George Crawford era tan corpulento que sus nalgas desbordaban la silla en la que estaba sentado. Hablaba con las manos cruzadas sobre la panza, sin cambios de tono, sin inflexiones; era el hombre más quieto que Vickers había visto hasta entonces. No había en él movimiento alguno: allí estaba sentado, enorme, estólido. No movía más que los labios, y eso apenas. Su voz era un susurro.
—He leído parte de su obra, señor Vickers —dijo—. Me ha impresionado mucho.
—Me alegro de saberlo —respondió Vickers.
—Hasta hace tres años no se me habría ocurrido leer una obra de ficción, menos aún hablar con el autor. Pero ahora resulta que necesito de alguien como usted. Lo he consultado con mis directores; Todos estamos de acuerdo en que usted es el hombre más indicado para el trabajo.
Hizo una pausa y miró a Vickers con ojos azules y brillantes, asomados entre los pliegues de carne como puntas de bala.
—La señorita Carter me dice que usted está muy ocupado en este momento.
—Es cierto.
—Alguna obra importante, supongo.
—Espero que así sea.
—Lo que tengo en mente sería más importante.
—Eso es cuestión de opiniones —replicó Vickers en tono seco.
—No le agrado a usted, señor Vickers.
No era una pregunta, sino la afirmación de un hecho. Vickers se sintió irritado.
—No tengo ninguna opinión formada con respecto a usted —respondió—. Soy ajeno a todo, salvo a lo que usted debe decirme.
—Antes de proseguir —dijo Crawford— quisiera dejar en claro que se trata de un asunto confidencial.
—Vea, señor Crawford —aclaró el escritor—, no tengo estomago para asuntos de espionaje.
—No se trata de espionaje.
Por primera vez hubo cierta emoción en la voz de aquel hombre; fue al agregar:
—Se trata de un mundo que está entre la espada y la pared.
Vickers lo miró sorprendido. “Dios mío”, pensó, “este hombre habla en serio. Cree sinceramente que el mundo está entre la espada y la pared”. En ese momento su interlocutor agregó:
—¿Oyó usted hablar de los automóviles Eterno?
—En efecto —afirmó Vickers—. Esta mañana el dueño del taller de mi ciudad trató de venderme uno.
—¿Y de las navajas, las bombillas y los encendedores que no se agotan?
—Compré una de esas navajas, y es la mejor que he tenido en mi vida. No creo que sea eterna, pero la hoja es muy buena y no hace falta afilarla. Pienso comprar otra cuando se estropee.
—No le hará falta otra, a menos que pierda ésa. Ocurre, señor Vickers, que es realmente eterna. Y el coche también. Tal vez sepa también lo de las casas.
—No sé gran cosa.
—Son unidades prefabricadas —explicó Crawford—. Las venden a sólo quinientos dólares por habitación… instalada. Aceptan casas en parte de pago a valores fantásticos y ofrecen créditos muy liberales…Mucho más liberales, me atrevo a decir, que los de cualquier institución financiera en su sano juicio. Las viviendas cuentan con calefacción y aire acondicionado gracias a un equipo solar que supera todo, completamente todo lo conocido. Hay muchos otros detalles, pero eso bastará para darle una idea.
—Pues parece una buena idea. Hace rato que se habla de hacer viviendas a bajo costo. Tal vez de eso se trata.
—Son una buena idea —repuso Crawford—, y yo sería el último en negarlo. Pero llevarán a la ruina a las empresas energéticas. Ese equipo solar lo proporciona todo: luz, calor y energía. Quien compra una de esas casas no necesita conectarla a una red de energía eléctrica. Y dejarán sin trabajo a miles de carpinteros, albañiles y pintores, quienes tendrán que acudir a los carbohidratos. Acabarán por arruinar también a los aserraderos.
—Lo de la energía me resulta comprensible —dijo el escritor—, pero no entiendo muy bien eso de los carpinteros y los aserraderos. Indudablemente esas casas han de requerir madera, y harán falta carpinteros para construirlas.
—Hay madera en ellas, por cierto, y alguien las construye, pero no sabemos quién.
—¿Y no pueden averiguarlo? Parece muy simple. Debe haber alguna corporación. Tendrán fábricas y depósitos en alguna parte.
