La llave no estaba bajo el tiesto de la entrada. Recordó entonces que había dejado la puerta abierta para que Joe pudiera entrar a exterminar los ratones. Hizo girar el pomo y entró, cruzando la sala para encender la lámpara del escritorio. Ante ella había una hoja cuadrada y blanca con una escritura a lápiz, grabada por mano torpe:
Jay: Hice mi trabajo y después volví para abrir las ventanas y ventilar. Le daré cien dólares por cada ratón que encuentre.
Joe.
Un ruido lo hizo volverse. En el porche había alguien, sentado en su silla favorita, hamacándose lentamente; un cigarrillo marcaba una breve línea ondulante en la oscuridad.
—Soy yo —dijo Horton Flanders—. ¿Ha comido usted?
—Si, comí algo en la aldea.
—Es una pena. Traje una bandeja de emparedados y un poco de cerveza. Pensé que volvería con hambre, y como sé que a usted no le gusta cocinar…
—Gracias —replicó Vickers—. No tengo apetito, pero más tarde los comeremos.
Arrojó el sombrero sobre una silla y salió al porche.
—He ocupado su silla —dijo el señor Flanders.
—No se moleste. Esta es igualmente cómoda.
—¿Hay alguna novedad? Tengo una costumbre deplorable: a veces no leo los periódicos.
—Siempre lo mismo. Otro rumor de pacificación en el que nadie cree.
—La guerra fría sigue en marcha —dijo el señor Flanders—. Ya lleva casi cuarenta años. De vez en cuando levanta temperatura, pero jamás estalla del todo. ¿Ha pensado usted alguna vez, señor Vickers, que al menos diez veces debió declararse la guerra, pero por alguna razón no fue así?
—No lo había pensado.
—Pero es verdad. En primer lugar hubo aquel problema con el puente aéreo de Berlín y la lucha en Grecia. Cualquiera de esos factores habría podido desatar una guerra en gran escala, pero se aquietaron. Después surgió lo de Corea y se aquietó también. A continuación fue Irán el que amenazó con desatar la guerra, pero lo superamos. Entonces sobrevinieron los incidentes de Manila y la agitación de Alaska y la crisis de la India y varías cosas más. Pero todo se compuso de un modo u otro.
—En realidad nadie quiere luchar —expresó Vickers.
—Tal vez no —aceptó el visitante—, pero hace falta algo más que buena voluntad para evitar una guerra. De vez en cuando alguna potencia llega a un punto en el cual debe luchar o retroceder. Y siempre, en esos casos, han retrocedido. La naturaleza humana no es así, señor Vickers; al menos no era así hace cuarenta años. ¿No le parece que ha ocurrido algo, que algún factor desconocido o una nueva ecuación son los responsables de eso?
—No sé cuál podría ser el nuevo factor. La raza humana sigue siendo humana. Siempre se ha peleado. Hace cuarenta años ponían fin a la peor de las guerras que se han librado en la historia.
—Y desde entonces se han sucedido las provocaciones y las guerras locales, pero no se repitió la guerra mundial. ¿Podría decirme la causa?
—No, no puedo.
—Yo lo he pensado mucho —dijo el señor Flanders—. Aunque sin prestar demasiada atención, claro está. Y se me ocurre que debe haber un factor nuevo.
—Miedo, tal vez —sugirió Vickers—. Miedo a esas armas terribles.
—Eso podría ser —admitió Flanders—. Pero el miedo es algo extraño. Tanto sirve para evitar una guerra como para provocarla. Es posible que el miedo, por si, obligue a la gente a luchar para deshacerse de él, y ya estaríamos en guerra. No, señor Vickers, no creo que el miedo solo baste para justificar la paz.
—¿Usted se refiere a algún factor psicológico?
—Podría ser. O a cierta intervención.
—¡Intervención! ¿Y quién podría intervenir?
—No sabría decírselo, pero esa idea no es nueva para… Y no sólo en este aspecto. Si retrocedemos más o menos noventa años, descubriremos que algo pasó en el mundo por entonces. Hasta esa época el hombre había avanzado casi enteramente por las rutas antiguas. Aquí y allá había algunos progresos y ciertos cambios, pero no muchos. Escaseaban sobre todo los cambios de pensamiento, y eso es lo que importa.
