CAPITULO 4

En primer lugar apareció la navaja de afeitar que no se gastaba. Después, el encendedor que no fallaba jamás y no requería piedra ni combustible. Por último, una lamparilla eléctrica con la que se podía contar para toda la vida, salvo en caso de accidente. Y tras todo eso acababa de aparecer el automóvil Eterno.

En ese esquema debían entrar también los carbohidratos sintéticos.

“Se está preparando algo”, había dicho el señor Flanders, frente al local del viejo Hans. Vickers trataba de ordenar todo aquello en su mente, sentado junto a la ventanilla en la parte trasera del ómnibus.

Tenía que existir algún vinculo entre todo eso: navajas de afeitar, encendedores, lamparillas eléctricas, carbohidratos sintéticos y, por último, los coches Eterno. Debía haber un común denominador que explicara por qué los artículos eran precisamente ésos y no otros: cortinas de enrollar, por ejemplo, monopatines, yoyos, aeroplanos o pasta dentífrica. Las navajas mantenían al hombre rasurado, las bombillas le alumbraban el camino y los encendedores encendían el cigarrillo; en cuanto a los carbohidratos sintéticos, habían zanjado por lo menos una crisis internacional y salvado a millones de personas del hambre o de la guerra.

“Se está preparando algo”, había dicho Flanders, vestido con su ropa limpia y raída, con ese ridículo bastón en la mano; aunque, pensándolo bien, no parecía ridículo si era el señor Flanders quien lo llevaba.

El automóvil Eterno funcionaba para siempre, no requería aceite y uno podía legarlo al hijo, para que éste, a su vez, lo dejara en herencia al suyo. Y así podía llegar hasta el tataranieto y más allá. Un solo coche podía servir a varías generaciones.

Pero las cosas no quedarían allí. En poco más de un año extraían cerradas todas las fábricas de automóviles, la mayor parte de los talleres mecánicos, y muchas industrias del vidrio y del acero.

La navaja y la bombilla no parecieron importantes en su momento, pero de pronto cobraban un peso enorme. Miles de obreros perderían sus puestos; tendrían que volver a la casa y explicar a la familia: “Bueno, las cosas son así; después de tantos años estoy sin trabajo”.

La familia volvería a sus quehaceres diarios en medio de un tenso y terrible silencio, con el aire de quien siente sobre si una temible calamidad, y el hombre compraría todos los periódicos para estudiar las columnas de Empleos Ofrecidos. Saldría a recorrer las calles y en todas partes habría un hombre tras una jaulita o un escritorio que le miraría meneando la cabeza.

Al fin el hombre se encaminaría hacia alguno de esos pequeños locales en cuyas puertas se leía “Carbohidratos S.R.L.”; entraría arrastrando los pies, con la vergüenza de todo buen obrero imposibilitado de conseguir trabajo, y diría:

—Las cosas no me van muy bien y me estoy quedando sin dinero. A lo mejor…

Entonces el empleado que atendía el mostrador le respondería:

—¡Pero naturalmente! ¿Cuántos son ustedes en la familia?

Y anotaría la información en un hoja de papel.

—En aquella ventanilla —indicaría—. Creo que le alcanzará para una semana, pero si no le alcanza no deje de venir cuantas veces quiera.

El obrero tomaba la hoja, tratando de ser agradecido, pero recibía como respuesta un ademán cordial y espontáneo: “Vamos, para eso estamos aquí. Nuestra tarea consiste en ayudar a la gente como usted.”

El hombre iría entonces hasta la ventanilla indicada; allí verificarían su hoja de papel y le entregarían varios paquetes; uno tenía sabor a patatas, otro a pan, y los otros daban la impresión de ser arvejas o trigo. Todo era sintético.

Todo eso había ocurrido ya y seguía ocurriendo. No era un verdadero alivio, pero no dejaba de ser una solución. Los de Carbohidratos nunca insultaban a quienes iban en busca de ayuda. Todos recibían el trato debido a un cliente que paga bien; se les decía que no dejaran de volver. A veces, cuando uno no regresaba, ellos le visitaban para saber qué ocurría; tal vez uno había conseguido trabajo o era demasiado tímido. Si se trataba de lo último, sabían conversar con uno de modo tal que, tras esa visita, uno estaba seguro de hacerles un favor al aceptar sus carbohidratos.