—Existe cierta compañía —admitió Crawford—. Una compañía de ventas. Por ella comenzamos; también descubrimos el depósito desde donde se distribuyen las unidades vendidas. Pero eso es todo. Hasta donde hemos podido investigar, no hay ninguna fábrica encargada de su construcción. Se las vende en nombre de cierta compañía cuyo nombre y dirección conocemos. Pero nadie ha vendido nunca una astilla de madera a esa compañía. Nadie les ha vendido siquiera un gozne. No contratan a obreros. Están inscriptos como fábricas, y las direcciones son auténticas, pero allí no se fabrica nada. Y hasta donde podemos asegurarlo nadie ha entrado ni salido de las oficinas centrales desde que las vigilamos.
—Eso es increíble —objeto Vickers.
—Sin duda lo es. En esas casas hay madera y otros materiales; en alguna parte debe haber hombres que las construyan.
—Permítame una pregunta, señor Crawford. ¿Cuál es su interés en todo esto?
—Bueno, le diré—murmuró el hombre—. No estoy capacitado para revelarle eso.
—Ya lo sé, pero de todos modos espero que me lo diga.
—Habría preferido extenderme un poco más sobre los antecedentes para que usted comprendiera mejor lo que pretendo. Nuestro interés en esto… casi podría decir “toda nuestra organización”…, suele parecer una tontería para quien no está al tanto de los antecedentes.
—Usted está alarmado por algo —dijo Vickers—. Claro que no lo admite, pero está pálido de miedo.
—Aunque le parezca extraño, lo admito. Pero no se trata de mi, señor Vickers, sino de la industria, toda la industria del mundo.
—Ustedes piensan que quienes fabrican y venden estas casas son los mismos que hacen los automóviles Eterno, los encendedores y las bombillitas.
Crawford asintió, agregando:
—Y también los carbohidratos. Si uno lo piensa un poco es algo terrible. Nos encontramos ante alguien que se dedica a arruinar industrias y a dejar sin trabajo a miles de trabajadores; después ofrece a esos mismos desocupados el alimento que les permitirá subsistir. Y las ofrece sin las señales de peligro, las investigaciones y las sutilezas que hasta ahora han caracterizado a esa clase de soluciones.
—¿Una conspiración política, quizá?
—Es más que eso. Para nosotros se trata de un ataque deliberado y bien planeado a la economía mundial. Es un verdadero esfuerzo para minar el sistema social y económico de nuestro modo de vida, tras lo cual minarán, naturalmente, nuestro sistema político. Porque nuestro sistema de vida está basado en el capital, ya sea privado o estatal, y en el salario que el trabajador gana diariamente. Si uno quita esas dos cosas, capital y trabajo, se habrán demolido las bases de una sociedad en funcionamiento.
—¿Nosotros? —preguntó Vickers— ¿Quién es “nosotros”?
—Investigación Norteamericana.
—¿Y quién es Investigación Norteamericana?
—Usted empieza a sentirse interesado —apuntó Crawford.
—Quiero saber con quién estoy tratando, y qué quieren de mí.
Crawford guardó silencio por largo rato. Al fin dijo:
—A eso me refería al decirle que se trataba de algo estrictamente confidencial.
—No me pida ningún juramento.
—Retrocedamos un poco —empezó el gordo— y revelamos parte de la historia. Así quedará en claro quiénes somos y qué hacemos.
»Hablábamos de la navaja. Fue el primer articulo: una navaja de afeitar interminable. La noticia se esparció con rapidez y todo el mundo compró una.
»Ahora bien, una hoja de afeitar común rinde de uno a seis afeitados; después se descarta y se compra otra. Eso significa que cada hombre es un comprador constante de hojas nuevas. Como resultado la industria de hojas de afeitar era una empresa pujante; empleaba a miles de trabajadores, representaba cierta ganancia anual para miles de comerciantes y era parte de la producción de acero. En otras palabras, era un factor económico que, en vinculación con otros factores económicos similares, formaba parte de la industria mundial. Y ahora, ¿qué ocurre?
—No soy economista, pero lo veo muy bien —dijo Vickers—. Nadie ha vuelto a comprar hojas de afeitar. Y esa industria se vino abajo.
—No tanto. Una gran industria es algo complejo y muere lentamente, aunque ya haya letreros en las paredes y las ventas hayan cesado casi por completo… o sin el casi. Pero usted está en lo cierto: eso es lo que está pasando en estos momentos; la industria se viene abajo.
»Después apareció el encendedor. En si es algo insignificante, pero si uno lo mira desde un punto de vista mundial cobra grandes proporciones. Ocurrió lo mismo que con las hojas de afeitar. Y otro tanto cuando surgieron las bombillas eléctricas eternas. Tres industrias están en agonía, señor Vickers. Son tres industrias barridas por completo. Hace un momento usted dijo que yo estaba asustado y confesé que así era. Nuestro temor comenzó con las bombillas. Porque si alguien podía acabar con tres industrias, ¿por qué no con cinco, diez, cien industrias? ¿por qué no con todas?
