CAPITULO 38

Al fin resultaba que él era mutante, después de todo; un mutante disfrazado de androide. Y una vez que hubiese frenado a Crawford volvería a ser un mutante de dieciocho años enamorado de una mutante de diecisiete. Tal vez antes de su muerte los escuchas hubiesen captado la fórmula para lograr la inmortalidad; en ese caso él y Kathleen recorrerían valles encantados por toda la eternidad, tendrían hijos mutantes dotados de pasmosos presentimientos y todos llevarían una vida que hasta los dioses paganos de la Tierra contemplarían con envidia.

Arrojó a un lado las cobijas y salió de la cama para acercarse a la ventana. Allí estaba el valle encantado por donde había caminado veinte años atrás. Era un valle desierto, y desierto permanecería, hiciera él lo que hiciese.

Había atesorado ese sueño por más de veinte años; en ese momento empezaba a tornarse realidad, pero teñido por todo ese tiempo transcurrido; no había forma de volver a aquella noche de 1966. Nadie puede regresar a lo que ha abandonado.

Es imposible borrar los años vividos, imposible amontonarlos en un rincón y darles la espalda. Uno puede hacerlos a un lado y olvidarlos, pero no para siempre: llegará el día en que vuelvan a aparecer. Y cuando eso ocurre uno se encuentra con que ha vivido no sólo una mentira, sino dos.

En eso consistía el problema: en que era imposible ocultar el pasado.

La puerta se abrió con un crujido. Vickers se volvió. Allí estaba Ezequiel, con la piel plástica reluciente bajo la luz velada del descansillo.

—¿No puede dormir? —preguntó—. Quizá pueda ayudarlo. Polvos somníferos, o…

—Sí, quiero pedirte algo —dijo Vickers—. Quisiera ver cierto registro.

—¿Un registro, señor?

—Sí. Los registros de mi familia. Deben estar en algún sitio.

—En los archivos, señor. Puedo traerlo enseguida, si se digna esperar un momento.

—Y el de los Preston también —agregó Vickers—. El registro de la familia Preston.

—Sí, señor —dijo Ezequiel—. En un momento los tendrá.

Vickers encendió el velador y se sentó en el borde de la cama. Ya sabía lo que debía hacer. El valle encantado era un valle vacío; la luz de la luna, al quebrarse contra la blancura de las columnas, era sólo un recuerdo sin vida ni color. El aroma de las rosas que perfumaran aquella perdida noche primaveral se había esfumado en el viento de los años transcurridos.

“Ann”, pensó, “durante mucho tiempo he actuado como un tonto con respecto a Ann”. Y agregó, casi en voz alta:

—¿Qué pasó, Ann? Hemos chanceado y reñido, hemos empleado las chanzas y las riñas para ocultar el amor que sentíamos. Y si no hubiera sido por mi, por este sueño del valle que se fue enfriando sin que yo lo supiera, habríamos descubierto hace tiempo lo que había entre nosotros.

“Ellos nos quitaron a los dos el derecho innato de vivir en el cuerpo con que llegamos al mundo. Hicieron de nosotros, no un hombre y una mujer, sino dos cosas que pasan por tales. Recorremos las calles de la vida como sombras sobre una pared. Y ahora nos quitarán la dignidad de la muerte y el saber que nuestra tarea está cumplida para que vivamos una mentira: yo, como androide impulsado por la fuerza vital de un hombre que no soy yo, tú, animada por una vida que no es la tuya”.

—Al demonio con ellos —dijo—. Al demonio con esta doble vida, con esto de ser un producto de fábrica.

Volvería a la otra Tierra para buscar a Ann Carter, para decirle que la amaba; no como se ama a un recuerdo de luna y rosas, sino como un hombre ama a una mujer cuando ha pasado el arrebol de la juventud, juntos vivirían los años que les restaran, él escribiría sus libros y ella continuaría con su trabajo. Y ambos olvidarían, hasta donde les fuera posible, todo lo referido a los mutantes.

Prestó atención a los pequeños murmullos de la casa en sombras, esos susurros que pasan desapercibidos durante el día, cuando el ruido del hombre lo llena todo. Y pensó “Si uno escuchara con mucha atención y conociera el idioma, la casa le contaría cuanto uno quisiera saber; podría decirnos qué aspecto tenía alguien en cierto instante, la voz con que fue pronunciada una palabra, lo que cada uno piensa o hace cuando está solo”.

Los registros no le contarían toda la historia ni la verdad que buscaba, pero por ellos podría informarse de quién era y sabría algo sobre sus padres, aquel haraposo granjero y su mujer.

La puerta volvió a abrirse y Ezequiel entró con sus pasos acolchados; traía una carpeta bajo el brazo Se la tendió a Vickers v permaneció a un lado, esperando.

Vickers abrió la carpeta con manos temblorosas. Allí estaba todo:

Vickers, Jay, n. 5 Ag. 1947. v.t. Junio 20, 1966, c.p., t., m.i., mut. lat.

