11

Sonó el despertador y Juan se levantó de su cama. Como cada mañana desde hacía muchos años, tras ducharse y vestirse, cogió la correa de su perra y salió a hacer footing. Durante más de una hora corrió primero por Sigüenza y luego por los alrededores. Adoraba la paz que allí se respiraba. Madrid le gustaba pero era un lugar lleno de agobios y atascos. Por ello, años atrás, decidió regresar a vivir al pueblo en el que se había criado. Un lugar acogedor donde los vecinos aún se saludaban cuando se veían por la calle y donde podía tener el contacto que él necesitaba con su familia.

—Vamos Senda, venga, preciosa —animó a su perra.

Senda era un curioso cruce entre pastor alemán y pastor belga. La encontró cuando apenas tenía dos meses, una mañana que había salido a correr. Aún recordaba el momento. Un coche oscuro paró en el lateral de la carretera, abrió la puerta y soltó al animal. Después se marchó. Juan al ver aquello corrió hacia algo pequeño que se movía y justo lo agarró antes de que un camión lo atropellase. Ese día, la mirada de aquella perra enamoró a Juan, y juntos llevaban ya seis años. Como él siempre decía, Senda era su verdadera chica.

Senda —llamó Juan al verla alejarse—. Ven aquí.

La siguió con la mirada, divertido. Aquella locuela corría tras varios conejos que había visto corretear por el campo. Sin parar su marcha silbó y, al escucharle, la perra paró en seco y corrió en su dirección. Una vez estuvo a su lado comenzó dar saltos como siempre hacía.

—¿Cuando vas a madurar? —rio divertido acariciando a la perra.

—Anda venga, regresemos a casa.

Sorteando las casas, Juan llegó hasta su pequeño hogar. Un chalet adosado en una zona residencial de Sigüenza. Abrió la puerta de su casa y Senda echo a correr hacia el patio trasero para beber agua de su cazo. Él subió directamente a la planta de arriba y se duchó. Una buena ducha tras el deporte era lo mejor para el cuerpo y la mente. Cuando acabó se puso un vaquero y un jersey negro de cuello vuelto. Aquel día libraba y pensaba ir a visitar a su padre y abuelo, que vivían en una de las céntricas casas del pueblo.

Puso un CD de Guns and Roses y cuando acabó, comenzó a sonar el que su hermana Almudena le había regalado por su cumpleaños días antes. La voz de Sergio Dalma inundó el silencio del salón. No era la música que más le gustaba escuchar —él pasaba de esas tonterías del amor— pero tarareando una de las canciones se encaminó hacia la cocina. Allí se sirvió un café y lo metió en el microondas. Mientras lo calentaba abrió la puerta de la terraza y Senda entró.

—Anda pasa, que hoy hace mucho frío.

La perra, más acostumbrada a estar en el interior de la casa que en el exterior, rápidamente se encaminó hacia su lugar preferido. El pasillo. Y tumbándose emitió un sonido de satisfacción. El teléfono sonó. Era Irene, su hermana mayor.

—Hola, mi niño ¿cómo estás? —saludó la dicharachera de su hermana.

—Bien ¿y tú? —respondió mientras sacaba su café del microondas.

—Agotada. Tus sobrinos me tienen en un sinvivir.

Juan sonrió. Su hermana tenía unos hijos maravillosos aunque ella se empeñaba en decir continuamente que le daban una guerra tremenda.

—Pues no va y dice tu querida sobrina Rocío que se quiere ir un año a Londres cuando acabe el curso. Pero esta niña se ha pensado, ¿que el dinero lo fabrico yo por las noches en el horno?

Sonrió y se sentó dispuesto a escuchar durante un buen rato a su hermana. Le encantaban sus hermanas. Eran tres y todas mayores que él. Irene era la mayor. Estaba casada con Lolo y tenía tres hijos: Rocío de quince años, Javi de diez y Ruth de cinco; Almudena era la segunda, soltera y embarazada; y por último Eva, la loca de la familia. Trabajaba de becaria en una revista y su vida era un auténtico descontrol.