»Nos organizamos. Me estoy refiriendo a las industrias de todo el mundo; no sólo a la norteamericana, sino también a la Mancomunidad Británica, al mercado europeo y a Rusia, a todo el mundo. Hubo unos pocos escépticos, naturalmente; todavía hay quienes se niegan a entrar, pero en términos generales se puede decir que nuestra organización representa a todas las grandes empresas del mundo entero y de ellas recibe apoyo. Tal como le he dicho preferiría que este dato quedara entre nosotros.
—Por el momento no tengo intenciones de revelarlo.
—Nos organizamos —prosiguió Crawford— y pusimos en juego muchas influencias, como usted podrá imaginar. Hicimos ciertas peticiones, ejercimos un poco de presión, y logramos unas cuantas cosas. Para empezar, no hay periódico, radioemisora ni agencia de publicidad que acepte la publicidad de esos chismes; tampoco las mencionan en las noticias. Por otra parte, ningún comercio respetable las pone a la venta.
—¿Es por eso que han abierto los negocios de chismes?
—Exactamente.
—Están abriendo sucursales. Acaban de instalar una en Cliffwood.
—Pero además de instalar los negocios de chismes han creado una nueva forma de publicidad. Contrataron a miles de hombres y mujeres que andan de aquí para allá diciendo a todo el mundo: “¿Sabe algo de esos chismes maravillosos que han aparecido? ¿No? Permítame que le explique…” Usted comprende. No hay mejor propaganda que ese tipo de contacto personal. Pero usted no imagina lo costosa que resulta.
»Así supimos que nuestros enemigos no eran sólo genios en invención y producción, sino también financieramente poderosos. Investigamos. Tratamos de rastrear a fondo para descubrir quiénes eran, cómo operaban y qué pretendían hacer. Se lo he dicho ya: tropezamos contra un muro de hierro.
—Tal vez haya posibilidades por el lado legal.
—Ya probamos todos los aspectos legales. Sean quienes fueren están en regla de la cabeza a los pies. ¿Impuestos? Pagan. A manos llenas. Pagan más de lo que deben para que no haya investigación. ¿Cargas sociales? Las cubren meticulosamente. ¿Seguros? Pagan seguros sobre unas listas de personal tan largas que forzosamente han de ser ficticias. Pero no es posible ir a las oficinas de Seguro Social a decir: “Oigan, estos empleados sobre los que pagan seguros no existen.” Hay más detalles, pero éstos servirán para darse una idea. Hemos probado inútilmente tantos aspectos legales que nuestros abogados están mareados.
—Señor Crawford —dijo Vickers—, su caso es muy interesante, pero sigo sin comprender lo que usted decía hace un rato. Usted decía que esto es una conspiración para quebrar la industria mundial y destruir así un sistema de vida. Si estudia nuestra historia económica encontrará mil ejemplos de competencia a muerte. Este ha de ser uno de esos casos.
—Olvida usted los carbohidratos —replicó Crawford.
Era verdad. Los carbohidratos eran algo muy distinto a la competencia a muerte. Vickers recordó las hambrunas de la China y de la India, mientras el Congreso de los Estados Unidos debatía, basado en criterios estrictamente personales y políticos, si se debía ayudar a alguien, y en ese caso a quién y cómo. En ese momento apareció la noticia en los periódicos matutinos: un desconocido laboratorio había logrado la síntesis de los carbohidratos. El articulo no decía que se tratara de un laboratorio ignoto: eso se descubrió más adelante. Y mucho después resultó que nadie lo había oído nombrar hasta entonces, como si hubiese surgido literalmente de la noche a la mañana. Hubo magnates de la industria que, desde el primer momento, atacaron a esos fabricantes de carbohidratos sintéticos con el término de “irresponsables”.
Pero no lo eran. Aunque la compañía fuera poco ortodoxa en sus medios de operación, parecía sólida y estable. Pocos días después del primer anuncio el laboratorio hizo saber que no tenía intenciones de poner el producto en venta; lo repartiría gratuitamente entre quienes pudieran necesitarlo. Lo haría de modo individual, no entre poblaciones o países, sino entre las personas que pasaban necesidades y no ganaban lo suficiente como para alimentarse bien. Sus destinatarios no eran sólo los hambrientos, sino también los subalimentados, todo aquel sector de la población mundial que, sin llegar a perecer por hambre, sufrirían enfermedades y desventajas por la falta de una dieta adecuada.
