El portón de la entrada estaba sujeto con una cadena y un grueso candado. Vickers tuvo que dejar el coche estacionado junto a la ruta y caminar unos cuatrocientos metros hasta la vivienda.
El camino, de trecho en trecho, estaba casi cubierto por el pasto; en algunos lugares la hierba le llegaba a la rodilla; sólo ocasionalmente se veían en él señales de ruedas. Los campos no habían sido arados; la maleza brotaba a lo largo de los cercos y en los lotes más pobres se veían parches de hierbas, allí donde muchos años de cultivos habían privado a la tierra de toda fuerza.
Si desde la carretera los edificios parecían tener el mismo aspecto que en sus recuerdos, cómodamente agrupados y con un fuerte sabor a hogar, desde cerca eran visibles las señales del descuido. Vickers las percibió como una bofetada en el rostro. El patio que rodeaba la casa estaba cubierto de pasto; los canteros habían desaparecido y el rosal del porche estaba en agonía; era apenas una pobre cosa retorcida con una o dos rosas en las mismas ramas que años atrás se cargaban de pimpollos. El ciruelo del rincón se había tornado salvaje. El cerco mismo raleaba en algunos sectores; en otros había desaparecido por completo. Algunas de las ventanas estaban rotas, quizá por obra de los niños que solían arrojarles piedras a modo de entretenimiento, y la puerta del porche trasero se balanceaba a impulsos del viento.
Vickers vadeó aquel mar de hierba y recorrió la casa, atónito al notar la tenacidad con que las señales de la vida seguían aferradas a ella. Allí, en la chimenea, por la pared exterior, trepaban las huellas de sus manos, impresas a los diez años sobre el cemento fresco; y todavía estaba allí la astilladura que había hecho sobre la ventana del sótano, al arrojar con poca puntería varios trozos de leña para alimentar la vieja caldera. En una esquina encontró la vieja batea en la que su madre solía plantar flores todas las primaveras, pero la bañera en sí había desaparecido casi por completo; el metal era sólo óxido y no quedaba sino un montículo de tierra. El fresno aún se erguía en el patio frontal. Vickers se cobijó bajo su sombra y levantó la mirada hacia el dosel de sus hojas; alargó la mano para acariciar la suavidad del tronco, mientras recordaba el día en que lo había plantado siendo niño, orgulloso de tener un árbol distinto de todos los del vecindario.
No trató de abrir la casa. Le bastaba con ver el exterior. Dentro de la vivienda habría demasiadas cosas para ver: los agujeros dejados en las paredes por los clavos de donde colgaban antes los cuadros, y las marcas en el suelo, allí donde había estado la cocina, y la escalera de peldaños gastados por pasos queridos. Si llegaba a entrar, la casa lo llamaría a gritos desde el silencio de sus armarios y el vacío de sus habitaciones.
Bajó hacia las otras dependencias. Allí, a pesar del silencio y del vacío, los recuerdos no tenían el mismo hechizo que en la casa. El gallinero se estaba viniendo abajo; la pocilga servía de nido a los vientos invernales, y en la parte trasera del galpón encontró una vieja y arruinada agavilladora.
El granero estaba fresco y sombreado; entre todos era el que mejor conservaba el aire hogareño. Los pesebres estaban vacíos, pero aún colgaban briznas de heno, como si fueran telarañas adheridas a las grietas entre las tablas. Todavía perduraba el olor de otros tiempos, el olor entre húmedo y ácido de las bestias amigas.
Trepó la cuesta hasta el granero; descorrió el cerrojo de madera y entró. Hubo carreras y chillidos de ratones por el suelo, las paredes y las vigas. Algunos sacos de grano colgaban del tabique instalado para que el cereal no cayera al pasillo. Allí, hacia el extremo del corredor, había algo que detuvo sus pasos.
Era una peonza ya arruinada por el tiempo y descolorida. Pero que en otra época había sido brillante y vistosa, giraba sibilante por el suelo cuando uno la impulsaba con la manivela. Se la habían regalado para Navidad, y lo recordaba como su juguete favorito.
La recogió en sus manos con súbita ternura, preguntándose cómo había llegado hasta allí. Era una parte de su pasado y acababa de alcanzarla en el camino, un objeto muerto e inútil para todo el mundo, con excepción del niño a quien en otros tiempos había pertenecido.
Cuando había sido nueva había tenido rayas de color que corrían en espiral mientras la peonza giraba. Vickers recordó que, en cierto punto, cada una de las bandas desaparecía para dar lugar a otra, que desaparecía a su vez, y siempre tomaba el lugar de la anterior.
Uno podía observar durante horas el ir y venir de las bandas, tratando de averiguar adónde iban. Pues para una mente infantil era forzoso que fueran a alguna parte. No era posible que estuvieran allí en un momento dado y se marcharan al siguiente. Tenían que ir a alguna parte.
¡Y había un sitio al que podían ir!
Lo recordó de pronto, con la peonza aferrada entre las manos, mientras los años caían uno a uno para llevarlo a cierto día de su infancia.
Uno podía ir allá donde las bandas iban, seguirlas hacia el país adonde huían, si se era muy joven y el misterio cobraba la suficiente intensidad. Era algo así como un país encantado, aunque tenía un aspecto demasiado real como para serlo. Había allí un camino que parecía de vidrio, pájaros, árboles y flores, algunas mariposas. El cortó una flor y la llevó en la mano mientras recorría el sendero. Se asustó un poco al divisar una pequeña casa oculta en un bosquecillo. Retrocedió entonces por el camino. Y de pronto se encontró en su casa, con el trompo inmóvil en el suelo frente a él, y la flor sujeta en la mano.
Fue entonces a contarle a la madre lo que había ocurrido. Ella le arrebató la flor como si le despertara miedo. Y bien podía ser así, puesto que estaban en invierno. Esa noche papá lo interrogó y descubrió lo del trompo. Al día siguiente, según Vickers recordaba, ya no había podido encontrar su juguete; lloró secretamente por él durante muchos días.
Y allí estaba nuevamente, viejo y arruinado, sin rastros del color original; sin embargo Vickers no tenía dudas: era el mismo.
Salió del granero con la peonza desteñida entre las manos, con la sensación de rescatarla de la triste inseguridad que padeciera durante tanto tiempo.
“El olvido”, pensó. Pero era más que un simple olvido: era un bloqueo mental que había borrado de su memoria el trompo y el viaje al país encantado. Llevaba años sin pensar en eso, sin sospechar siquiera que hubiese un incidente semejante escondido en su mente. Pero acababa de recuperar el trompo y la memoria de ese día, el día en que había seguido tras las bandas en movimiento para pasar al país encantado.