—¿Has hablado» con Eva María últimamente? — pregunto Irene.

—No. Llevo sin hablar con ella unos diez días.

—Oh… ¿entonces no sabes la última?

Juan sonrió e Irene continuó:

—Creo que la van a despedir y ha dicho que como le pase eso se marcha de corresponsal de guerra a Libia. Ay, Dios, muchacha nos va a matar a disgustos.

La carcajada que soltó Juan hizo peligrar su café. Su hermana Eva era un caso y siempre lo sería. Conociéndola, lo último que haría sería irse a un país en guerra, así que para quitarle importancia dijo:

—Se le pasará. Ya conoces a Eva.

—Papá y el abuelo están preocupados, muy preocupados. Ya tuvimos bastante cuando tú estuviste hace un año en Irak. Pero esta niña, parece una cría. ¿Cuándo va a madurar? ¿Acaso no se da cuenta de que con esas tonterías lo único que liare es angustiar la vida a quienes la quieren?

—Venga… venga, no seas exagerada Irene. Creo que te preocupas en exceso.

Irene, tras la muerte de su madre, hizo de madre, especialmente para Eva y para él. Su padre tenía que trabajar y alguien debía de ocuparse de que los pequeños comieran, estudiaran y fueran al colegio. Y esa fue Irene, con la ayuda de Goyo, su abuelo materno. El único abuelo vivo que aún les quedaba. Mientras tomaba el café y hablaba con su hermana por teléfono, sonó el portero automático de la casa.

—¿Quién llama a tu puerta?

—Pues no lo sé, cotilla, no tengo poderes —rio Juan caminando hacia la entrada.

—¿En serio? —se guaseó sabedora que para la familia, y en especial para su sobrino Javier, era un superhéroe.

M pitido de la puerta volvió a repetirse y Juan, a través del teléfono, respondió.

—¿Quien es?

—Soy Quique, el cartero. Traigo un sobre certificado para ti.

—Ahora mismo salgo —y antes de dejar el teléfono sobre la entrada dijo—: Irene, espera un segundo que voy a firmar una carta certificada.

Juan salió al exterior para recoger la carta acompañado por Senda.

—Hola, Quique —saludó al cartero de toda la vida.

El hombre, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó un sobre y un bolígrafo.

—¿Hoy no trabajas? —le preguntó.

—No. Hoy libro —respondió mientras firmaba.

Con el sobre en las manos Juan observó el logotipo del Castillo de Sigüenza. Se despidió del cartero, entró en su casa y cogió el teléfono donde esperaba su hermana.

—Ya he vuelto.

—¿Qué tenías que firmar?

—Un sobre que me ha llegado del Castillo de Sigüenza.

—¿Del castillo? —preguntó sorprendida—. ¿Será que va a haber alguna fiesta o algo así?

Juan sonrió y dejándolo sobre la mesa del comedor continuó hablando con su hermana un rato más hasta que finalmente se despidió. Cuando caminaba hacia la cocina reparó en el sobre y lo abrió. Dentro había una pequeña nota en la que ponía:


Sé que es una locura pero ¿quieres cenar conmigo?

Te espero hoy a las nueve en la suite 4e

N.

Sorprendido, la releyó. ¡¿N?! ¿Quién sería esa N? Finalmente pensó que se trataría de alguna encerrona que Laura, la mujer de Carlos, le habría preparado. Seguro que se trataba de Paula, que trabajaba en el Parador, quien habría planeado aquello. Eso le hizo sonreír. Aquella explosiva mujer era tremendamente ardiente, suspiró y dejó la nota sobre la mesa. Tenía cosas que hacer, pero si a la hora indicada estaba libre, por supuesto que iría.

Una hora después, cuando se preparaba para ir a casa de su padre sonó su móvil. Era el comisario jefe. Había ocurrido algo en Madrid y necesitaba que acudiera inmediatamente a la Base. Sin tiempo que perder, llamó a casa de su padre desde .su Audi RS 5. No podía ir. Tenía que trabajar.

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