Como por arte de magia se abrieron oficinas en la India, en la China, en Francia, Inglaterra e Italia, en Norteamérica e Islandia, en Irlanda y Nueva Zelanda. Los pobres llegaron en tropel, pero ninguno fue rechazado. Indudablemente había quienes sacaban ventaja de la situación, obteniendo con mentiras un alimento al que no tenían derecho. De cualquier modo, después de cierto periodo se hizo evidente que a las oficinas no les importaba.
Los carbohidratos, por si solos, no eran lo bastante alimenticios, pero eran mejor que nada. Para muchos representaban un ahorro que les permitía adquirir un trozo de carne de tanto en tanto.
—Verificamos la procedencia de los carbohidratos —decía Crawford mientras tanto—, y no descubrimos más que con las otras cosas. Hasta donde podemos averiguar, los carbohidratos no son productos manufacturados: existen, eso es todo. Se los envía a las oficinas de distribución desde diversos depósitos, pero ninguno de estos tiene capacidad salvo para una provisión de uno o dos días. Es como el viejo cuento de Hawthorne sobre el cántaro de leche que nunca se vaciaba.
—¿Y no les convendría a ustedes entrar también en el negocio de los carbohidratos?
—Es una buena idea —dijo Crawford—, pero no sabemos cómo. También a nosotros nos gustaría fabricar automóviles eternos o bombillas interminables, pero no sabemos cómo. Hemos puesto técnicos y científicos a trabajar sobre eso; están tan lejos de la solución como el día en que comenzaron.
—¿Qué pasará cuando los desocupados necesiten algo más que una mera donación de alimentos? —preguntó Vickers— ¿Cuando tengan la familia en harapos y precisen ropas? ¿Cuando los propietarios los arrojen a la calle?
—Creo que tengo la respuesta. Surgirá alguna otra sociedad filantrópica que se encargará de proveerlos de ropa y alojamiento. En estos momentos están vendiendo casas a quinientos dólares por cuarto, lo que representa sólo un precio simbólico. ¿Por qué no regalarlas? ¿Qué les impedirá fabricar vestimentas a un costo diez o veinte veces menor del que pagamos hoy? Un traje de cinco dólares, por ejemplo, o un vestido de cincuenta centavos.
—¿No tienen ustedes una idea de cuál será la próxima etapa?
—Hemos tratado de conseguir información. Suponíamos que el automóvil no tardaría en aparecer y ya está en plaza. Pensamos en las casas; ya han aparecido. Uno de los próximos artículos debería ser la vestimenta.
—Alimentos, alojamiento, transporte y abrigo —dijo Vickers—. Son las cuatro necesidades básicas.
—También ofrecen combustible y energía. En cuanto una buena parte de la población mundial adquiera esas casas nuevas, dotadas de energía solar, la industria energética quedará borrada del mapa.
—Pero ¿de quién se trata?—preguntó el escritor—. Usted me dice que no lo sabe, pero debe tener alguna sospecha, alguna pista.
—Ni el más vago indicio. Hemos hecho tablas de organización de sus corporaciones, pero no podemos localizar a quienes las manejan; son personas de quienes nunca se oyó hablar.
—¿Rusos?
—Crawford meneó la cabeza.
—El Kremlin también está preocupado. Rusia colabora con nosotros. Eso le probará lo amedrentados que están.
Crawford hizo entonces el primer movimiento que su visitante le viera: descruzó las manos, se aferró a los brazos de su pesada silla e irguió la espalda, diciendo:
—Usted ha de preguntarse en qué le afecta todo esto.
—Naturalmente.
—No nos es posible salir a la calle a decir: “Aquí estamos, somos una combinación de grandes industrias que luchan por defender el modo de vida.” No podemos explicarles en qué consiste la situación: se reirían de nosotros. Después de todo para la gente es imposible comprender que un automóvil eterno o una casa a bajo costo sean algo perjudicial. Pero hay que decirlo. Por eso queremos que escriba un libro sobre el tema.
—No entiendo qué…
Pero Crawford le interrumpió:
—Usted tendría que redactarlo como si toda esa información la hubiese conseguido por su cuenta, haciendo alusiones a fuentes demasiado importantes como para citarlas. Nosotros le proporcionaríamos todos los datos.
Vickers se levantó lentamente, alargó una mano y recogió su sombrero.
—Gracias por darme la oportunidad —dijo—, pero no la acepto.