El enorme letrero cruzaba en diagonal el gran escaparate del negocio. Decía:
En el escaparate se veía una casa de cinco o seis habitaciones, situada en el medio de un jardín pequeño y bien diseñado. Tenía un reloj de sol en el prado y una cúpula en la cochera, rematada por una veleta en forma de pato. En el césped había dos sillas de jardín y una mesa redonda, todo pintado de blanco. Ante el portón de la cochera, un automóvil nuevo y reluciente.
Ann estrujó el brazo de Vickers:
—Entremos —sugirió.
—Esto debe ser lo que Crawford decía.
—Tienes tiempo de sobra para tomar el ómnibus.
—Está bien, entremos. Al menos te dedicarás a mirar las casas y dejarás de reñirme.
—Si lo creyera posible te atraparía para casarme contigo.
—Convertirías mi vida en un infierno.
—¡Claro, por supuesto!—respondió ella con toda dulzura—¿Qué otro interés podría tener en ello?
Empujaron la puerta, que se cerró luego a sus espaldas clausurando los ruidos de la calle. La espesa alfombra verde tenía la apariencia de un prado. Un vendedor se acercó a atenderlos.
—Pasábamos por aquí y se nos ocurrió entrar a ver —dijo Ann—. Parece una linda casa y…
—Es magnifica —les aseguró el vendedor—; además cuenta con muchos detalles especiales.
—¿Es verdad lo que dice el anuncio? —preguntó Vickers—¿Quinientos dólares por habitación?
—Todos me preguntan lo mismo. Leen el anuncio y no pueden creerlo. Lo primero que preguntan todos al entrar es si realmente vendemos las casas a quinientos la habitación.
—¿Y bien?—insistió Vickers.
—¡Oh, sin duda! Una casa de cinco habitaciones cuesta dos mil quinientos dólares y la de diez, cinco mil. Claro que al principio casi nadie tiene interés en comprar una casa de diez habitaciones.
—¿Qué significa eso de “al principio”?
—Bien, le explicaré, señor. Podría decirse que esta casa crece. Digamos que usted compra una casa de cinco habitaciones y al tiempo cree necesitar una más. Nosotros se la rediseñamos agregando un cuarto.
—¿Y eso no resulta muy caro?—preguntó Ann.
—¡Oh, no, en absoluto! Sólo cuesta quinientos dólares por el cuarto nuevo. Es una tarifa invariable.
—Es una casa prefabricada, ¿verdad?—preguntó Ann.
—Supongo que se la puede llamar así, aunque en verdad el término no le hace justicia. Cuando uno habla de casas prefabricadas piensa en paredes hechas que se ensamblan. Armarlas requiere un plazo de ocho o diez días, y una vez terminadas no se tiene más que una cáscara sin calefacción, sin hogar, sin nada.
—Me interesa eso del cuarto adicional —insistió Vickers—. Decía usted que cuando alguien quiere otro cuarto los llama y ustedes agregan uno a la casa.
El vendedor se puso algo rígido.
—No es exactamente así, señor. No agregamos nada. Volvemos a diseñar la casa. La vivienda permanece de ese modo siempre bien planeada y práctica, acorde con los más altos conceptos científicos y estéticos de lo que debe ser un hogar. En algunos casos la incorporación de un cuarto significa alterar la casa por completo, cambiando la disposición de todos los ambientes.
Y se apresuró a agregar:
—Naturalmente, en esos casos lo mejor es cambiar la casa vieja por una nueva. Por ese servicio cobramos un uno por ciento del costo original por cada año de uso, además de lo que corresponda a los cuartos adicionales.
Los miró a los dos, lleno de esperanza, preguntando:
—¿Los señores tienen ya una casa?
—Un pequeño chalet en la colina —respondió Vickers—. No es gran cosa.
—¿En cuánto estimaría usted su valor?
—En quince o veinte mil dólares, pero dudo que pudiera obtenerlos.
—Nosotros le daríamos veinte mil dólares —replicó el vendedor—, sujetos a tasación. Le aclaro que nuestras tasaciones son muy generosas.
—Pero fíjese, yo sólo querría una casa de cinco o seis habitaciones.
—Perfecto —respondió el vendedor—. Le pagaríamos la diferencia en efectivo.
—¡Eso no tiene sentido!
—Pues si que lo tiene. Estamos muy dispuestos a pagar el valor de cotización de las casas existentes para poder introducir la nuestra. En el caso de usted le pagaríamos la diferencia; después retiraríamos su casa vieja y le instalaríamos la nueva. Eso es todo.
Ann se volvió hacia Vickers:
—Anda, ahora dile que no aceptas. A mi me parece un negocio excelente; por lo tanto es seguro que lo rechazarás.
—No comprendo, señora —dijo el vendedor.
