CAPITULO 14

Cuando Vickers volvió a su casa había caído ya la noche. El teléfono estaba sonando y tuvo que correr por la sala para atenderlo. Era Ann Cuter.

—Me he pasado el día tratando de comunicarme contigo. Estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?.

—Fuera de casa, buscando a un hombre.

—Jay, no te hagas el gracioso —pidió ella—. Por favor déjate de bromas.

—No es broma. Es un anciano, vecino mío. Desapareció. Estuve ayudando en la búsqueda.

—¿Apareció?

—No, no lo hallamos.

—¡Qué pena!—exclamó ella—¿Era buen hombre?

—De los mejores.

—Tal vez lo hallen más adelante.

—Tal vez —respondió Vickers—. ¿Por qué estabas tan preocupada?

—¿Recuerdas lo que dijo Crawford?

—Dijo muchas cosas.

—Acerca del próximo artículo que aparecería en el mercado. Un vestido por cincuenta centavos.

—Ahora que lo mencionas, sí, me acuerdo.

—Bien, ya está.

—¿Qué es lo que está?

—Apareció el vestido. Pero no cuesta cincuenta centavos, sino ¡quince!

—¿Compraste alguno?

—No, Jay. Estaba demasiado asustada para comprarlo. Iba caminando por la Quinta Avenida y vi un letrero en un escaparate, un letrero pequeño y discreto. Decía que el vestido en exhibición estaba en venta a quince centavos. ¿Lo imaginas, Jay? ¿Un vestido de quince centavos en la Quinta Avenida?

—No, no puedo imaginarlo —confesó Vickers.

—¡Era tan bonito…! Brillaba. No era brillo de pedrería ni de lentejuelas; era la tela lo que brillaba, como si estuviera viva. Y el color… Jay, era el vestido más bonito que he visto en mi vida. Y pude haberlo comprado por quince centavos, pero me faltó coraje. Recordé lo que nos había dicho Crawford y me quedé helada, mirándolo.

—Bueno, es una lástima —dijo Vickers—. Junta coraje y vuelve por la mañana. Quizá todavía lo tengan.

—Pero eso no importa, Jay, ¿no lo comprendes?. Eso prueba que Crawford tenía razón. Sabe lo que dice; es cierto que existe una conspiración y que el mundo está acorralado.

—~,Y qué puedo hacer yo?

—Bueno, yo… No sé, Jay. Creí que te interesaría.

—Me interesa —replicó Vickers—. Y mucho.

—Jay, se está preparando algo.

—Tranquilízate, Ann. Es claro que se está preparando algo.

—Pero ¿qué es?. No. es sólo lo que Crawford dijo. No sé como…

—Tampoco yo lo sé. Pero es algo grande. Escapa a tu alcance y al mío. Tengo que pensarlo.

De pronto la tensión desapareció de la voz de Ann.

—Jay —dijo—, ahora me siento mejor. Me hizo bien hablar contigo.

—Mañana saldrás de compras —le dijo él—, e irás a comprar varios vestidos de quince centavos. Ve temprano, antes de que llegue la multitud.

—¿Qué multitud?. No comprendo.

—Mira, Ann, cuando corra la noticia la Quinta Avenida se convertirá en un atolladero de compradoras en busca de gangas.

—Creo que tienes razón —respondió ella—. Llámame mañana, ¿quieres, Jay?

—Lo haré.

Se despidieron y él cortó. Permaneció inmóvil por un instante, tratando de decidir lo que haría a continuación.

Había que cenar, buscar el periódico y verificar si había correspondencia.

Abrió la puerta y desandó el sendero hasta el pequeño buzón de la entrada. Sacó de él unas pocas cartas y las revisó de prisa; había muy poca luz y no pudo distinguir los remitentes. Parecían ser, en su mayoría, envíos de propaganda. Y unas cuantas facturas a pagar, aunque recién comenzaba el mes.

Ya de regreso en la casa encendió la lámpara del escritorio y dejó las cartas sobre la mesa. Junto a la lámpara estaba todavía el embrollo de tubos y discos que había recogido del suelo la noche anterior. Fijó por un momento la vista en ellos, tratando de recuperar la correcta perspectiva del tiempo. Había sido tan sólo la noche anterior, pero parecían haber pasado semanas enteras desde que arrojara el pisapapeles contra el rincón.

Y nuevamente volvió a quedarse inmóvil, como entonces, con la sensación de que en alguna parte estaba la clave de todo. Sólo hacía falta saber cómo buscarla.

El teléfono volvió a sonar. Era Eb.

—¿Qué piensas del asunto?—preguntó.

—No sé qué pensar.

—Está en el fondo del río —aseguró Eb—. Es allí donde está, como le dije al comisario. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, empezarán a dragarlo.

—No sé —dijo Vickers—. Quizá tengas razón, pero no creo que haya muerto.

—¿Por qué, Jay?

—Tampoco lo sé. No es por un motivo preciso. Un presentimiento, nada más.

—Te llamé porque tengo algunos de esos coches Eterno —aclaró Eb, cambiando de tema—. Me llegaron esta tarde. Pensé que a lo mejor te habías decidido a comprar uno.

—No lo he pensado mucho, Eb, para serte sincero. Pero tal vez me interese.

—Por la mañana te llevaré uno. Así podrás probarlo y decidir qué te parece.

—Magnífico.

—De acuerdo —dijo Eb—. Hasta mañana.

Vickers volvió al escritorio y recogió las cartas. No había facturas. De las siete, seis eran folletos de propaganda; y la séptima venia en un sobre blanco cubierto de escritura temblorosa.

Lo abrió. Dentro había una sola hoja de papel, meticulosamente doblada. Decía:

Mi querido amigo Vickers:

Confío en que ésta no lo encuentre demasiado exhausto tras los agotadores esfuerzos que, indudablemente, le habrá exigido la búsqueda de mi persona.

No me caben dudas de que mis acciones impondrán a los gentiles habitantes de esta excelente aldea ciertas inusitadas diligencias, que redundarán en perjuicio de los asuntos propios, pero tampoco ignoro que disfrutarán intensamente de ellas.

Sé que usted no revelará la recepción de ésta carta ni se comprometerá más de lo necesario para convencer a nuestros vecinos de que es inútil proseguir la búsqueda. Puedo asegurarle que soy muy feliz; sólo la necesidad del momento me obligó a hacer lo que hice.

Le dirijo esta nota por dos razones. En primer lugar para aliviarlo de cualquier intranquilidad que pueda sentir por mi suerte. En segundo término, para abusar de nuestra amistad hasta el punto de ofrecer un consejo sin que me haya sido solicitado.

Desde hace algún tiempo vengo pensando que usted se limita demasiado a su obra; tal vez le convendría tomarse unas pequeñas vacaciones. Sería una excelente idea hacer una visita a los escenarios de su infancia y recorrer los senderos que holló cuando niño. Eso podría ayudarle a limpiar el polvo y a ver con ojos más claros.

Su amigo

Horton Flanders

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