CAPITULO 51

Una voz de mujer contestó la llamada de Vickers.

—El señor Crawford está reunido —dijo.

—Dígale que se trata de Vickers.

—No puedo interr…¿Vickers, dijo usted? ¿Jay Vickers?

—Eso es. Tengo noticias para él.

—Un momento, por favor.

El escritor esperó, preguntándose de cuánto tiempo podía disponer, pues seguramente habría en la cabina telefónica un analizador que ya habría dado la alarma. En ese mismo instante los miembros de la cuadrilla de exterminación podían estar en marcha.

—Hola, Vickers —saludó la voz de Crawford.

—Sáqueme los perros de encima —dijo él—. Pierden el tiempo, y yo el mío.

En la voz de Crawford fue perceptible la furia.

—Me parece que ya le dije…

—Tranquilo —aconsejó Vickers—. No ha tenido oportunidad de atraparme. Sus hombres no pudieron hacerlo cuando me tenían acorralado. Ya que no puede hacerme matar, será mejor que hagamos un pacto.

—¿Un pacto?

—Eso es lo que dije.

—Oiga, Vickers, yo no…

—Claro que si. En estos momentos lo del otro mundo está en plena marcha. Los fingidores le han dado impulso y va cobrando velocidad; ustedes empiezan a acusar los golpes: Es hora de que se tornen razonables.

—No puedo hacer nada sin la opinión de los directores.

—Magnifico, precisamente con ellos quiero hablar.

—Váyase, Vickers —pidió Crawford—. Jamás conseguirá salirse con la suya. No me interesan sus planes: no se saldrá con la suya. No saldrá vivo de aquí. Si usted sigue con esta locura no podré salvarlo aunque quiera.

—Voy hacia allí.

—Usted me gusta, Vickers, aunque no sé por qué. No tengo razones para…

—Voy hacia allí.

—Bueno —dijo Crawford, fatigado—, el único responsable será usted.

Vickers tomó el rollo de película y salió de la cabina. Un ascensor lo estaba aguardando; entró rápidamente, con los hombros encogidos como si esperara recibir una bala en la espalda.

—Tercer piso —indicó.

El ascensorista ni siquiera parpadeó. Por entonces el analizador habría emitido sus señales, pero el muchacho debía tener instrucciones con respecto a los pasajeros que subían al tercer piso.

Cuando Vickers abrió la puerta de Investigación Norteamericana encontró a Crawford esperándolo en la sala de recepción.

—Pase —le dijo.

Lo precedió por el amplio vestíbulo. Vickers, mientras lo seguía, echó una mirada a su reloj y efectuó un rápido cálculo aritmético. Todo iba mejor de lo calculado. Le quedaba un margen de dos o tres minutos. No le había costado tanto como calculaba convencer a Crawford. Dentro de diez minutos llegaría la llamada de Ann. Lo que pasara en ese rato decidiría el éxito o el fracaso del plan.

Crawford se detuvo frente a la última puerta del corredor.

—¿Usted está seguro de lo que hace, Vickers?

Este asintió

—Porque bastaría un tropiezo para que…

Y deslizó un dedo por la garganta, siseando entre dientes.

—Comprendo —respondió Vickers.

—Los hombres que están allí dentro son los desesperados. Aún está a tiempo de irse. No les diré que estuvo aquí.

—Deje de andarse con vueltas, Crawford.

—¿Qué tiene ahí?

—Una película documental; con ella explicaré lo que quiero decir. ¿Tienen algún proyector en estas oficinas?

—Sí, pero no hay operador.

—Yo mismo la pasaré—replicó Vickers.

—¿Quiere un trato?

—No: una solución.

—Bien. Pase.

Las cortinas estaban corridas. En el cuarto en penumbras aquella larga mesa parecía ser tan sólo una hilera de rostros blancos vueltos hacia él. Vickers siguió a su acompañante, hundiendo los pies en la espesa alfombra. Al observar a los hombres allí reunidos reparó en la presencia de muchas personalidades públicas. A la derecha de Crawford había un banquero; más allá, alguien que con frecuencia debía ir a la Casa Blanca para hacerse cargo de misiones semi-diplomáticas. Reconoció a muchos otros, si bien a algunos no los había visto nunca. Unos cuantos llevaban vestimentas extranjeras.

Allí estaba en pleno el directorio de Investigación Norteamericana, responsables del mundo normal contra la amenaza de los mutantes: los hombres desesperados de quienes había hablado Crawford.

—Ha ocurrido algo muy extraño, señores —dijo Crawford—. Tenemos a un mutante entre nosotros.

Todas aquellas caras pálidas se volvieron silenciosamente hacia Vickers, para girar en seguida hacia Crawford, que seguía hablando.

—El señor Vickers ha estado en contacto con nosotros. Como ustedes recordarán, hemos hablado de él en otra oportunidad. En cierto momento confiamos en que él podría ayudarnos a conciliar las diferencias entre las dos ramas de la especie. Ahora ha venido a vernos por su propia voluntad, pues cree haber encontrado una solución. No me ha dicho de qué se trata, lo traje directamente aquí. Naturalmente, son ustedes quienes decidirán si quieren escucharlo.

