CAPITULO 16

Tal vez aquello se prolongó durante años antes de que él lo notara. Después, al reparar en el hecho, comenzó a cavilar sobre él sin prestarle mucha atención. Más adelante inició una observación detallada. Acabó por tratar de tomarlo a broma, pero no había en ello motivos para la risa. Volvió a la observación durante un mes y dejó entonces constancia escrita de los hechos que notaba.

Cuando ese registro corroboró su observación anterior, trató de achacarlo a su imaginación, pero por entonces las cosas estaban bien claras ante sus ojos y era necesario hacer algo al respecto.

Las anotaciones indicaban que aquello superaba sus primeros temores, pues afectaba no sólo una fase de su existencia, sino muchas fases diferentes. En tanto la evidencia se acumulaba fue creciendo su sorpresa por no haberlo notado hasta entonces, pues era algo que debió haberle sido obvio desde el principio.

Todo comenzó con la reticencia de quienes viajaban con él en el ómnibus: parecían reacios a sentarse junto a él. Por esa época vivía en una destartalada casa de pensión, en las afueras de la ciudad, próxima a la estación terminal de la línea. Por la mañana, puesto que eran pocos quienes subían en ese punto, nada le impedía ocupar su asiento favorito.

El ómnibus se iba llenando gradualmente, de parada en parada, pero por lo general llegaban al término del recorrido sin que nadie se hubiera sentado junto a él. Eso no le preocupaba, naturalmente; en realidad prefería que así fuera, pues eso le permitía echarse el sombrero sobre los ojos y repantigarse en el asiento para echar una siestecilla sin problemas de cortesía, si bien debía reconocer, al repasar esos recuerdos, que de cualquier modo no habría sido especialmente cortés. Se levantaba demasiado temprano como para serlo.

La gente subía al ómnibus y se sentaba con otras personas, no necesariamente con gente conocida, pues a veces Vickers notaba que no intercambiaban una palabra durante todo el recorrido. Quienes subían se sentaban junto a cualquiera, pero el asiento vecino al suyo permanecía vacío hasta que ya no quedaba otro libre en el vehículo.

Tal vez tenía mal aliento, mal olor. Al ocurrírsele esa idea convirtió su baño en un rito: compró un nuevo jabón que garantizaba un aroma fresco, se cepilló los dientes con mayor atención y empleó desodorante bucal hasta el punto de sentir náuseas al sólo verlo.

No sirvió de nada: seguía viajando solo.

Al mirarse en el espejo comprendía que la causa no estaba tampoco en su ropa, pues en esa época vestía con elegancia. Por lo tanto el problema había de radicar en su actitud. En vez de repantigarse en el asiento y echarse el sombrero sobre los ojos, debía sentarse bien erguido, mostrarse simpático y alegre, sonreír a todo el mundo. Y sonreiría, por Dios, aunque se le partiera la cara.

Pasó una semana entera tratando de mostrarse agradable, sonriendo a cuantos le echaban una mirada, como si fuese un joven comerciante que acababa de leer los libros de Dale Carnegie y pertenecía a la Cámara Joven.

Pero nadie se sentaba a su lado, al menos mientras hubiera otro asiento libre. No dejaba de ser un consuelo que prefirieran sentarse con él a viajar de pie.

Después notó algunas otras cosas.

Los compañeros de la oficina solían visitarse de escritorio a escritorio; formaban grupos de dos o tres y conversaban sobre los resultados conseguidos en el campo de golf, o se pasaban los últimos cuentos subidos de tono, o se preguntaban porqué diablos se quedaba uno en semejante lugar cuando había miles de empleos a disposición de quien quisiera. Pero nadie se acercaba al escritorio de Vickers.

Trató entonces de remediar aquello uniéndose a los otros grupos, pero en contados segundos cada uno volvía a su sitio. Intentó acercarse a cualquier escritorio para charlar con su ocupante; lo recibían amablemente, pero siempre estaban terriblemente ocupados.