Estudió todo aquello y no le halló sentido.

—Ezequiel.

—¿Sí, señor?

—¿Qué significa todo esto?

—¿A qué se refiere, señor?

—A esta línea —señaló Vickers—: todo esto del v.t.

Ezequiel se inclinó para leerle:

—Jay Vickers, nacido 5 Agosto, 1947, vida transferida 20 junio, 1966, capacidad precognición, sentido del tiempo, memoria inherente, mutación latente. Eso significa, señor, que usted no ha cobrado conciencia de ella.

Vickers echó una mirada a la parte superior de la página; allí estaban los nombres, las dos líneas entre los corchetes indicadores de matrimonio, de las cuales surgía la anotación correspondiente a él.

Charles Vickers, n. 10 junio 1917, cont. 8 Ag. 1938 consc., s.t., el., m.i., a.s, 6 feb. 1971.

Sarah Graham, n. 16 abril. 1920, cont. 12 sept. 1937 consc., com, ind., s.t., m.i., a.s. 9 marzo 1970.

Sus padres. Dos párrafos de símbolos. Trató de descifrarlos.

—Charles Vickers, nacido el 10 de enero de 1917, continuo… No, eso no va.

—Contacto establecido, señor —aclaró Ezequiel.

—Contacto establecido el 8 de agosto de 1938, consciente, s.t. y el. ¿Qué es eso?

—Sentido del tiempo y electrónica, señor.

—¿Sentido del tiempo?

—Así es, señor. Los otros mundos. Son cuestión de tiempo, como usted sabe.

—No, no lo sé—confesó Vickers.

—No existe el tiempo —explicó Ezequiel—. Es decir, no existe tal como lo concibe el ser humano común. No hay un fluir constante, sino paréntesis cronológicos en los que cada segundo sigue al anterior, aunque en realidad no existen los segundos como medida.

—Comprendo —dijo Vickers.

En verdad comprendía. En ese momento lo recordaba todo: la explicación de los otros mundos, cada uno atrapado en un momento, en cierta extraña y arbitraría división del tiempo; cada paréntesis cronológico tenía su propio mundo y nadie podía saber ni suponer hasta dónde se extendía la cadena.

Algún dispositivo secreto se había puesto en funcionamiento en su interior Allí estaba la memoria inherente, como siempre lo había estado, aunque escondida en su ignorancia, tal como aún lo estaba en gran medida su capacidad de precognición.

Según acababa de decir Ezequiel, el tiempo no existía. No existía en la forma en que lo concebían los seres humanos comunes. El tiempo estaba dividido en parcelas y cada una contenía una sola fase del universo, un universo inaccesible para la comprensión humana.

¿Y el tiempo en sí? El tiempo era un medio infinito extendido hacia el futuro y el pasado…Pero no había futuro ni pasado, sino un infinito número de paréntesis extendidos hacia ambos lados, cada uno portador de una sola fase del universo.

En la Tierra original el hombre cavilaba sobre el tiempo, sobre la posibilidad de proyectarse hacia el ayer o hacia el mañana. Vickers comprendió entonces que todo era imposible, que cada instante permanecía para siempre encerrado en su paréntesis. La tierra del hombre había viajado en la misma burbuja de ese instante desde el momento de su génesis; moriría y se derrumbaría en la nada sin haber salido de ese mismo instante.

Se podía viajar en el tiempo, naturalmente, pero no habría ayer ni mañana. En cambio, si uno poseía cierto sentido del tiempo estaba en condiciones de pasar de un paréntesis a otro; al hacerlo no hallaría ayer ni mañana, sino otro mundo. Y eso era lo que había hecho él al impulsar el trompo. Claro que el juguete no tenía intención alguna en eso: era sólo una ayuda.

Prosiguió con el análisis de las anotaciones.

—A.n. ¿Qué significa a.n., Ezequiel?

—Animación suspendida, señor.

—¿Mi padre y mi madre?

—Están en animación suspendida, señor, a la espera del día en que los mutantes logren finalmente la inmortalidad.

—¡Pero si murieron los dos! Sus cuerpos…

—Cuerpos humanoides, señor. Debemos hacer todo en orden para que los normales no sospechen.

El cuarto se iluminó, frío y desnudo, con la monstruosa desnudez de la verdad. Animación suspendida. Sus padres aguardaban en animación suspendida el día en que se les pudiera dar la inmortalidad. Y él, Jay Vickers, el verdadero Jay Vickers, ¿qué era de él? No estaría en animación suspendida, por cierto, puesto que la vida había abandonado al verdadero cuerpo para ocupar el del androide sentado en el cuarto, con el registro de su familia entre sus manos androides.

—¿Y Kathleen Preston?—preguntó.

Ezequiel meneó la cabeza.

—No sé de ninguna Kathleen Preston —respondió.

—Pero trajiste el registro de su familia.

Ezequiel volvió a negar.

—¡No hay registro de los Preston! Revisé todo el índice. No menciona ningún Preston. No hay Preston por ninguna parte.

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