Y gracias a esos carbohidratos vivían aún millones de personas, en la India o en la China, que habrían muerto sin ellos. Ahora llegaba el turno a los millares que perderían su trabajo con el cierre de las fábricas de automóviles y la reducción de acerías y talleres mecánicos.

Las industrias de automóviles se verían obligadas a cerrar. Nadie compraría sus productos, puesto que era posible adquirir a menor precio un coche interminable. Tal había pasado con la industria de hojas de afeitar al surgir en plaza una navaja eterna. Y otro tanto, con las bombillas eléctricas y los encendedores. Era muy probable que el automóvil no fuera el último producto de aquellos fabricantes, quienes quiera que fuesen.

Pues era forzoso que quienes fabricaban las navajas hicieran también los encendedores y las bombillas, y quienes elaboraban esos chismes debían ser los diseñadores del coche Eterno. Tal vez no fueran las mismas empresas, aunque era difícil saberlo, pues Vickers nunca había tratado de averiguar sus nombres.

El ómnibus se iba llenando, pero Vickers seguía solo en el asiento que ocupaba, tratando de ordenar sus pensamientos mientras miraba por la ventanilla. A sus espaldas dos mujeres se habían enfrascado en una conversación. El no tenía intención de escuchar, pero recogió sus palabras.

Una de ellas soltó una risita, diciendo:

—Nuestro grupo es interesantísimo. Estamos llenos de gente interesante.

Y la otra respondió:

—Estuve pensando en unirme a uno de esos grupos, pero Charlie dice que es una tontería. Estamos viviendo en Norteamérica y en 1987, dice, y no hay razones para fingir que no es así. Este es el mejor país y la mejor época de la historia, dice; tenemos todas las comodidades y todo lo que deseamos. Somos más felices que todos nuestros antecesores, dice, y esos grupos de ficción son nada más que propaganda comunista. Dice que le gustaría atrapar a quienes comenzaron con eso y que…

—Oh, no sé—dijo la primera—. Es divertido. Claro que requiere mucho trabajo. Hay que leer sobre los tiempos antiguos y todo eso, pero creo que uno sale ganando. La otra noche, en una reunión, uno decía que cada cual saca de ello cuanto pone, y creo que tiene razón. Pero creo que yo no sé poner gran cosa. Soy muy inconstante. No soy buena lectora, no entiendo muy bien; me tienen que explicar muchas cosas. Pero hay quienes parecen sacar mucho de esto. En nuestro grupo hay un hombre que vive en Londres, en la época de un tal Samuel Peeps. No sé quién fue Peeps, pero creo que fue alguien muy importante. ¿Tú no sabes quién fue Peeps, Gladys?

—No, yo no.

—Bueno, de cualquier modo, este hombre no tiene fin cuando habla de Peeps. Parece que escribió un libro (hablo de Peeps). Debe ser un libro larguísimo, porque habla de muchas cosas. Este hombre que te mencioné lleva un diario maravilloso; nos encanta que nos lo lea. Da la impresión de que vive realmente allí.

El ómnibus se detuvo ante un cruce de carreteras. Vickers echó una mirada a su reloj: en media hora más estarían en la ciudad.

Todo eso era una pérdida de tiempo. Ann podía intentar lo que gustara, pero él no permitiría ninguna interrupción en su libro. Había hecho mal en dejarse convencer; no debería perder siquiera ese día.

A sus espaldas Gladys decía:

¿Oíste hablar de esas nuevas casas que han salido a la venta? La otra noche hablaba con Charlie de eso y le decía que tal vez conviniera verlas. Porque la nuestra está bastante arruinada, ¿sabes?; habría que pintarla y hacerle unas cuantas reparaciones. Pero Charlie dice que debe ser alguna estafa. Nadie pone a la venta esa clase de casas con tantas facilidades, dice, a menos que haya una trampa en alguna parte. Dice que es zorro viejo y no se va a dejar atrapar en algo como eso. Mabel, ¿has visto alguna de esas casas? ¿No has leído nada sobre ellas?

—Te estaba contando —insistía Mabel— sobre ese grupo al que pertenezco. Uno de los muchachos finge vivir en el futuro. Ahora yo digo, ¿no es una risa? Imagínate, fingir que vive en el futuro…

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