CAPITULO 40

Su tarea asignada era detener a Crawford. Se le suponía capaz de hacerlo por medio de sus presentimientos. Pero en primer lugar tendría que revisar todos los aspectos. Debía tomar los factores, equilibrarlos unos con otros y verificar los puntos fuertes, los puntos débiles. Se trataba del poder industrial, no del de una sola industria, sino del poder industrial de todo el mundo. Crawford y la industria habían declarado guerra abierta a los mutantes; y había que tener en cuenta esa arma secreta.

—La desesperación y un arma secreta —había dicho Crawford sentado en el cuarto del hotel. Pero el arma secreta, según agregó, no era bastante.

En primer término Vickers debería averiguar en qué consistía esa arma. Mientras no lo supiera carecía de sentido hacer planes.

Permaneció despierto en la cama, con la vista clavada en el techo, mientras colocaba los hechos en hileras ordenadas para echarles un vistazo. Después los cambió de posición y equilibró la fuerza de los humanos comunes contra la fuerza mutante; había muchos puntos en que se cancelaban mutuamente, pero en otros, uno de ellos surgía inexpugnable. Por ese camino le sería imposible llegar a nada.

“Claro que no llegaré a nada”, dijo para sí. “Esta es la torpe manera en que los hombres normales resuelven sus problemas. Esto es razonar”.

Debía acudir al presentimiento. Pero ¿cómo hacerlo?

Apartó aquellos factores de su mente, volvió a clavar la vista en la oscuridad, en dirección a; cielorraso, y trató de no pensar. Los factores clamaban en su cerebro, se atropellaban y huían unos de otros, pero él siguió negándose a reconocerlos.

Entonces llegó la idea: la guerra.

Mientras la estudiaba fue creciendo y se aferró a él. La guerra, sí, pero una guerra distinta a cuantas el mundo había conocido hasta entonces. ¿Qué se decía de la Segunda Guerra Mundial? Se la trataba de guerra sucia. Pero no lo sería del todo.

Era algo perturbador pensar en una cosa que no se podía apresar, es decir, sentir la comezón de un presentimiento sin reconocerlo como tal. Trató de sujetarlo y lo sintió retroceder. Sólo regresó cuando él dejó de meditar.

Surgió entonces otra idea: la pobreza.

La pobreza estaba de algún modo vinculada a la guerra Era como si las dos ideas rondaran, a la manera de los coyotes, en torno a la hoguera representada por él, gruñendo y amenazándose mutuamente en la oscuridad, junto a la llama del conocimiento. Trató de hundirlas por completo en la oscuridad, pero le fue imposible. Acabó por acostumbrarse a ellas; pareció entonces que la hoguera disminuía sus llamaradas y que las ideas-coyote no corrían con tanta celeridad.

Su mente soñolienta denunció otro factor: los mutantes no disponían de mucha gente. Esa era la razón por la cual creaban androides y robots. Siempre había modo de superar ese problema. Se podía tomar una vida y dividirla en muchas. Se tomaba la vida de un mutante para esparcirla, extenderla y prolongarla cuanto se pudiera. En la economía de la fuerza humana cabían muchas soluciones si uno sabía encontrarlas.

Los coyotes rondaban ya muy cerca y el fuego se apagaba. “Te detendré, Crawford, hallaré la respuesta para detenerte, y te amo, Ann, y…”

Sin darse cuenta se había quedado dormido. Despertó de pronto y se irguió de un salto en la cama.

¡Sabía la respuesta!

El airecillo fresco del alba lo hizo estremecer. Sacó bruscamente las piernas de bajo los cobertores y sintió el mordisco del suelo frío contra los pies descalzos Corrió a la puerta, la abrió de par en par y salió al descansillo. La escalera descendía desde allí hacia el vestíbulo.

—¡Flanders!—gritó — ¡Flanders!

Ezequiel apareció desde alguna parte y empezó a subir la escalera preguntando:

—¿Qué ocurre, señor? ¿Puedo servirle en algo?

—¡Quiero hablar con Horton Flanders!

Se abrió otra puerta. Allí estaba Horton Flanders, con los tobillos huesudos asomados bajo el ruedo de su camisa de dormir y el pelo ralo casi tieso.

—¿Qué ocurre? —murmuró, con la lengua pesada aún por el sueño—¿Qué significa este barullo?

Vickers cruzó el vestíbulo a grandes pasos y lo tomó por los hombros, inquiriendo:

—¿Cuántos de nosotros hay? ¿En cuántos androides dividieron la vida de Jay Vickers.

—Si deja usted de sacudirme…

—Lo dejaré cuando me diga la verdad.

—Oh, con gusto —respondió Flanders—. Somos tres: usted, yo y…

—¿Usted?

—Por cierto. ¿Le sorprende?

—¡Pero si es mucho más anciano que yo!

—Con la carne sintética se pueden hacer maravillas —dijo Flanders—. No veo motivos para sorprenderse.

Y de pronto Vickers notó que en realidad no sentía asombro alguno. Era como si en el fondo lo hubiera sabido desde siempre.

—¿Y el tercero? Dijo usted que éramos tres. ¿Quién es el otro?

—No puedo decírselo —respondió Flanders—. No le diré quién es. Ya le he dicho demasiado.

Vickers alargó la mano y aferró al anciano por la pechera de la camisa, retorciendo la tela hasta ajustársela a la garganta.

—La violencia no tiene sentido —dijo Flanders—. No sirve de nada. Si le he dicho todo esto ha sido porque usted llegó a la crisis antes de lo que esperábamos. Pero no estaba preparado siquiera para eso. No está en condiciones de saberlo todo. Ha sido un riesgo muy grande impulsarlo demasiado. No podría decirle más.

—¡Qué no estoy en condiciones de saber!—repitió Vickers, furioso.

—No lo está. Debió haber dispuesto de más tiempo. No es posible decirle ahora mismo lo que desea saber. Crearía…complicaciones en su tarea, con lo que perdería eficiencia y valor.

—¡Es que ya tengo la respuesta a ese problema!—exclamó Vickers, enojado—. Preparado o no, tengo la respuesta que aplicaremos a Crawford y a sus amigos. Es mas que lo conseguido por usted y sus colegas, a pesar del tiempo que llevan en ello. Ya tengo la respuesta, precisamente lo que ustedes querían; conozco el arma secreta y sé cómo contrarrestarla. Usted dijo que yo podía detener a Crawford y ahora sé que es cierto.

—¿Está seguro de eso?

—Completamente seguro. Pero esa otra persona, la tercera persona…

Una sospecha horrible se filtraba en su mente.

—Necesito saberlo —agregó.

—No puedo decírselo, de veras —repitió Flanders.

Vickers aflojó la mano aferrada a la camisa de dormir y la dejó caer. Aquella sospecha era una verdadera y terrible tortura. Se volvió lentamente.

—Sí, estoy seguro —volvió a decir—. Conozco todas las respuestas, pero ¿para qué diablos sirve eso?

Se retiró nuevamente a su cuarto y cerró la puerta tras de sí.

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