Conque era un androide, un hombre artificial, un cuerpo fabricado con unos cuantos productos químicos, moldeado por la astucia de la mente humana y la brujería tecnológica …, pero esa astucia y esa hechicería correspondían al cerebro mutante, pues los hombres normales que habitaban la madre Tierra, la Tierra original, no disponían de ellas. Eran los mutantes, sólo ellos, quienes podían crear un hombre artificial con tanta destreza que ni él mismo lo sabría de seguro. Y también mujeres artificiales, como Ann Carter.
Los mutantes podían hacer androides, robots, coches eternos, hojas de afeitar interminables y muchos artilugios más, todos inventados para derruir el sistema económico de la raza que les había dado origen. Había logrado el carbohidrato por síntesis, tanto como alimento como para fabricar los cuerpos de sus androides, y poseían el arte de viajar entre un mundo y otro, por todos aquellos mundos que circulaban pisándose los talones por los corredores del tiempo. Eso era cuanto sabía de sus habilidades y sus obras. De todo lo demás no tenía idea: ni de lo que hacían, ni de lo que podían estar planeando.
“Usted es mutante”, le había dicho Crawford, “un mutante sin desarrollar. Es uno de ellos”. Pues Crawford tenía una máquina inteligente que sabía hurgar en el cerebro e informar a su dueño de lo que allí encontraba; pero la máquina era estúpida, al fin y al cabo, ya que no podía distinguir siquiera un hombre real de un fraude.
El no era mutante, sino un cadete de los mutantes. Ni siquiera hombre, sino apenas una copia artificial.
¿Cuántos otros andarían por el mundo en las mismas condiciones, cumpliendo las tareas asignadas por el amo mutante? ¿A cuántos como él observaban y seguían los hombres de Crawford, sin sospechar que no seguían al enemigo sino a un mero producto fabricado por él? Eso daba una perfecta idea de la diferencia entre un hombre normal y un mutante: el hombre normal podía confundir a un espantajo con el adversario.
Los mutantes creaban un hombre, lo soltaban para observarlo y le permitían desarrollarse; también instalaban un pequeño mecanismo que llamaban ojo-espía para vigilarlo, un ratoncillo mecánico susceptible de ser aplastado con un pisapapeles. Y a su debido tiempo lo impulsaban. ¿Para qué?. Soliviantaban a sus conciudadanos para obligarlo a huir; ponían a su paso un juguete de la infancia y aguardaban el resultado de la asociación de ideas. Arreglaban las cosas de modo tal que estuviera conduciendo un coche Eterno cuando eso podía llevarlo otra vez al linchamiento.
Y una vez que habían impulsado al androide, ¿qué pasaba con él? ¿qué pasaba con los androides una vez cumplida su función?
Había prometido a Crawford hablar nuevamente con él cuando estuviera enterado de lo que ocurría. Pues bien, ya sabía unas cuantas cosas que podían interesarle mucho.
Pero sabía algo más, algo que se agitaba en su cerebro, como si burbujeara en el intento de brotar. Sabía algo más, pero no podía recordarlo.
Seguía caminando por el bosque, entre los grandes árboles y la hojarasca profunda, entre el musgo, las flores y el extraño silencio que lo llenaba de paz. Tenía que buscar a Ann Carter y explicarle lo que ocurría. Juntos podrían hacerle frente.
Se detuvo junto al enorme roble y alzó la vista hacia el follaje, tratando de aclarar su mente, de apartar el caos de sus pensamientos para comenzar de nuevo.
Dos cosas quedaron en claro por sobre todo lo demás:
Era necesario volver a la Tierra madre.
Era necesario buscar a Ann Carter.