CAPITULO 48

Crawford señaló con un ademán la silla que estaba junto a su escritorio. Vickers notó con sorpresa que era la misma en la cual se había sentado hacia sólo pocas semanas, al visitarlo con Ann.

—Me alegra volver a verlo —dijo Crawford—. Es una suerte que podamos entendernos.

—Sus planes deben estar dando buenos resultados —observó Vickers—. Se le ve más afable que la última vez.

—Siempre soy afable. Aunque a veces me sienta preocupado o afligido, suelo ser afable.

—No ha hecho atrapar a Ann Carter.

—No hay razones para hacerlo —respondió el gordo, meneando la cabeza—. Todavía no.

—Pero la tiene bajo observación.

—Todos ustedes están bajo observación. Al menos, los pocos que quedan.

—Podemos venir sin ser vistos cuantas veces se nos ocurra.

—No lo pongo en duda —admitió Crawford—. Pero ¿por qué se quedan por aquí?. Si yo fuera mutante no lo haría.

—Es que ustedes están derrotados y lo saben —dijo Vickers, aunque le habría gustado sentir realmente esa confianza.

—Podemos declarar una guerra. Con sólo alzar un dedo comenzarán los disparos.

—No lo harán.

—Ustedes nos están apretando demasiado. Tendremos que hacerlo como última defensa.

—¿Se está refiriendo usted a la idea del otro mundo?

—Exactamente.

Crawford miró fijamente al escritor; sus ojillos claros parecían asomar entre los rollos de carne.

—¿Qué pretende que hagamos? —preguntó— ¿Dejar que ustedes nos arrollen sin mover un dedo? Probaron con los chismes y pudimos detenerlos, aunque con métodos bastante violentos, lo admito. Pero ahora han salido con algo nuevo. Como los chismes no servían fabricaron una idea, una religión, una especie de fanatismo barato. Dígame, Vickers: ¿qué nombre dan ustedes a esto?

—Verdad desnuda.

—Sea lo que fuere, es efectivo. Demasiado efectivo. Hará falta una guerra para conjurarlo.

—Supongo que ustedes lo denominan subversión.

—Es subversión —respondió Crawford—. Ya está dando resultados, aunque hace pocos días que comenzó. La gente renuncia al empleo, abandona la casa y regala su dinero. Dicen que la pobreza es la llave para entrar al otro mundo ¿Qué truco es el que se tienen ustedes entre manos, Vickers?

—Dígame, Crawford: ¿ha averiguado usted qué pasa con quienes renuncian a los empleos y regalan su dinero?

Crawford se inclinó hacia adelante al responder:

—Eso es lo que nos asusta. Esas personas desaparecen. Antes de que podamos rodearlos han desaparecido.

—Pasan al otro mundo —explicó Vickers.

—No sé dónde van, pero si sé lo que ocurrirá si permitimos que esto prosiga. Nos abandonarán todos los trabajadores; unos pocos al principio, cada vez más y más, hasta que al cabo…

—Si quiere provocar esa guerra vaya oprimiendo el botón.

—No podemos permitir que ustedes nos hagan esto —dijo Crawford—. De algún modo los detendremos.

Vickers se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio.

—Ustedes no tienen salvación, Crawford. Somos nosotros quienes no les permitiremos continuar. Somos nosotros quienes…

—Siéntese —indicó Crawford.

Vickers lo miró fijamente por un instante. Después, lentamente, volvió a ocupar la silla.

—Hay algo más —dijo Crawford—. Sólo una cosa más. Ya le hablé de los analizadores que hay en este cuarto. Bien, no están sólo aquí. Los hay por doquier: en las estaciones de ferrocarril, en las terminales de ómnibus, en los vestíbulos de los hoteles, en los restaurantes…

—Lo imaginaba. Así es como logró detectarme.

—Ya se lo advertí antes. No nos desprecie por ser meramente humanos. Esto es una organización de la industria mundial; podemos hacer cualquier cosa y hacerla con mucha celeridad.

—Pero se han pasado de listos —observó Vickers—. Esos analizadores les han revelado una serie de cosas que preferían no saber.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que los industriales y los banqueros de esta organización son precisamente los mutantes contra quienes luchan.

—Como dije, tengo que poner todo en sus manos, Vickers. ¿Le molestaría decirme cómo hicieron para infiltrarlos?

—No son infiltrados, Crawford.

—Que no son…

—Comencemos por el principio. Quiero preguntarle qué entiende usted por mutante.

—Bueno, supongo que es un hombre común dotado de ciertos talentos extraordinarios: una mejor comprensión, la comprensión de ciertas cosas que nosotros no captamos.

—Supongamos ahora que alguien fuera mutante sin saberlo, creyéndose hombre normal. ¿Qué pasaría entonces? ¿A qué se dedicaría? Médico, abogado, mendigo o ladrón, llegaría a la cumbre en su terreno. Sería un cirujano eminente, un gran legislador, un artista de fama. También podría ser industrial o banquero.

Los ojillos azules centellearon en el rostro de Crawford. Vickers prosiguió:

—Usted está al mando de un grupo de mutantes, uno de los mejores que existen en la actualidad. Son hombres que no podríamos tocar, porque están demasiado vinculados al mundo normal. ¿Qué piensa hacer al respecto, Crawford?

—Absolutamente nada. No pienso informarlo ante ellos.

—En ese caso lo haré yo.

—No, no lo hará—dijo Crawford—. Porque usted está acabado. ¿Por qué cree que se ha salvado hasta ahora, a pesar de todos los analizadores? Porque lo he dejado seguir, eso es todo.

—Pensaba llegar a un trato conmigo.

—Tal vez, pero ya he abandonado esa esperanza. En otros tiempos era un punto a nuestro favor. Ahora es un peligro.

—¿Y me arroja a los leones?

—Precisamente. Buenos días, señor Vickers. Ha sido un placer conocerlo.

Vickers se levantó.

—Nos volveremos a ver.

—Lo dudo —respondió Crawford.

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