“No iré”, pensó Vickers. “No puedo ir. Esos lugares ya no representan nada para mí y no quiero que cobren significado ahora, después de esforzarme durante tantos años por olvidarlos.”
Habría podido verlos con sólo cerrar los ojos: la arcilla amarillenta de los trigales lavados por la lluvia, las rutas blancas de polvo, zigzagueantes por los riscos y los valles, los solitarios buzones posados sobre cercos ruinosos, los portones raídos, las casas maltratadas por el clima, el ganado escuálido que bajaba hacia la pradera, siguiendo el sendero estrecho abierto por sus cascos, los perros hambrientos que salían ladrando a la carrera cuando uno pasaba ante las granjas.
“Si regreso me preguntarán por qué volví y cómo me ha ido. Dirán: ” ¡Qué pena lo de su papá!; era muy buen hombre”. Se sentarán en cajones invertidos, frente a la tienda, masticando tabaco. Y lo escupirán sobre la acera mirándome de soslayo. “Así que usted escribe libros”, dirán. “Vaya, un día de éstos tendré que leer alguno. Nunca los oí nombrar.”
Iría al cementerio y se detendría unte una lápida, con el sombrero en la mano, para escuchar el gemido del viento entre los poderosos pinos que rodeaban el camposanto. Y pensaría: “Si al menos hubiese podido llegar a algo en la vida a tiempo para que tú lo supieras, para que ustedes dos se sintieran orgullosos de mi y se pavonearan un poco ante los vecinos… Pero no lo hice, por supuesto.”
Recorrería en auto las rutas de su infancia, y se detendría junto al riachuelo para franquear la cerca de alambre de púas y bajar al pozo donde pescaba. Pero el arroyo sería sólo un hilo de agua, y el agujero un lodoso ensanchamiento de ese hilo. Y el árbol sobre el cual solía sentarse habría desaparecido, arrastrado por las crecientes de primavera. Contemplaría las colinas, que serían las mismas, pero también extrañas, y se preguntaría en qué radicaba la diferencia. Pero no podría dilucidarlo. Y así seguiría su camino pensando en el arroyo, en las colinas extrañas, más y más solitario con el correr de los minutos. Y al fin se marcharía. Apretaría a fondo el acelerador, aferrado al volante, tratando de no pensar.
Y también (había que admitirlo) pasaría en coche frente a la gran casa de ladrillo, la del pórtico y los abanicos sobre la puerta. Pasaría muy despacio para mirarla mejor; las persianas estarían sueltas y ruinosas; la pintura, descascarada. Las rosas del portón se habrían marchitado en algún invierno frío y tempestuoso.
“No iré”, se dijo. “No iré.”
Y sin embargo tal vez fuera.
“Eso podría ayudarle a limpiar el polvo”, había escrito Flanders, “a ver con ojos más claros”.
¿A ver qué cosa con ojos más claros?
¿Acaso había algo en las praderas de su niñez que pudiera ayudarle a explicar esa situación, algún factor oculto algún símbolo abstracto que pasara por alto? ¿Se trataba quizá de algo que había visto muchas veces sin reconocerlo?
¿O todo era imaginación suya y estaba dando importancia a palabras que no la tenían? ¿Cómo saber de seguro que Flanders, el del traje raído y el bastón ridículo, tenía alguna vinculación con la historia de Crawford sobre la humanidad acorralada?
No, no había la menor evidencia. Sin embargo Flanders había desaparecido dejándole una nota. Le aconsejaba limpiar el polvo para ver mejor. Y tal vez sólo quería decir que limpiando el polvo podría escribir mejor, para que los originales apilados sobre su escritorio fueran su obra maestra; pues el autor habría contemplado la vida y la humanidad con ojos limpios de polvo. El polvo del prejuicio, tal vez, o el polvo de la vanidad. O simplemente el polvo de no ver las cosas con tanta agudeza como correspondía.
Vickers posó una mano sobre las hojas y las hizo correr bajo el pulgar, en un gesto distraído y casi amoroso. ¡Qué poco había hecho, cuánto le quedaba por hacer! Y durante dos días no había escrito una palabra. Dos días enteros perdidos.
Para escribir como era debido necesitaba sentarse en calma, concentrarse, apartarse del mundo y dejar después que el mundo viniera a él, un poquito por vez, un mundo selecto que él podía analizar y volcar sobre el papel con una claridad y una agudeza inconfundibles.
“En calma”, se dijo. “Dios mío, ¿qué calma puede haber cuando uno tiene mil preguntas y mil dudas hurgándole la mente?”.
Vestidos de quince centavos. Vestidos de quince centavos en la Quinta Avenida.
Estaba pasando por alto algún factor, y éste aguardaba allí, ante sus ojos, el momento de ser descubierto.
En primer lugar había venido la niñita a desayunar; después, el periódico. Después salió a buscar el coche y Eb le habló de los automóviles Eterno. Como el suyo no estaba listo fue hasta la esquina de la farmacia para tomar un ómnibus, y allí se encontró con el señor Flanders, mientras observaba el escaparate del negocio. Y el señor Flanders dijo entonces…
Un momento: había ido hasta la esquina de la farmacia para tomar un ómnibus. Algo tironeaba de su memoria, algo relacionado con un ómnibus.
Al subir se había sentado junto a la ventanilla. Se había sentado mirando por la ventanilla. Y el asiento de al lado permaneció libre durante todo el viaje. Llegó a la ciudad dueño absoluto del asiento.
“Eso es”, pensó. Y aún mientras lo pensaba sintió un loco regocijo, seguido por el horror de un incidente olvidado. Permaneció inmóvil por un instante, tratando desesperadamente de apartar aquel episodio tan remoto. Pero no lo consiguió. Supo entonces que no había escapatoria y que debía obrar.
Se volvió hacia el escritorio. Abrió el cajón superior del lado izquierdo y empezó a retirar metódicamente cuanto contenía. Repitió la misma operación con todos los cajones, pero no pudo encontrar lo que buscaba.
“En alguna parte lo hallaré”, pensó. Se trataba de algo que no podía haber tirado a la basura.
En la buhardilla, tal vez en una de las cajas que guardaba en la buhardilla.
Trepó las escaleras. El fuerte resplandor de la bombilla sin pantalla que pendía del techo le hizo parpadear. El aire helado; las vigas desnudas descendían a cada lado como una mandíbula poderosa a punto de cerrarse sobre él.
Vickers cruzó la buhardilla hacia los cajones de embalaje que estaban contra el alero. ¿En cuál de los tres podía estar? No había modo de saberlo.
Comenzó por el primero. Estaba allí, bajo una escopeta que el otoño anterior había buscado en vano hasta darla por perdida.
Abrió el cuaderno y lo hojeó hasta llegar a las páginas que le interesaban.