Enderezó la manivela que hacia girar el trompo y lustró el metal antes de marcar las espirales con un lápiz. Pidió prestada una lata de lubricante y aceitó con él la cerrada espiral de la manivela, a fin de que funcionara con facilidad. Finalmente se dedicó a la pintura.
No tenía muchas condiciones para esa tarea, pero se dedicó a ella con tesón. Pintó cuidadosamente los colores; primero el rojo, después, el verde; por último el amarillo. No recordaba bien cuáles habían sido los colores originales, pero quizás ese detalle no importara mucho, siempre que fueran brillantes y estuvieran dispuestos en espiral.
Se ensució de pintura las manos y la ropa; ensució también la silla sobre la cual había puesto el trompo y volcó la lata de esmalte rojo sobre la alfombra; por suerte logró levantarla antes de que la pintura penetrara en el tejido.
Al fin el trabajo estuvo terminado y bastante presentable. Vickers consideró, algo preocupado, la posibilidad de que la pintura no estuviera seca por la mañana. Pero las etiquetas de las latas decían que el producto secaba con mucha celeridad, y eso lo tranquilizó un poco.
Ya estaba listo para enfrentarse a lo que ocurriría en cuanto hiciera girar el trompo. Tal vez fuera el país encantado; tal vez, la nada. Pues haría falta mucho más que el simple girar del trompo: haría falta el alma, la fe, la pura simplicidad de una criatura. Y él había perdido todo eso.
Al salir del cuarto cerró la puerta con llave antes de bajar las escaleras. Tanto el hotel como la ciudad eran demasiado pequeños para permitirse la instalación de ascensores. Sin embargo, más pequeña aún era la aldea de su niñez, donde los hombres aún se sentaban frente a la tienda, para observarlo a uno de soslayo, para interrogarlo con preguntas impúdicas y punzantes con las cuales tejer después la interminable trama del chismorreo.
Vickers rió entre dientes: con la lentitud característica de la noticia que llega a una pequeña población, llegaría a la aldea la novedad de que él había huido de Cliffwood para escapar al linchamiento. Casi le era posible oír dos comentarios:
—Taimado —dirían—, siempre fue taimado y no andaba en nada bueno. La mamá y el papá eran muy buena gente, en cambio. No entiendo cómo a veces se tuercen los hijos cuando los padres son gente derecha.
Cruzó el vestíbulo del hotel y salió a la calle. Se detuvo en un bar para pedir un café.
—Bonita noche ¿no?—comentó la camarera.
—Así es.
—¿No va a comer nada con el café, señor?
—No —respondió él—, café solo.
Ann se había apresurado a enviarle el dinero y ya lo tenía en su poder, pero acababa de descubrir (sin sorpresa) que no sentía apetito. La muchacha se alejó unos pasos y limpió con un trapo algunas manchas imaginarías del mostrador.
“Un trompo”, pensó él. ¿Dónde encajaba el trompo? Lo llevaría a la casa para hacerlo girar allí; así sabría de una vez por todas si había un país encantado. Bueno, no era exactamente así: sabría si era posible volver a ese país.
Y la casa. ¿Qué relación tenía la casa con todo eso? ¿O acaso ni el trompo ni la casa tenían relación alguna con el asunto?. En este último caso no se explicaba que Horton Flanders le hubiera escrito: “Regrese a recorrer los caminos que holló durante su niñez. Tal vez encuentre lo que necesita…” o “lo que echa de menos”. Lamentablemente no recordaba las palabras exactas de la carta.
Por eso había retornado. Por eso había encontrado el trompo y, más aún, había recuperado el recuerdo del país encantado. Y se preguntó una vez más por qué en tanto tiempo, desde sus ocho años, jamás había recordado ese paseo.
No le quedaban dudas de que esa experiencia debió dejar una profunda impresión en él, pues una vez recobrada por su memoria se le presentaba tan clara y aguda como si acabara de ocurrir. Pero algo le había inducido a olvidarla, tal vez un bloqueo mental. Algo le había hecho olvidar. Y algo le había hecho saber que el ratón de metal deseaba ser atrapado. Y algo le había hecho rechazar instintivamente la propuesta de Crawford. Algo.
La camarera volvió a acercarse y se apoyó con un codo sobre el mostrador.
—En el Grand estrenan una película —dijo—. Me gustaría ir a verla, pero no puedo dejar el trabajo.
Vickers no respondió.
—¿A usted le gusta el cine, señor?—preguntó la chica.
—No lo sé—dijo Vickers—. Voy muy rara vez.
El rostro de la camarera reveló una inmensa piedad por los que no iban al cine.
—A mi me encanta —comentó—. ¡Esas películas son tan naturales…!
El escritor levantó los ojos hacia ella: su cara era como la de todo el mundo. Era el rostro de las dos mujeres que charlaban en el asiento trasero del ómnibus, la de su vecina, la señora Leslie, cuando le hablaba del club de fingidores; la de quienes no se atrevían a conversar consigo mismos ni a estar solos siquiera por un minuto; aquellos que estaban cansados sin saberlo y que tenían miedo sin darse cuenta de ello.
Y era también, sí, el rostro del señor Leslie, que intentaba llenar con mujeres y vino una existencia vacía. Era la agobiante ansiedad que se había convertido ya en elemento común, la que impulsaba a la gente a buscar refugios psicológicos donde no la alcanzaran las bombas de la incertidumbre.
La alegría ya no era suficiente, el cinismo se había desgastado y la ligereza nunca había sido más que una protección temporaria. Por eso todo el mundo huía hacia la droga de la ficción, identificándose con otras vidas, otras épocas, otros lugares…, ya fuera en el cine, frente a la pantalla de televisión o en un club de fingidores. En tanto se era otra persona no hacía falta ser uno mismo.
Vickers acabó su café y salió a las calles silenciosas.
Un avión a chorro pasó por el cielo a baja altura; el murmullo de sus reactores rebotó contra las paredes. El escritor contempló las dos líneas de fuego dibujadas por las luces sobre el horizonte nocturno y siguió caminando sin destino fijo.