La ciudad era grande; había bares abiertos y gente en la calle; eran lo obreros de la fábrica, que salían de la casa a las seis para llegar al trabajo a las siete en punto.
Escogió un local de aspecto más o menos aceptable, donde no había tantas cucarachas a la vista, y aminoró la marcha en busca de sitio donde dejar el coche. Lo halló una manzana más allá del bar.
Bajó del coche y cerró la portezuela con llave. Después, ya de pie en la acera, olfateó el olor de la mañana; aún era tierna y fresca, con la frescura engañosa de las mañanas estivales.
Decidió tomar el desayuno sin apresurarse, dándose tiempo para relajar el cuerpo, a fin de calmar, siquiera en parte, el cansancio de la ruta. Podía tratar de comunicarse con Ann; quizá tuviera más suerte esa mañana. Estaría más tranquilo si lograba advertirle que se mantuviera escondida. Tal vez convenía que, en vez de esperarlo en el local donde vendían aquellas casas, entrara directamente para ponerlos al tanto de la situación; probablemente ellos la ayudarían. Pero eso requería explicarle por teléfono, cosa que demandaría demasiado tiempo. No, él debía ser breve y conciso; Ann tendría que confiar en él.
En el restaurante había mesas disponibles, pero nadie parecía tener interés en ocuparlas. Todos los clientes se agrupaban ante el mostrador. Aún quedaban algunos bancos libres; Vickers ocupó uno de ellos.
Junto a él se había instalado un corpulento obrero, vestido con ropa de trabajo, sorbía ruidosamente una escudilla de avena, inclinado sobre el plato, como si paleara el cereal con la cuchara en su rápido movimiento de ida y vuelta; parecía estar estableciendo una corriente de sifón entre la escudilla y su boca. Al otro lado había un hombre de pantalones azules y camisa blanca, de anteojos y pajarita negra. Estaba leyendo un diario; tenía todo el aspecto de un tenedor de libros o algo por el estilo; al menos, de quien está familiarizado con las columnas de números y se siente muy orgulloso de ello.
Una camarera se acercó para limpiar el mostrador, en el espacio ocupado por Vickers, con un trapo bastante sucio.
—¿Qué va a pedir?—preguntó en tono impersonal, juntando las palabras como si fueran una sola.
—Un buen montón de pastelillos y una loncha de jamón.
—¿Café?
—Café.
Llegó el desayuno. Vickers lo atacó al principio con impaciencia, llenándose la boca con grandes bocados de pastel chorreante de almíbar, y generosos pedazos de jamón. Una vez aplacado el hambre siguió comiendo con menos prisa.
El corpulento obrero se levantó para irse. Su sitio fue ocupado por una delgada muchacha de pestañas caídas; debía tratarse de alguna secretaría fatigada; quizás había dormido apenas una o dos horas después de bailar toda la noche.
Cuando estaba terminando su comida se oyó un grito en la calle y ruido de pasos en carrera. La muchacha giró en el banquillo para mirar por la ventana.
—Todo el mundo corre —observó—. ¿Qué habrá pasado?
Un hombre asomó entonces por la puerta, gritando:
—¡Han encontrado uno de esos automóviles Eterno!
Todos los concurrentes saltaron de los banquillos y corrieron hacia la puerta. Vickers los siguió a paso lento. El hombre decía que habían encontrado un automóvil Eterno. No podía ser otro que el suyo, estacionado en la calle siguiente.
Habían empujado el vehículo hasta sacarlo a la mitad de la calle. Todos estaban amontonados a su alrededor, gritando y blandiendo los puños. Alguien arrojó contra el coche un ladrillo o una piedra; el sonido del objeto al golpear contra el metal retumbó por la calle como un disparo de cañón.
Alguien levantó el objeto arrojado y lo lanzó contra la puerta de una ferretería; otra persona introdujo la mano por el vidrio roto para abrir la puerta. Los hombres entraron al negocio en tropel y volvieron a salir, provistos de mazas y hachas.
La multitud se retiró para darles sitio, a fin de que pudieran mover los brazos. Las hachas y las mazas centellearon a la luz del sol, bajo aún; golpearon y volvieron a golpear. La calle resonó con el ruido del martilleo metálico. El vidrio se quebró con un ruido crujiente; después se oyó el estruendo del metal.
Vickers permaneció ante la puerta del restaurante, con el estómago descompuesto y el cerebro petrificado por algo que más adelante sería miedo, pero que en ese momento era sólo aturdimiento y ciega confusión.
Crawford le había escrito: “No trate de usar su coche”. A eso se refería. Crawford sabía lo que iba a ocurrir con cualquier Eterno que circulara por las calles. Lo sabía y había tratado de prevenirle sobre ello.
¿Amigo o enemigo?
Vickers alargó una mano y la apoyó sobre el tosco muro de ladrillos. Al contacto con la aspereza del material cobró conciencia de que todo era cierto, de que no era un sueño; estaba realmente allí, en la puerta de un restaurante donde acababa de desayunar, y veía a una turba enloquecida por la furia y el odio que destrozaba su coche.
“Lo saben”, pensó. La gente lo sabía al fin. Alguien les había informado sobre la existencia de mutantes. Y los odiaban. Naturalmente, los odiaban.
Los odiaban porque la existencia de mutantes los convertía en humanos de segundo orden, en hombres de Neanderthal súbitamente invadidos por un pueblo provisto de arcos y flechas.
Vickers se volvió y entró nuevamente al restaurante a paso lento, preparado para echar a correr si alguien gritaba detrás de él, si alguien le tocaba el hombro con un dedo.
El hombre de anteojos y pajarita negra había dejado el diario junto al plato. Vickers lo recogió y siguió caminando sin prisa a lo largo del mostrador. Empujó la puerta giratoria que conducía a la cocina; no había nadie allí. La cruzó rápidamente y salió por la puerta trasera que daba a un callejón.
Tras recorrer ese callejón se encontró ante otro, más angosto, abierto entre dos edificios. Corrió por él, cruzó la calle y tomó por otro pasadizo entre edificios. Así llegó a un nuevo callejón.
“Se defenderán”, había dicho Crawford, la noche anterior, sentado en el cuarto del hotel, en una silla que lo sostenía a duras penas. “Lucharán con lo que poseen”, Y al fin había empezado la lucha; los hombres devolvían los golpes con lo que tenían a mano. Habían tomado sus garrotes y se defendían.
Vickers salió a un parque; caminando por él dio con un banco oculto a la calle por un macizo de arbustos. Tomó asiento en él y desplegó el diario que había tomado en el restaurante, buscando la primera plana.
Allí estaba la historia.