—Es una broma entre nosotros —aclaró Vickers.
—¡Ah! Bien, como le decía, esta casa tiene ciertas características especiales.
—Prosiga, por favor. Explíquenos de qué se trata.
—Con mucho gusto. Por ejemplo, cuenta con una planta solar. Sin duda ustedes saben lo que es eso.
—Un equipo energético operado sobre la base de la luz solar —apuntó Vickers.
—Exactamente. Pero este equipo es algo más eficaz que el común. No sólo calienta la casa durante el invierno, sino que también proporciona energía eléctrica durante todo el año. De ese modo sus ocupantes no dependen del servicio público. Podría agregar que se dispone de energía en abundancia, mucha más de la necesaria para satisfacer todas las exigencias.
—Muy interesante —dijo Ann.
—Además viene completamente equipada. Cuenta con frigorífico, congelador doméstico, lavaplatos, lavadora, secadora, incinerador de residuos, tostadora, radio, televisión y otros adminículos.
—Que se cobran aparte, por supuesto —dijo Vickers.
—¡Oh, no, señor! Usted no paga sino los quinientos dólares por cada cuarto.
—¿Y camas?—preguntó Ann—¿Sillas y esa clase de cosas?
—Lo siento —respondió el vendedor—. El moblaje corre por cuenta del comprador.
—Pero debe haber una tarifa adicional —insistió el escritor— por retirar la casa vieja para instalar la nueva.
El vendedor tomó una postura muy erguida y respondió, con toda dignidad:
—Le aclaro que la nuestra es una oferta honrada. No hay ningún cargo adicional oculto. El comprador adquiere la casa y paga (o se compromete a pagar) quinientos dólares por cada habitación incluida. Contamos con equipos de obreros especializados que retiran la casa vieja para instalar la nueva; todos esos servicios están incluidos en el precio original. No hay gastos adicionales. Naturalmente, algunos compradores desean instalar la casa en otro lugar. En esos casos solemos arreglar un aceptable plan de permuta entre el antiguo terreno y el que han escogido. Presumo que usted desearía quedarse donde está. Dijo que vivía en la colina; un lugar muy atrayente.
—Bueno, no sé—dijo Vickers.
—Olvidé mencionarle algo —prosiguió el vendedor—. No hace falta volver a pintar la casa. Está construida de un material que no cambia de color, no se ensucia ni se decolora. Disponemos de una amplia gama de colores y combinaciones.
—No quisiéramos entretenerlo por mucho tiempo —intercaló el escritor—. En realidad no tenemos interés en comprar. Pasábamos, nada más, y…
—¿Pero usted tiene una casa?
—Sí, así es.
—Y nosotros estamos dispuestos a cambiársela por una nueva, pagándole la diferencia en efectivo.
—Lo sé, pero…
—Me parece que usted debería ser el más interesado en la venta, y no yo.
—Ya tengo una casa y me gusta tal como es. ¿Qué sé yo si me gustaría la que ustedes venden?
—¡Pero señor! Le he estado explicando…
—Estoy acostumbrado a mi casa. Tengo apego por ella, y ella por mi. Le tengo cariño.
—¡Jay Vickers!—exclamó Ann— ¡No puedes cobrarle cariño a una casa en sólo tres años! Quien te oyera pensaría que te refieres a la casa de tus antepasados.
Pero Vickers era obstinado.
—La conozco de memoria. En el comedor hay una tabla que cruje; a veces la piso a propósito para oírla crujir. Y en la parra del porche han hecho nido dos petirrojos. Y en el sótano hay un grillo. He tratado de cazarlo, pero nunca lo encontré; es demasiado inteligente para mí. Además, aunque lo encontrara no podría ponerle un dedo encima, pues es parte de la casa y…
—Con nuestras casas no tendría el menor problema con los grillos. Tienen un repelente de insectos incluido en el material. No tendría molestias con mosquitos, hormigas, grillos ni cosas por el estilo.
—¡Pero si el grillo no me molesta!—explicó Vickers—. Eso es lo que quería explicarle. Me gusta. No creo que me gustara vivir en una casa donde los grillos no pudieran entrar. Eso si, tratándose de ratones la cosa cambia.
El vendedor declaró entonces:
—No creo que haya jamás un solo ratón en nuestras casas.
—En la mía tampoco. He llamado a un exterminador para que los mate. Cuando llegue a casa ya no habrá ni uno.
Ann intervino, dirigiéndose al vendedor:
—Hay algo que me intriga. Usted mencionó todos los artefactos incluidos, ¿recuerda? Lavadora, frigorífico…
—Por cierto.
—Pero no habló de la cocina.
—¿No la mencioné? —preguntó el vendedor— ¡Vaya! ¿Cómo se me pudo olvidar? Claro que tiene cocina!