—Algún día, Jay —dijo Ann Carter—, me hartarás tanto que te desarmaré por completo. Tal vez así descubra el resorte que te hace funcionar.
—Tengo un libro entre manos y lo estoy escribiendo— dijo Vickers—. ¿Qué más quieres?
—Este libro puede esperar. El otro no.
—Anda, dime que he arrojado a la calle un millón de dólares. ¿No es eso lo que estás pensando?
—Podrías haberles cobrado una cantidad increíble por escribirlo, y conseguir un contrato magnífico con el editor, y …
—¿Y dejar a un lado lo mejor que he escrito en mi vida? ¿Para retomarlo después en frío y encontrarme sin inspiración?
—Cada libro que escribes es tu mejor obra. Jay Vickers, no eres más que un escritor de folletines. Indudablemente trabajas bien y tus benditos libros se venden, aunque a veces me pregunto por qué. Si no fuera por dinero no escribirías otra palabra en tu vida. Dime, sinceramente, ¿por qué escribes?
—Tu misma lo has dicho: por dinero, según crees. Muy bien, será por dinero.
—Claro, ahora dime que tengo un alma materialista.
—¡Dios mío! —exclamó Vickers— ¡Estamos riñendo como marido y mujer!
—Ahí tienes otro detalle. No te has casado, Jay. Es una muestra de tu egoísmo. Apostaría a que nunca se te ocurrió siquiera la idea de hacerlo.
—Una vez, sí. Hace mucho tiempo.
—A ver, apoya aquí tu cabeza y llora hasta que desahogues. A que fue una tragedia. A que de ahí sacaste esas atroces escenas de amor que pones en tus libros.
—¿Qué pasa, Ann? ¿Te ha dado una borrachera triste?
—En todo caso sería por culpa tuya. ¿Cómo se te ocurrió decir eso de “Gracias por la oportunidad, pero no la acepto”?
—Tuve el presentimiento de que en eso había algo sucio —insistió Vickers.
—Lo único sucio eras tú.
Terminó su bebida y agregó:
—No te escudes tras los presentimientos: has perdido tu mejor oportunidad. Cuando alguien tira de ese modo el dinero en mis narices no hay presentimiento que valga.
—No lo pongo en duda.
—No seas odioso —respondió Ann—. Paga la consumición y salgamos de aquí. Te pondré en el primer ómnibus y espero no verte más por aquí.