Vickers pidió hablar con el gerente de la juguetería. El hombre pareció lleno de comprensión.
—Verá, señor —dijo—, comprendo lo que usted siente. Tuve uno de esos trompos cuando era niño, pero ya no los fabrican más. No sé por qué, pero no lo hacen. Ahora hay demasiados juguetes complicados y artificiosos. Nada que se parezca a un trompo.
—Esos grandes, sobre todo —dijo Vickers—. Los que venían con una manivela. Uno los impulsaba en el suelo y silbaban al girar, ¿recuerda?
—Los recuerdo. Tuve uno cuando era niño. Solía jugar horas enteras con él, me sentaba a mirarlo.
—¿Para ver adónde iban las bandas?
—No recuerdo que me preocupara mucho saber adónde iban las bandas. Me gustaba mirarlo girar y escuchar el silbido.
—A mi me preocupaba saber adónde iban. Usted las ha visto: giran y desaparecen en algún punto cercano al extremo.
—Dígame —preguntó el gerente—¿adónde van?
—No lo sé—admitió Vickers.
—A una o dos calles de distancia hay otra juguetería— dijo el hombre—. Tienen muchas baratijas, pero tal vez les quede algún trompo de ésos.
—Gracias.
—También podría preguntar en la ferretería de enfrente. Suelen tener un buen stock de juguetes, pero supongo que los guardan en el sótano. Sólo los sacan para Navidad.
El hombre de la ferretería comprendió en seguida lo que Vickers necesitaba, pero dijo que no había visto nada parecido en muchos años. Tampoco la otra juguetería pudo vendérselo. La vendedora, sin dejar de mascar chicle y de rascarse la mata de pelo con un lápiz, respondió que no sabía dónde se podía conseguir algo así. Nunca los había visto. Pero si quería un regalo para algún varoncito tenía muchas cosas bonitas para ofrecerle. Esos cohetes de juguete o aquellos…
Vickers salió a la calle. La pequeña ciudad del medio oeste estaba atestada de compradores tardíos. Había mujeres de vestidos estampados, otras con ropas de oficina, estudiantes secundarios que recién salían de la escuela, hombres de negocios que salían a tomar un café antes de cerrar el local para volver a la casa. Una multitud de gandules se agolpaba calle arriba frente al coche, que Vickers había dejado frente a la primera juguetería. Era hora de agregar diez centavos en el parquímetro.
En el bolsillo tenía sólo una moneda de diez una de veinticinco y otra de cinco centavos. Al verlas en la palma de su mano se le ocurrió echar un vistazo a la billetera. Al abrirla vio que sólo le quedaban dos billetes de a dólar.
Puesto que no podía regresar a Cliffwood, al menos por el momento, no tenía en el mundo un sitio que pudiera considerar suyo. Necesitaba dinero para alojarse durante la noche, para comer y para el combustible del coche. Pero por sobre eso, más que ninguna otra cosa, necesitaba un trompo cantarín que tuviera bandas de color pintadas sobre el vientre.
Se detuvo en medio de la acera, pensando en el trompo y discutiendo consigo mismo. Toda su lógica le indicaba que debía estar equivocado, pero un factor ilógico de su ser respondía: “No estoy equivocado. Funcionará. Lo hizo una vez cuando yo era niño, antes de que papá me quitara el trompo.”
¿Y qué habría pasado si no le hubiesen quitado el trompo? Hubiera regresado una y otra vez al país de las hadas, una vez hallado el camino. Se preguntó entonces qué le hubiera ocurrido allí, a quién hubiera conocido, qué cosas hubiera encontrado en la casa del bosquecillo. Porque indudablemente habría llegado hasta allí, una vez acostumbrado a la idea; tras haber observado de lejos por bastante tiempo habría seguido el sendero hasta la puerta para llamar a ella.
Tal vez otras personas habían entrado al país de las hadas mientras contemplaban el girar de un trompo. Cabía preguntarse, en ese caso, qué había sido de ellas. El gerente de la juguetería no estaba entre ellos, era evidente, pues no le interesaba el destino de las bandas; se limitaba a contemplarlas y a escuchar el silbido.
¿Por qué él, entre todos, había encontrado el camino? Acaso el valle encantado fuera también una parte de aquel país de hadas; tal vez la muchacha y él habían pasado por algún portal invisible. Porque el valle de sus recuerdos no era el mismo que había visto esa mañana.
No tenía sino un modo de descubrirlo: para eso necesitaba un trompo.
¡Pero si lo tenía ya! Estaba buscando desesperadamente algo que ya tenía. Habría que enderezar un poco la manivela y agregarle un poco de aceite para limpiar la herrumbre; además era necesario pintarlo.
Con toda seguridad sería mejor ése que ningún otro trompo, pues era el original, el mismo que lo había hecho pasar en una oportunidad…, y a Vickers le resultó grato pensar que quizá tuviera ciertas cualidades especiales, alguna función mística exclusiva. Era una suerte haber pensado en él tras haberlo olvidado por segunda vez, allí en la guantera donde lo había arrojado después de encontrarlo.
Vickers subió por la calle hasta la ferretería.
—Quiero un poco de pintura. La pintura más brillante y lustrosa que tengan. Rojo, verde y amarillo. Y algunos pinceles pequeños para aplicarla.
Por el modo en que el hombre lo miró era evidente que lo creía loco.