Cuando el señor Flanders se hubo marchado Vickers permaneció largo rato sentado en el porche, fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras contemplaba la franja de cielo visible entre el cerco y el alero del porche…, el cielo y su cristalina pincelada de estrellas. Uno era incapaz de percibir el tiempo y la distancia que se abrían entre las estrellas.
Flanders: un viejo de chaqueta raída y bastón lustrado, que hablaba de un modo extraño y pomposo, sugiriendo otros tiempos y otras culturas. ¿Qué sabía él, qué podía saber sobre las estrellas?
Cualquiera podía imaginar una charla como ésa. ¿Cómo se había expresado? “Lo he pensado mucho, aunque sin prestar demasiada atención.” Así debía ser: un anciano excéntrico sin nada que hacer, salvo dedicarse a pensamientos errabundos con los que huía de una vida vieja y descolorida.
“Vamos, también yo estoy especulando”, se dijo Vickers, “pues no hay modo de saber qué clase de vida ha llevado este anciano”.
Se levantó para entrar a la sala. Apartó la silla del escritorio y se sentó ante la máquina de escribir; ésta lo acusó
de perder el tiempo, de haber perdido un día entero, y señaló con dedo acusador la pila de originales, que habría sido algo más alta si él se hubiera quedado a trabajar.
Tomó unas cuantas páginas y trató de leer, pero no logró cobrar interés. Lo asaltó entonces el terror de haberse enfriado, de haber perdido la chispa que lo impulsaba, día tras día, a volcar sobre el papel las palabras que debían ser escritas. Que debían ser escritas, literalmente, como si al hacerlo se purgara de una confusión siempre al acecho en su mente, como si escribirlas fuera una condición para existir.
Había dicho que no tenía interés en escribir el libro de Crawford. En verdad no lo tenía. Quería volver a su casa y aumentar la pila de originales que le esperaba sobre el escritorio. Pero no era ésa la única razón; había algo más. Aunque Ann se burlara de él, había tenido un presentimiento, una sensación de temor y de peligro, como si algún otro yo estuviera a su lado, advirtiéndole que se apartara de aquello.
No era lógico, claro; no había razones para sentir temor ni para rechazar el trabajo. El dinero le habría venido bien, tan bien como a Ann el porcentaje. No había lógica ni sentido alguno en rechazarlo. Y sin embargo, sin vacilar ni por un instante, había dicho que no.
Volvió a dejar las hojas sobre la pila y se levantó, poniendo la silla nuevamente contra la mesa.
Como si el susurro de las patas sobre la alfombra hubiera sido una señal, se produjo un leve rumor de carrera entre dos rincones oscuros. Después se hizo un silencio profundo, una perfecta quietud. Por la puerta abierta le llegó el susurro de la viña, que rozaba el toldo del porche al balancearse lentamente, hamacada por el viento. En seguida cesó también su balanceo; la casa quedó sumida en un silencio mortal, casi artificioso, como si aguardara un suceso inminente.
Vickers se volvió lentamente para observar el cuarto; lo hizo con toda cautela, en un esfuerzo exagerado y casi ridículo por no hacer ruido; quería mirar el rincón de donde había surgido el susurro sin que su maniobra fuera notada.
Allí no quedaban ratones. Joe los había matado mientras él estaba en la ciudad. Y si no quedaban ratones, no podía haber carreras entre rincón y rincón. Joe había dejado una nota; estaba aún junto a la lámpara del escritorio, y en ella prometía pagarle cien dólares al contado por cada ratón que encontrara en la casa.
El silencio se prolongaba; era más que mero silencio: una perfecta inmovilidad, como si todo aguardara sin respirar.
Vickers movió tan sólo los ojos para examinar el cuarto. Tenía la sensación de que si giraba la cabeza le crujiría el cuello, traicionándolo ante cualquier posible peligro. Escudriñó en especial las zonas oscuras de los rincones, bajo los muebles, todos aquellos sitios sombreados adonde la luz no llegaba. Sus manos se alargaron furtivamente hacia los bordes del escritorio: necesitaba aferrarse a algo sólido para no sentirse tan angustiosamente solo y paralizado.
En ese momento rozó con los dedos un objeto metálico. Debía ser el pisapapeles que había retirado de sobre los originales al sentarse, un momento antes. Cerró la mano en torno a él y lo ocultó en el hueco de la palma: ya tenía un arma.
En el rincón, junto al sillón amarillo, había algo. Parecía carecer de ojos, pero él supo que lo estaba observando. Ese algo no sabía que Vickers lo había detectado o aparentaba no saberlo. De cualquier modo su ignorancia acabaría de inmediato.
—¡Ya!—exclamó Vickers.
La palabra surgió de sus labios como un disparo de cañón. Echó el brazo derecho hacia atrás y hacia arriba. El pisapapeles, girando sobre sí mismo, se estrelló contra el rincón.
Hubo un fuerte crujido y después un ruido de piezas metálicas que rodaban por el suelo.