Ann Carter se detuvo ante la puerta y dijo:
—Por favor, Jay, recuérdalo bien. Se llama Crawford. No vayas a llamarlo Cranford, Crawham o algo así. Crawford, ¿eh?
—Haré lo que pueda —prometió Vickers, sumiso.
Ella se le acercó para acomodarle la corbata; le ajustó el nudo, se lo enderezo y le quitó imaginarías pelusas de la solapa.
—En cuanto acabemos con esto vamos a salir para comprarte un traje —dijo.
—Ya tengo uno.
Sobre la puerta se leía: Investigación Norteamericana.
—Lo que no puedo entender —protestó Vickers— es qué tenemos en común Investigación Norteamericana y yo.
—El dinero —respondió Ann—. Ellos lo tienen y tu lo necesitas.
Abrió la puerta para pasar y él la siguió con mansedumbre. ¡Qué bonita era, y qué eficiente! Demasiado eficiente. Sabía demasiado. Sabía de libros, de editores, de públicos y preferencias. Estaba en todo. Su empuje arrastraba a cuantos le rodeaban, y nunca era tan feliz como cuando tenía tres teléfonos sonando, ochenta cartas para contestar y diez llamadas a hacer. Ella había sabido convencerlo para que asistiera a la cita, y probablemente era también la responsable de que ese Crawford e Investigación Norteamericana quisieran tratar con él.
—Puede pasar, señorita Carter —dijo la recepcionista—; El señor Crawford la está esperando.
“Y ya ha echado su embrujo sobre la recepcionista”, pensó Vickers.