—¡Sin duda!—dijo uno de ellos—. Que hable.

—Con el mayor placer —afirmó otro simultáneamente.

Los otros asintieron con la cabeza.

—Tiene usted la palabra —exclamó Crawford, dirigiéndose a Vickers.

Mientras el escritor se acercaba a la cabecera de la mesa iba pensando: “Hasta aquí todo ha salido bien. Ahora sólo falta que funcione el resto. Si no cometo ningún error si puedo llevarlo a cabo… Pero no habrá términos medios ni modo de retroceder: esto se juega a todo o nada”.

Dejó el rollo de película sobre la mesa y comenzó con una sonrisa:

—No traigo ninguna arma infernal, caballeros. Es sólo un rollo de película que, con la autorización de ustedes, pasaré dentro de un momento.

Nadie rió. Todos le miraban sin expresión alguna. Si algo se podía leer en sus ojos era la frialdad del odio.

—Ustedes están a punto de declarar una guerra —dijo—. Se han reunido aquí para decidir si es necesario alargar la mano y ponerlo todo en marcha.

Aquellos rostros pálidos parecieron inclinarse hacia adelante como empujados por una poderosa tensión. Uno de los asistente dijo:

—Usted es un valiente o un perfecto estúpido, Vickers.

—He venido —replicó éste— para poner fin a la guerra antes de que comience.

Puso la mano en el bolsillo y extrajo de él, con un veloz movimiento, cierto objeto que arrojó sobre la mesa.

—Esto es un trompo —dijo—. Un juguete para niños. Al menos, así lo era hace tiempo. Quisiera hablar con ustedes sobre los trompos.

—¿Trompos? —observó uno de los directores— ¿Qué tontería es ésta?

Pero el banquero sentado a su derecha dijo, nostálgico:

—Yo tenía un trompo como ése cuando era niño. Ya no los fabrican. Hace tiempo que no veo ninguno.

Alargó la mano y recogió el trompo para hacerlo girar sobre la mesa. Los otros estiraron los cuellos para observarlo. Mientras tanto Vickers echó una mirada a su reloj. Todo marchaba según los planes. Ojalá nada lo estropease.

—¿Recuerda aquel trompo, Crawford?—preguntó Vickers— ¿El que usted vio aquella noche en mi habitación?

—Lo recuerdo —dijo Crawford.

—Usted lo hizo girar y se desvaneció.

—Y después volvió a aparecer.

—Dígame, Crawford: ¿por qué hizo girar ese trompo?

El gordo se humedeció los labios con un gesto nervioso.

—Vaya, en realidad no lo sé. Tal vez fuera un intento por recuperar la niñez.

—Usted me preguntó para qué servía.

—Y usted dijo que era para ir al país de las hadas. Yo respondí que una semana antes hubiese dicho que ambos estábamos locos: usted por decir eso y yo por prestarle atención.

—Pero antes de que yo entrara usted hizo girar el trompo. Dígame, Crawford: ¿por qué?

—Vamos —dijo el banquero—, contéstele.

—Ya lo he hecho —respondió Crawford—. Acabo de decirle cuál fue el motivo.

Una puerta se abrió a espaldas de Vickers. Era una secretaria, que se dirigió a Crawford. “A tiempo”, se dijo él; “Todo sale como lo planeamos”. La llamada era de Ann; Crawford salió del cuarto para atenderla, tal como estaba pensado: en su presencia aquello no serviría de nada.

—Señor Vickers —dijo el banquero—, este asunto del trompo me intriga. ¿Qué vinculación tiene con nuestro problema?

—Es una especie de analogía —replicó Vickers—. Hay ciertas diferencias básicas entre los normales y los mutantes; me será más fácil explicarlas por medio del trompo. Pero antes quiero que vean mi película. Después podré seguir con el tema y lo comprenderán. Con el permiso de ustedes.

Y recogió el rollo.

—Disponga —dijo el banquero.

Vickers volvió hacia las escaleras que llevaban a la cabina de proyección y entró a ella. Tendría que trabajar con presteza y seguridad, pues Ann no podría retener a Crawford por mucho tiempo; disponía aproximadamente de cinco minutos.

Deslizó la película en su sitio y la colocó entre las lentes con dedos temblorosos; la enganchó en el carrete inferior y verificó toda la operación. En orden.

Buscó las llaves y las encendió. Un cono de luz se proyectó sobre la mesa de conferencias. Sobre la pantalla surgió un trompo de brillantes colores en pleno movimiento. Las bandas iban y venían, iban y venían…

La banda de sonido explicó: “Aquí vemos un trompo; se trata de un simple juguete, pero ofrece una de la ilusiones ópticas más desconcertantes…

Las palabras eran las más adecuadas; habían sido escogidas por expertos robóticos y enhebradas con las inflexiones apropiadas para lograr el máximo valor semántico. Las palabras despertarían el interés del público, centrándolo en el trompo, para mantenerlo sobre él desde los primeros segundos.

