11. Caída breve

Maureen bajó caminando la colina limpia por la lluvia. Los coches cruzaban veloces los grandes charcos, mojando la carretera y salpicando a los peatones. Debería entregar a la policía las cartas de Angus, después de todo la estaba amenazando, pero si alguna vez la acusaban de atacarlo, las cartas serían pruebas en su contra. Sabía que Angus no estaba loco pero no podía confiar en que Joe siguiera tan escéptico cuando viera las cartas. Tendría que explicarles lo que quería decir y los símbolos, y eso significaba admitir lo de Millport y hablar sobre Michael. Se imaginó a los policías fotocopiando las cartas, meneando la cabeza ante los ininteligibles símbolos, dándole a Angus una tarjeta de autobús y un abrigo y dejándole salir los fines de semana.

Tiró el cigarro en una alcantarilla y abrió la puerta de cristal grueso. Las escaleras estaban negras de suciedad y lluvia. Casi podía oler a las mujeres apaleadas, la petulancia de Katia y las aburridas historias de Jan. No quería estar ahí ni encontrarse con Leslie, pero no tenía otro lugar donde esconderse. Podría quedarse sentada en casa y preocuparse por las cartas, con la voz de Winnie en el contestador. Podría ir a comprar y ver la cara de Michael en cada esquina y sentirse culpable por imaginarse cosas innecesarias. Subió la escalera lentamente, intentando prolongar el trayecto.

Las personas que compartían mesa se pasaban documentos entre ellas y había mucho ajetreo en la olicina. Las mujeres abatidas esperaban en las sillas duras junto a la mesa de Maureen. Pudo colgar el abrigo antes de que Jan la viera.

– Hola -dijo Jan, y se tomó la molestia de levantarse e ir hacia ella-. ¿Cómo estás?

– Mira -dijo Maureen, intentando sonreír-. Con mucho trabajo por hacer.

Se sentó en su mesa y cogió una carpeta al azar del cajón, haciendo ver que la estudiaba detenidamente, intentando quitarse de encima a Jan. Jan cogió su taza.

– Maureen, hoy estás incluso más pálida que ayer -dijo-. ¿Un café?

– Me encantaría, gracias, Jan.

Jan les ofreció una taza a las mujeres que esperaban, pero no la quisieron. Se fue a la sala del café. Maureen sacó su paquete de tabaco y se lo pasó a la primera mujer de la fila, instándola a que se lo pasara a las demás, y volvió a hacer ver que leía la carpeta. No las miró, no quería que se sintieran cohibidas si iban cortas de tabaco y querían coger uno. Cuando le devolvieron el paquete, le faltaban seis cigarros. Miró a las tres mujeres. Fumaban nerviosas mirando el suelo.

Cogió otra carpeta del cajón e intentó perderse en la palabrería de una cláusula legal. Lo único que tenía que hacer era pasar el día y evitar hablar con la gente. Estuvo mirando la misma frase quince minutos, pensando distraída en todas las pequeñas discusiones que se producían en todo el mundo, y en todos los idiotas que se peleaban con sus amigos y creían que eso tenía importancia cuando ya nada tenía sentido. Jan volvió a la mesa y le dio la taza de café antes de abrir su paquete de tabaco y pasárselo a la primera mujer de la fila.

– Ha llamado la policía -dijo-, preguntando por tu amiga Leslie.

– ¿Quién?

– La policía. Querían hablar con ella.

– Pero ¿por qué la llaman aquí? Ni siquiera trabaja aquí.

– No sé -dijo Jan.

– ¿Dejaron un nombre?

Jan se encogió de hombros.

– Sólo dijeron que era la policía.

– ¿Preguntaron por Leslie por su nombre?

– No sé -dijo Jan, estirando el brazo y cogiendo el paquete de tabaco que le daba la última mujer.

– ¿Con quién hablaron?

– Con Katia.

– Gracias, Jan -dijo Maureen, pero Jan no la estaba escuchando. Estaba mirando los dos únicos cigarros que le habían dejado en el paquete.

