CAPITULO 9

Oscurecía ya cuando el ómnibus llegó a Cliffwood. Vickers compró un periódico en la farmacia de la esquina y cruzó la calle hasta el único café decente de la ciudad. Allí pidió la comida. Cuando comenzaba a leer el periódico le llegó una voz aflautada.

—¡Hola, señor Vickers!

Vickers dejó el diario y alzó la vista. Era Jane, la pequeña que había desayunado con él.

—¡Oh, hola, Jane! ¿Qué haces aquí?

—Yo y mamá vinimos a comprar helado para la cena —explicó Jane mientras trepaba a la otra silla—. ¿Dónde estuvo hoy, señor Vickers? Fui a visitarlo pero había un hombre que no me dejó entrar. Dijo que estaba matando ratones. ¿Por qué los mata, señor Vickers?

—Jane —llamó alguien.

Una mujer estaba frente a él, sonriente, con la belleza de la madurez.

—No le haga caso, señor Vickers —le dijo.

—Oh, al contrario, es un encanto.

—Soy la señora Leslie —explicó la mujer—, la madre de Jane. Hace tiempo que somos vecinos, pero todavía no nos conocíamos.

Y se sentó a la mesa.

—He leído algunos de sus libros. Son maravillosos. No los leí todos, claro, porque una tiene tan poco tiempo…

—Gracias, señora Leslie.

Y Vickers se quedó pensando si acaso ella no interpretaría que le daba las gracias por no leer todos sus libros.

—Tenía intenciones de ir a verle —dijo la mujer—. Estamos organizando un club de fingidores y lo tengo a usted en mi lista.

Vickers meneó la cabeza.

—Estoy muy escaso de tiempo —replicó—. Tengo por norma no asociarme a nada.

—Pero esto sería… Bueno, se puede decir que está dentro de su terreno.

—Le agradezco que se haya acordado de mí.

Ella se echó a reír, diciendo:

—Le parece una tontería, ¿verdad, señor Vickers?

—No, no lo calificaría como tontería.

—¿Como puerilidad, acaso?

—Ya que es usted quien propone el término, si, lo admito. Me parece vagamente pueril.

“Ahora si que me he lucido”, pensó. “Dará vuelta a las cosas de modo tal que para todo el mundo seré yo y no ella quien lo dijo. Se lo contará a todos los vecinos: en su propia cara le dije que el club era pueril.”

Pero ella no parecía ofendida.

—Para usted, que no tiene un minuto libre, no puede ser de otro modo. Pero dicen que es un sistema inmejorable para desarrollar un interés… Me refiero a un interés ajeno al propio yo.

—No lo pongo en duda —repuso Vickers.

—Tengo entendido que demanda mucho esfuerzo. Una vez que uno decide en qué periodo fingirá vivir debe consultar bibliografía, investigar al respecto y, finalmente, escribir un diario. Hay que hacerlo día por día, con un relato completo de todas las actividades; no basta con una o dos frases. Además debe ser interesante y capaz de despertar entusiasmo en los otros.

—Hay muchos periodos de la historia que podrían ser interesantes —dijo el escritor.

—¡Vaya, me alegra que lo diga! —exclamó la señora Leslie, llena de ansiedad— ¿Me ayudaría a escoger uno? Si usted debiera elegir un periodo excitante, ¿cuál preferiría?

—No sé, lo siento; tendría que pensarlo.

—Pero usted dijo que había muchos.

—Ya lo sé. Y sin embargo, pensándolo bien, se me ocurre que el presente puede estar tan lleno de interés como cualquiera de los otros.

—¡Pero si no pasa nada!

—Pasan demasiadas cosas —dijo Vickers.

Todo aquello era lamentable, por supuesto. Personas adultas que fingían vivir en otra época confesando públicamente su falta de ajuste con la propia, esa intranquilidad que los obligaba a retroceder hacia otros tiempos, otros acontecimientos, donde hallaban las mohosas emociones de una existencia prestada. Marcaba con un amargo fracaso la vida de esas personas, una vacuidad terrible que no les permitía existir por si, el reclamo a voz en cuello de un abismo que requería ser cubierto.

Vickers recordó la charla de las dos mujeres en el asiento trasero del ómnibus. ¿Qué enfermiza satisfacción obtendría de aquello el fingidor que pretendía vivir en la época de Pepys? Claro, allí estaba la vida del mismo Pepys, llena de urgencias, encuentros con mucha gente, pequeñas tabernas donde había queso y vino, teatros, excelentes compañías y charlas a medianoche. Las mil cosas interesantes, en fin, por las que Pepys estaba lleno de vida, tan lleno de vida como los fingidores estaban vacíos de ella.

El movimiento en si era escapismo puro, por supuesto, pero ¿de qué escapaba toda esa gente? De la inseguridad, tal vez. De la tensión, de una intranquilidad cotidiana e incesante que nunca llegaba a ser temor declarado, pero tampoco acababa en paz. Tal vez del estado mental de no sentirse jamás seguro: un estado mental que todos los refinamientos de una tecnología altamente desarrollada no podían compensar.

—Nuestro helado ya ha de estar envuelto —dijo la señora Leslie, recogiendo sus guantes y bolso—. Tiene que venir a casa una noche de éstas, señor Vickers.

El se levantó para despedirse.

—Por cierto. Una noche de éstas —prometió.

Sabía que no haría esa visita y que ella tampoco la deseaba, pero ambos pagaban tributo, de la boca hacia afuera a la antigua leyenda de la hospitalidad.

—Vamos, Jane —dijo la señora—. Ha sido un placer conocerlo, señor Vickers, después de tantos años.

Y se marchó sin esperar respuesta. Jane se demoró un momento.

—Ahora en casa todo anda bien —dijo—. Papá y mamá se han arreglado otra vez.

—Me alegro mucho —respondió Vickers.

—Papá dice que no volverá a salir con mujeres.

—Me alegro.

La madre llamó a Jane desde la otra punta del negocio.

—Tengo que irme —dijo Jane, bajando de la silla.

Corrió por el local hasta reunirse con su madre. Mientras se dirigían hacia la puerta se volvió para agitar la mano hacia Vickers en señal de despedida.

“Pobrecita”, pensó Vickers, ” ¡Qué vida le espera! Si yo tuviera una criatura como ella… “Pero apartó el pensamiento sin demora. Para él no había criaturas, sólo un estante de libros. Y el nuevo original lo estaba esperando en toda su gloria llena de promesas. De pronto comprendió que esas promesas eran débiles y falsa la posible gloria. Libros y originales: poca cosa para servir de base a una vida.

Ahí estaba el problema, por supuesto, y no sólo para él. Nadie parecía tener gran cosa sobre la cual construir su vida. El mundo llevaba muchos años entre la guerra y la amenaza de guerra. En un principio se había producido cierto pánico, cierta necesidad de escapar; en la actualidad había sólo ese entumecimiento moral y mental; ya ni siquiera se reparaba en él: se lo aceptaba como parte normal de la vida.

No era de extrañar que hubieran aparecido los fingidores. El mismo practicaba la ficción entre sus libros y sus manuscritos.

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