Revisó sus temas de conversación. Parecían bastante variados. No jugaba al golf, pero sabía unos cuantos cuentos verdes, leía casi todas las novedades en materia de libros y asistía a los mejores estrenos cinematográficos. Conocía bastante a fondo la política oficinesca y sabía maldecir al patrón como el mejor de ellos. Por medio de los diarios y de un par de semanarios se mantenía informado sobre las últimas novedades, era capaz de discutir sobre temas políticos y era una especie de erudito de café en cuanto a asuntos militares. Con todo eso debía ser muy capaz de sostener una buena conversación. Sin embargo, nadie parecía tener ganas de hablar con él.

A la hora del almuerzo ocurría lo mismo. En realidad, bien miradas las cosas, era igual fuera donde fuese.

Lo había escrito todo, fecha por fecha, con un relato de lo ocurrido cada día; Y en esos momentos, quince años después, volvía a leer aquellas palabras sentado en una caja, en una buhardilla vacía y desnuda. Con la mirada perdida hacia adelante, recordó sus sentimientos de entonces, lo que había hecho y dicho, incluyendo el hecho original de que nadie viajara a su lado mientras hubiese otro asiento vacío. Y lo mismo había vuelto a ocurrir un par de días antes, al viajar hacia Nueva York.

Quince años antes se había preguntado por qué, sin hallar respuesta. Y todo volvía a empezar.

¿Acaso él era diferente, en algún aspecto desconocido? ¿O se trataba sólo de alguna falla en su personalidad que le privaba de la chispa vital, del resplandor alerta de la camaradería?.

No se trataba sólo de que nadie viajara con él ni de que nadie se reuniera ante su escritorio. Había otras cosas, por cierto más elusivas, que no había podido dejar por escrito. La soledad que sentía, no bajo la forma de punzadas ocasionales, como todo el mundo, sino una constante angustia de ser distinto, que lo obligaba a apartarse del prójimo tal como los demás se apartaban de él. Su incapacidad para iniciar nuevas amistades, su exagerado sentido de la dignidad, su rechazo de ciertas normas sociales.

Habían sido sin duda esas características (aunque hasta entonces no lo había considerado así) las que le obligaran a buscar alojamiento en esa aldea aislada, confinándolo a un reducido círculo de amistades; por ellas se había vuelto hacia el sendero solitario de la literatura, para volcar sobre el papel las emociones contenidas y los pensamientos solitarios que necesitaban una vía de escape.

Sobre su condición de hombre diferente había construido su vida; tal vez de esa misma condición había surgido el poco éxito alcanzado hasta entonces.

Estaba instalado en un sendero abierto por él mismo, un sendero bienamado y pulido, pero algo acababa de impulsarlo hacia fuera. Todo había comenzado con la niñita que desayunara con él, y con Eb, que le hablaba del coche Eterno. Y después Crawford, y las extrañas palabras de Flanders; finalmente, el cuaderno recordado tras tantos años y hallado en la caja de la buhardilla.

Coches eternos y carbohidratos sintéticos; Crawford y su mundo acorralado. De algún modo todas esas cosas estaban vinculadas entre sí, y él tenía también cierta relación con ellas.

Era enloquecedor: estaba convencido de todo ello sin la menor prueba, sin un atisbo de motivos, sin una vaga pista que le revelara cuál podía ser su papel.

Comprendió que todo había sido siempre así, aun en las pequeñas cosas; era eterna en él la sensación de que sólo necesitaba alargar la mano para alcanzar cierta verdad, pero que jamás sería capaz de extenderse lo bastante como para expresarla.

Había mucho de absurdo en eso de saber que algo era cierto sin conocer la causa. Sabía, por ejemplo, que había sido correcto rehusar la oferta de Crawford aunque todo le urgía a aceptarla. Que Horton Flanders no aparecería jamás por pocas razones que hubiera para no creer lo contrario.

Quince años atrás se había enfrentado a cierto problema para resolverlo a su modo, casi sin darse cuenta; la solución había sido apartarse de la raza humana. Tras retroceder hasta apretar la espalda contra la pared pudo gozar de cierta paz. Y ahora, extrañamente, esa sensación de presentimiento, casi de precognición, parecía revelarle que el mundo y los problemas humanos volvían a acosarlo. Ya no podía retroceder más, aunque así lo quisiera. Cosa extraña: no sentía tampoco deseos de hacerlo. Era mejor así, pues no había ya sitio adonde huir.

Allí, a solas en la buhardilla, se quedó escuchando el viento que susurraba contra el alero.

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