La tierra era nueva; no presentaba señal alguna de la presencia humana. Era una tierra de cielo y campo salvaje. Hasta la desolación del páramo que se extendía ante él parecía decir que estaba intacta.
Desde aquella colina Vickers vio bandas de formas oscuras y móviles; debían ser pequeños grupos de búfalos. Tres lobos treparon la cuesta a saltos; al verlo se apartaron hacia un lado y bajaron la colina en ángulo. Un pájaro giraba graciosamente en la extensión azul que se curvaba entre un horizonte y otro, sin una sola nube; el ave soltó un chillido que cayó, agudo y fino, como si el cielo lo hubiese filtrado.
El trompo lo había llevado hasta allí. Estaba a salvo en esa tierra desierta, poblada sólo por lobos y búfalos. Trepó hasta el punto más alto para observar aquellas praderas, sembradas de bosquecillos y cursos de agua, chispeante bajo el sol. No había señales de habitantes humanos: ni rutas, ni humaredas en el cielo.
Levantó la vista al sol, preguntándose cuál sería el oeste. Creyó adivinarlo. Si estaba en lo cierto, era media mañana. De lo contrario era la tarde, y en pocas horas más la tierra quedaría a oscuras. Entonces se vería forzado a buscar dónde pasar la noche.
Su intención había sido la de pasar al “país de las hadas”, no se trataba de eso, naturalmente. Si se hubiera detenido a pensarlo por un momento habría sabido que no era el país de las hadas el sitio adonde había llegado de niño. Era un mundo nuevo y vacío, solitario, tal vez terrible, pero mejor que el cuarto trasero de una ferretería, situada en alguna ciudad desconocida cuyos habitantes lo buscaban para darle muerte. Había escapado del mundo antiguo y familiar para caer en ese mundo extraño. Si estaba completamente deshabitado por el hombre, entonces debía arreglárselas como pudiera.
Se sentó en el suelo y vació sus bolsillos para hacer un inventario de cuanto poseía. Medio paquete de cigarrillos tres cajas de fósforos, una de ellas casi vacía, una llena y la última casi completa; un cortaplumas; un pañuelo; una billetera con varios dólares; unos cuantos centavos en moneda; la llave del coche Eterno; una argolla con la llave de su casa, la del escritorio y otras que no podía identificar, un lápiz automático; unas cuantas hojas cortadas por la mitad y plegadas, que había guardado para tomar notas cuando algo valiera la pena. Eso era todo. Fuego, una herramienta cortante y varios trozos de metal sin valor: sólo con eso podía contar.
Si ese mundo estaba vacío, se encontraba librado a sus propias fuerzas. Tendría que alimentarse, defenderse y buscar refugio; llegaría un momento en el que debería también conseguirse abrigo.
Encendió un cigarrillo y trató de pensar; sólo se le ocurrió que debía racionar el tabaco, pues sólo disponía de medio paquete y no habría más cuando ésos se terminaran.
Una tierra extraña…pero no totalmente, pues siempre era la Tierra, la antigua Tierra familiar, no tocada por las herramientas del hombre. Tenía su aire, su pasto, su cielo; hasta los lobos y los búfalos eran los mismos. Tal vez fuera la Tierra misma. Tenía todo el aspecto del ser el mundo primitivo, antes de que apareciera en él la mano del hombre para domesticarlo y someterlo a su voluntad, antes de que el hombre lo escarbara para quitarle sus tesoros.
No era, no, una tierra extraña. El trompo no lo había llevado a otra dimensión. Pero el trompo, naturalmente no tenía en eso parte alguna. Era sólo algo en que centrar la atención, un objeto hipnótico para auxiliar a la mente en su labor. El trompo le había ayudado a llegar hasta allí, pero en su mente, en su condición de extraño, estaba lo que le había permitido viajar desde la vieja Tierra a ese lugar primitivo y desconocido.
¿No había leído algo…? Empezó a hurgar entre sus recuerdos con frenéticos dedos mentales: un artículo periodístico, quizá. O algo que le habían dicho. O un programa de televisión…
Al fin lo recordó: aquel articulo sobre un tal doctor Aldridge, de Boston, que hablaba sobre la existencia de mundos múltiples. Según él habría otro mundo un instante adelantado al nuestro, y otro un segundo detrás, y otro más a dos segundos de distancia, hasta formar una larga cadena de mundos que girarían uno detrás de otro, como una fila de hombres que caminaran por la nieve, poniendo cada uno el pie en la huella dejada por su predecesor.
Una infinita cadena de mundos, uno detrás del otro. Un anillo en torno al sol.
No había terminado de leer el articulo, según recordaba; algo le había distraído, haciéndole dejar el periódico a un lado. “Ojalá lo hubiese leído por entero”, se dijo, mientras fumaba el cigarrillo hasta la última hebra de tabaco. Pues Aldridge podía estar en lo cierto; el mundo en el que estaba podía ser el siguiente en la interminable procesión. Trató de hallarle lógica a tal anillo de mundos pero abandonó el intento, pues no tenía idea del porqué.
Concediendo que ésa fuera la Tierra Número Dos, la inmediata a la Tierra original que él había dejado, los accidentes topográficos serían similares; aunque no fueran exactamente iguales, habría leves diferencias aquí y allá, magnificadas a su vez en el mundo siguiente, hasta tornarse evidentes quizá diez mundos más allá. Pero ésa era sólo la segunda Tierra; era de suponer que la geografía presentaba pocas alteraciones. Vickers había partido de la Tierra original en cierto punto de Illinois, y aquella pradera se parecía mucho a lo que debió ser esa región en épocas primitivas.
A los ocho años había llegado a un sitio donde vio un jardín, un bosquecillo y una casa; tal vez el mundo en que se encontraba fuera el mismo de entonces. En ese caso la casa estaría aún allí. En años posteriores había recorrido un valle encantado; también ese valle pudo ser parte de esa tierra, y eso significaba que en ella había otra casa Preston, exactamente igual a aquélla que se erguía con tanta altivez en la Tierra de su infancia.
Era una posibilidad, una pequeña posibilidad, la única con que podía contar. Se encaminaría hacia la casa de los Preston, en dirección al noroeste, desandando a pie las muchas millas que había recorrido en automóvil desde que abandonara la aldea de su niñez. Había pocos motivos para confiar en la existencia de esa casa, pocos motivos para no creerse atrapado en un mundo vacío y solitario. Pero cerró la mente a la razón, pues no tenía otra esperanza.
Verificó la posición del sol y notó que estaba más alto; eso significaba que era la mañana y no la tarde; así pudo saber hacia dónde caía el oeste. Era cuanto necesitaba.
Inició la marcha, bajando a grandes pasos la colina en dirección al noroeste, hacia la única esperanza que podía hacer suya.