No se detendría ante la casa de los Preston. Pasaría con el automóvil a poca velocidad para echarle un vistazo, pero no se detendría. Porque, tal como lo había previsto, ya comenzaba a huir. Había observado la concha vacía de su niñez, encontrando un juguete de ese entonces; no tenía intenciones de contemplar ahora los huesos desnudos de su juventud.
No se detendría ante la casa de los Preston. No haría más que aminorar la marcha y mirarla desde la ruta, para acelerar de inmediato y poner muchos kilómetros de por medio.
No se detendría, no.
Pero lo hizo, por supuesto.
La miró desde el asiento del coche, recordando su aspecto altivo de otros tiempos, cuando cobijaba a una familia igualmente altiva…, demasiado orgullosa para permitir que un miembro de la casa se uniera en matrimonio a un muchacho campesino, proveniente de una granja donde todo era arcilla amarillenta y trigo enfermizo.
Pero la casa había perdido su altivez. Las persianas estaban cerradas; alguien había claveteado largos tablones sobre ellas, como si le hubiera cerrado los ojos. La pintura estaba descascarada y se desprendía de las imponentes columnas erguidas en el frente. Alguien había arrojado una piedra contra uno de los abanicos que cobijaban la puerta de madera tallada. El cerco estaba marchito; el patio, invadido por la hierba. El camino de ladrillos que unía el portón con el porche había desaparecido bajo el césped rastrero.
Vickers se apeó del coche y cruzó el desvencijado portón para dirigirse al porche. Al subir los peldaños pudo ver que las maderas del suelo se habían podrido. Se detuvo en el sitio donde en otros tiempos había estado con ella, allí donde habían comprendido por primera vez que su amor sería eterno. Trató de capturar aquel momento pasado, pero no estaba allí, aunque el recuerdo aún dolían como entonces. Trató de recordar el aspecto de las praderas y los cultivos vistos desde el porche, cuando la luz de la luna se quebraba contra la blancura de las columnas, cuando las rosas llenaban el aire con el sol destilado de su fragancia. Sabía todo aquello, pero no podía verlo ni sentirlo.
Detrás de la casa, sobre una cuesta, estaban los graneros. Aún eran blancos, pero no tanto como entonces. Más allá de los cobertizos el suelo volvía a descender. Y allí se extendía el valle por donde habían caminado juntos aquella última vez. Un valle encantado, con manzanos en flor y cantares de alondra. La segunda vez no había sido lo mismo. ¿Qué pasaría con la tercera?
Vickers pensó: “Estoy loco, estoy buscando imposibles.” Pero no pudo dejar de descender aquella cuesta, hacia el valle.
Se detuvo a mirarlo en el punto más alto. Ya no era el valle encantado, pero lo recordaba, tal como recordaba la luz de la luna contra las columnas. Las columnas seguían presentes; también el valle; los árboles eran los mismos y el arroyo recorría aún las praderas que lo flanqueaban.
Tuvo intenciones de regresar, pero no pudo hacerlo. En cambio bajó al valle. Allí vio los manzanos silvestres, que ya habían perdido las flores; una alondra alzó vuelo de entre la hierba.
Al fin se volvió; todo estaba tal como lo había visto en la segunda oportunidad. Esa tercera visita, después de todo, era una repetición de la anterior. Sólo la presencia de ella había podido convertir ese valle prosaico en un sitio encantado. Se trataba, al fin y al cabo, de un hechizo del espíritu.
Por dos veces había recorrido sitios encantados; por dos veces en su vida había escapado de la vieja tierra familiar.
Dos veces. Una, por la virtud de una mujer y el amor que se tenían. La otra, a causa de un trompo en movimiento.
No, el trompo había sido el primero.
Sí, el trompo…
¡Un momento! ¡Más despacio!
Te equivocas, Vickers. No pudo ser así.
¡Oh, pedazo de tonto! ¿Por qué corres?