Vickers iba hacia la aurora. El camino estaba desierto y el coche volaba por él, sin más ruido que el silbido de las cubiertas al derrapar en las curvas. En el asiento contiguo iba y venia el trompo, con sus alegres colores, siguiendo los movimientos del auto.
Dos cosas estaban mal. Había dos errores inmediatos:
No se había detenido en la casa de los Preston.
Había utilizado el coche.
Eran dos tonterías, por supuesto; Vickers se burló de sí mismo por pensar en eso y pisó a fondo el acelerador, hasta que el silbido de las cubiertas se convirtió en un grito agudo en cada una de las cunas.
Debió haberse detenido ante la casa de los Preston para probar allí el trompo. Ese era su plan original, pero aunque hurgaba en su mente en busca de las razones que se lo habían inspirado no hallaba ninguna. Si el trompo funcionaba, lo haría en cualquier parte. Funcionaba, y eso era todo; no importaba dónde lo hiciera, aunque algo, muy dentro de sí, le indicaba que ese detalle tenía importancia. La casa de los Preston tenía algo especial. Era un punto clave; debía ser el punto clave en aquel asunto de los mutantes.
“Pero no podía perder tiempo”, se dijo. “No podía seguir dando vueltas. No había tiempo que perder. En primer lugar debía volver a Nueva York, buscar a Ann y hacer que se ocultara. Pues Ann debía ser el otro mutante, aunque tampoco en ese aspecto, al igual que en el caso de la casa Preston, podía estar seguro de ello. No había motivos ni prueba sustancial que lo demostrara. “Motivos”, pensó. “Motivos y pruebas”. ¿Y qué son?
Sólo la lógica forzosa sobre la cual el hombre ha construido su mundo. ¿Era posible que el hombre contara interiormente con otro sentido, otra norma que le sirviera de base, permitiéndole dejar a un lado los motivos y las pruebas, como a puerilidades útiles en su momento, pero ya cuanto menos incómodas? ¿Había acaso un modo de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, sin caer en interminables razonamientos y tontos desfiles de pruebas? ¿La intuición, tal vez? Tonterías de mujeres. ¿Las premoniciones? Eso era sólo superstición.
Y sin embargo, ¿eran realmente tonterías y supersticiones? Los investigadores llevaban muchos años ocupándose de las percepciones extrasensoriales, del sexto sentido que tal vez el hombre llevaba en si, incapaz de desarrollarlo en toda su capacidad.
Y si la percepción extrasensorial era posible, lo eran también muchos otros poderes: el dominio psicoquinético de los objetos por la energía mental, la posibilidad de ver el futuro, la captación del tiempo como algo más que el movimiento de las manecillas sobre el reloj, la habilidad de conocer y manipular insospechadas extensiones dimensionales del continuo espacio-tiempo.
“Cinco sentidos”, pensó Vickers. El sentido del olfato, el de la vista, el oído, el gusto y el tacto. Tales eran los cinco que el hombre conocía desde tiempos inmemoriales, pero ¿significaba eso que fueran los únicos? ¿Acaso en su mente aguardaban otros sentidos, a la espera de ser desarrollados, tal como en su momento se habían desarrollado el pulgar opuesto, la postura erecta y el pensamiento lógico? El hombre había evolucionado lentamente desde su etapa arbórea y temerosa, pasando por el animal capaz de manejar un garrote, hasta llegar al animal que dominaba el fuego. Sus herramientas se habían ido complicando progresivamente hasta convertirse en máquinas.
Todo eso era el resultado del desarrollo intelectual; tal vez fuera posible que la inteligencia y los sentidos no estuvieran aún plenamente desarrollados. Y si era así, cabía imaginar un sexto sentido, un séptimo, un octavo, innumerables sentidos adicionales que, en el curso de la evolución natural, caerían bajo el dominio de la raza humana.
Y eso podía ser lo que había ocurrido con los mutantes: el súbito desarrollo de esos sentidos adicionales, sospechados sólo a medias. ¿Acaso esa mutación no era lógica en si, precisamente lo que cabía esperar?
Pasó rápidamente por pequeñas aldeas que dormían aún entre la noche y el alba, pasó por granjas extrañamente desnudas bajo la media luz que cruzaba el horizonte oriental.
“No trate de usar su coche”, decía la nota de Crawford. También eso era una tontería, pues no había razones para no usarlo. Crawford lo decía así, y eso era todo. ¿Y quién era Crawford? ¿Un enemigo? Tal vez, aunque a veces no actuaba como tal. Un hombre temeroso de la derrota que sabía segura, más temeroso aún de las consecuencias que de la derrota en sí.
Los motivos, una vez más.
No había razones para no usar el coche. Pero se sentía vagamente intranquilo por hacerlo. No había razones para detenerse ante la casa de los Preston; empero su corazón le decía que era un error no haberlo hecho. No había razones para pensar que Ann Carter era mutante, y se sentía seguro de ello.
Condujo el coche a través de la mañana, entre la niebla que se alzaba desde los arroyuelos, hacia el rubor del sol contra el cielo del este; niños y perros arreaban las vacas; la ruta se poblaba lentamente con el primer y escaso tránsito de la mañana.
De pronto se sintió hambriento y algo adormecido. Pero no podía detenerse a descansar: tenía que proseguir la marcha. Cuando se tornara peligroso seguir conduciendo se vería forzado a dormir, siquiera por un rato.
Buscaría un lugar para comer algo. Tal vez la ciudad más próxima fuera más o menos extensa y tuviera algún bar abierto. En ese caso se detendría a comer; una o dos tazas de café bastarían para alejar el sueño.