titular decía: No hay sólo un mundo, dice un sabio. Leyó parte del artículo.
BOSTON, MASS. (AP)—Podría haber otra Tierra existente sólo un segundo más allá de la nuestra y otra un segundo más atrás, y otra más con dos segundos de retraso. El lector puede darse una idea: se trataría de una constante cadena de mundos, uno detrás de otro.
Tal es la teoría del doctor Vincent Aldridge…
Vickers dejó caer el periódico al suelo y contempló el jardín, rico en flores, maduro bajo los rayos del sol. Allí había paz, en ese florido rincón del mundo: al menos allí la había. Una paz compuesta de muchas cosas, de rayos dorados, del murmullo de las hojas estivales estremecidas por el viento, de pájaros, flores y girasoles, de cercas necesitadas de pintura y algún pino viejo que moría en silenciosa tranquilidad, tomándose su tiempo, en amistad con la hierba, las flores y los otros árboles.
Allí no había rumores ni amenazas, sólo una calmosa aceptación del curso cronológico, de la sucesión que formaban inviernos y veranos, luna y sol. Allí la vida era un don que debía ser mimado y protegido, y no un derecho a conservar en dura lucha contra los otros seres vivientes.
Vickers miró su reloj. Era hora de marcharse.