»De pronto la humanidad dejó de arrastrar los pies para lanzarse al galope. Se inventaron el automóvil, el teléfono, el cine y las máquinas voladoras. Aparecieron la radio y otros chismes que caracterizaron el primer cuarto de siglo.
»Pero se trataba en su mayoría de progresos pura y simplemente mecánicos, de sumar dos mas dos para obtener cuatro. En el segundo cuarto de siglo la física tradicional fue desplazada por un nuevo tipo de pensamiento; y éste admitió su ignorancia ante los átomos y los electrones. De eso surgieron teorías, la física atómica y todas las probabilidades que hoy en día siguen siendo probabilidades.
»Creo que ése fue el paso principal: que los físicos, después de haber creado pulcros cubículos de saber, después de haber ordenado el conocimiento clásico para que entrara en ellos, tuvieran el coraje de confesar su ignorancia ante el comportamiento de los electrones.
—Usted trata de decir que algo desvió a la humanidad de sus senderos —dijo Vickers—. Pero ésa no fue la única oportunidad. Antes existió el Renacimiento y la Revolución Industrial.
—No dije que fuera la única oportunidad —respondió Flanders—. Sólo dije que así ocurrió. El hecho de que haya pasado anteriormente, con ligeras diferencias, probaría que no es un mero accidente sino cierto ciclo, cierta influencia que opera sobre la raza humana. ¿Qué es lo que impulsa a una civilización tesonera y lenta para lanzarla al galope tendido? Y en este caso al menos, ¿qué la mantiene en carrera por casi cien años sin señales de debilitamiento?
—Usted habló de intervención —dijo Vickers—. Tiene en la mente alguna fantasía descabellada, ¿los marcianos, tal vez?
El señor Flanders meneó la cabeza.
—No creo que sean marcianos. No lo creo. Seamos un poco más generales.
Señaló con el cigarrillo el cielo abierto por sobre el cerco y los árboles, todas las estrellas que titilaban en la noche.
—Por allá debe haber grandes reservas de conocimiento. En muchos lugares del espacio, más allá de nuestra tierra, han de existir seres pensantes capaces de crear un conocimiento que ni siquiera soñamos. Una parte de él puede ser aplicable a los humanos, a la Tierra; la mayor parte, no.
—¿Sugiere que alguien, desde allá arriba…?
—No —respondió el señor Flanders—. Sugiero que el saber está allá, esperando, esperando que vayamos en su búsqueda.
—Pero si aún no hemos llegado a la luna…
—Tal vez no hagan falta los cohetes. Quizá no es necesario ir en carne y hueso para lograrlo. Podríamos llegar con la fuerza mental.
—¿Por medio de la telepatía?
—Algo así. Quizás el nombre sea adecuado. Una mente que hurga e investiga, una mente en busca de otra mente. Si la telepatía existe, la distancia no representaría dificultad alguna: un kilómetro o un año-luz, ¿qué importaría? Pues la mente no es un objeto físico. No está sujeta (o no debería estarlo) a las leyes según las cuales nada puede exceder la velocidad de la luz.
Vickers soltó una risa intranquila. Un insecto invisible, un insecto de patas múltiples, le trepaba lentamente por el cuello.
—Está bromeando, ¿verdad?
—Tal vez —admitió el señor Flanders—. Tal vez soy un viejo excéntrico que ha encontrado quién lo escuche sin reírse demasiado.
—Pero ese conocimiento del que usted habla. No hay pruebas de que pueda ser aplicado, ni ahora ni en el futuro. Sería extraño a nosotros; involucraría una lógica extraña, se aplicaría a problemas extraños también y se basaría en conceptos igualmente extraños, que nos serían incomprensibles.
—En gran parte, es posible —replicó el visitante—. Habría que tamizar y cernir. Quedaría mucha hojarasca, pero al cabo encontraríamos algunas almendras. Se podría encontrar, por ejemplo, una manera de eliminar la fricción, y en ese caso sería posible fabricar máquinas que duraran por siempre y se obtendrían…
—Un momento —saltó Vickers, con los nervios en tensión—, ¿adónde quiere llegar? ¿qué es eso de máquinas eternas? eso ya existe. Precisamente esta mañana estaba hablando con Eb, y él me hablaba de…
—De un automóvil. Y a eso precisamente me refiero, señor Vickers.