Vickers bajó las escaleras y se acercó a la puerta. Si Crawford regresaba podría entretenerlo hasta que todo estuviera cumplido.

La banda de sonido decía: “Si ustedes observan con atención notarán que las bandas de color parecen avanzar por el cuerpo del trompo, hacia arriba, y desaparecen. Un niño, al mirar esas bandas de color, podría preguntarse adónde van; lo mismo ocurriría con quien…”

Trató de contar los segundos. Parecían arrastrarse interminablemente.

“Observen ahora con cuidado”, decía la banda de sonido, “observen con cuidado”, surgen y desaparecen, surgen y desaparecen, surgen y desaparecen.

Ya no eran tantos los hombres sentados a la mesa; quedaban sólo dos o tres; miraban el trompo con tanta atención que ni siquiera habían reparado en la desaparición de los otros. Tal vez quedaran allí. Quizá sólo esos dos o tres no eran mutantes insospechados.

Vickers abrió suavemente la puerta, salió sin hacer ruido y cerró tras de si, ahogando la voz modulada: “Surgen y desaparecen, observen con atención, surgen y…”

Crawford venia por el vestíbulo, caviloso. Al ver a Vickers se detuvo.

—¿Qué hace usted aquí fuera?—preguntó.

—Quería preguntarle algo, algo que aún no me ha dicho. ¿Por qué hizo girar ese trompo?

Crawford meneó la cabeza.

—No lo sé, Vickers. No tiene sentido, pero yo también fui cierta vez a ese país encantado. Igual que usted, cuando era niño. Lo recordé después de hablar con usted. Tal vez precisamente por la conversación que tuvimos. Recordé que una vez, sentado en el suelo de mi casa, contemplé el trompo preguntándome adónde irían las bandas. Usted ya las ha visto: surgen y desaparecen, una tras otra. Me pregunté adónde iban; aquello acabó por interesarme tanto que debí seguirlas, pues de pronto me encontré en el país de las hadas. Había muchas flores y yo corté una; al regresar la tenía aún en la mano, y gracias a eso supe que había estado realmente allí. Comprenda usted: era invierno y no había flores. Cuando se la mostré a mi madre…

—Basta —le interrumpió Vickers, con súbita alegría—. Es cuanto quería saber.

—¿No me cree? —preguntó Vickers, mirándolo fijamente.

—Le creo.

—¿Qué le pasa a usted?

—A mí, nada.

¡Después de todo no era Ann Carter! Flanders, él y Crawford: tal era la trilogía surgida del cuerpo de Jay Vickers.

¿Y Ann? Ann llevaba en si la vida de aquella muchacha que recorriera el valle con él, aquella joven a quien él recordaba como Kathleen Preston, pero que debía llamarse de otro modo. Pues Ann recordaba aquel valle y el paso primaveral, acompañada por un hombre.

Tal vez ella no fuera la única; tal vez hubiera tres Ann, tal como había tres Vickers, pero eso no importaba. Quizá se llamara en realidad Ann Carter, tal como él era Jay Vickers, y eso podía significar que, al volcarse las vidas hacia el cuerpo único, fueran sus conciencias las destinadas a perdurar.

Por lo tanto, estaba en su derecho al amar a Ann: no era parte de él, sino una persona independiente. Ann, su Ann, había regresado a esa Tierra para llamar a Crawford a fin de hacerlo abandonar el cuarto; de ese modo no reconocería el peligro representado por la imagen del trompo sobre la pantalla. Seguramente ella había vuelto ya a la otra tierra y estaba a salvo.

—Todo está bien, muy bien —dijo a Crawford.

El no tardaría en regresar a su vez. Ann le estaría esperando. Y serían felices, tan felices como ella le había imaginado mientras aguardaban la llegada de los robots, allá en la colina de Manhattan.

—Bien —dijo Crawford—, entremos.

Vickers alargó el brazo para detenerlo.

—No vale la pena —dijo.

—¿Cómo que no vale la pena?

—Los directores no están allí —explicó Vickers—. Han pasado a la segunda tierra. Recordará usted, la que predican los fingidores en las esquinas, por toda la ciudad.

Crawford lo miró con fijeza, exclamando:

—¡El trompo!

—Efectivamente.

—Comenzaremos otra vez. Otro cuerpo directivo, otra…

—Ustedes no tienen tiempo —le dijo Vickers—. Esta Tierra está acabada. La gente huye. Aun los que se queden no han de escuchar ni pelearán por ustedes.

—Lo mataré—juró Crawford—. Lo mataré Vickers.

—No lo hará.

Se miraron frente a frente en medio de una terrible tensión.

—¿Por qué no puedo, Vickers?

Vickers lo tomó del brazo.

—Vamos, amigo —dijo suavemente—. ¿O prefiere que lo llame hermano?


FIN
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