Katia no estaba en su mesa. Estaba junto al armario del material de oficina charlando con Alice, la coordinadora fundadora. Estaban quedando para ir a un club el fin de semana. Katia había estado allí muchas veces y conocía al de la puerta. Dijo que podía colar a Alice y a su novio. Alice vio a Maureen de pie junto a la puerta y se hizo a un lado para incluirla en la conversación, pero Maureen se mantuvo en la distancia hasta que terminaron y pudo hablar con Katia mientras salía.

– ¿Puedo hablar contigo?

– Claro -dijo Katia-. Vamos a mi mesa.

Katia había hecho un buen trabajo con su espacio. Había una mampara que separaba su mesa rinconera del resto de aquella fea sala. Tenía el archivador cubierto de fotos suyas en las que estaba preciosa, junto a unos hombres muy atractivos en un abanico de lugares increíbles.

– ¿En qué puedo ayudarte? -dijo, acomodándose en su silla, mientras la minifalda de ante le subía por los muslos perfectamente geométricos.

– Bueno -dijo Maureen, intentando sonar despreocupada-, he oído que hoy llamó la policía y que hablaron contigo.

– Sí -dijo Katia.

– He oído que preguntaban por Leslie.

– ¿Ah, sí?

– Lo que ocurre es que yo… -No sabía cómo decirlo para que no sonase como si estuviera en un lío-… He estado recibiendo visitas de un policía.

Katia se apoyó en la mesa y la miró. Maureen atisbo un brillo de interés en sus ojos, que reprimió al instante con una preocupación empalagosa.

– ¿Estás saliendo con un policía?

Maureen se empezaba a molestar.

– No, Katia, me ha estado acosando.

– Ah -dijo-. ¿Y lo has denunciado?

– No quiero denunciarlo. Sólo quiero saber si es el mismo policía que llamó preguntando por Leslie. ¿No te dio ningún nombre?

– Bueno, de hecho llamó una mujer. ¿De qué modo te acosa?

– Sólo es… En realidad no importa.

– No, por favor. -Katia la cogió de la mano y Maureen casi notó el aliento de sacarina-. ¿Quieres hablar de ello? Debe de ser muy desesperante para ti.

De repente, Maureen empezó a llorar desconsoladamente y a Katia se le rompió el corazón, se levantó, tiró la silla, le dio un golpe al archivador y provocó una lluvia de fotos muy favorecedoras en el suelo.

– Escucha -dijo mientras buscaba por el suelo y recogía las fotos-. ¿Quieres que yo… que vaya a buscar a alguien? Toma, aquí tienes pañuelos.

Le dio a Maureen una caja de pañuelos de papel preciosos que la hicieron llorar más fuerte.

– ¿Te gustaría tomarte una taza de té? ¿Quieres que llame a Vikram?

– ¡No, por Dios! -dijo Maureen, tan fuerte que una burbuja de mocos asomó por su nariz. Quería que Katia se fuera, sencillamente que se fuera, hasta que recuperara la compostura-. Sólo un té. Un té caliente.

Katia se fue rápidamente y dejó a Maureen sola tras la mampara. Consiguió dejar de llorar y se secó los ojos. Fuera lo que fuera por lo que había estado llorando, parecía la mitad de malo cuando Katia se fue. Una última preciosa foto de Katia se despegó del archivador y cayó al suelo. En el archivador quedaban las fotos del CCC. Maureen se levantó y abrió un cajón con cuidado. El apellido de Ann era Harris y encontró la carpeta en el primer cajón. Era un sobre azul, lleno de fotos. Se la metió debajo del jersey, la puso horizontal, la metió en la cintura de los vaqueros y se volvió a sentar, sorprendida de lo que acababa de hacer. No sabía si lo había hecho para fastidiar a Katia o por Leslie o incluso para meter la pata más en el trabajo para poderse ir.

Para cuando Katia volvió con una taza de té con leche, Maureen ya había dejado de llorar y, además de las fotos, también le había robado casi todos los pañuelos de papel.

– ¿Mejor? -dijo Katia.

– Lo siento -dijo Maureen, sonándose con el penúltimo pañuelo-. Yo sólo, me disgusté.

– ¿Quién es el policía que te está acosando?

– Es un tipo. Lo conocí hace unos meses…

– ¿Es de Glasgow?

– Sí.

– Bueno, entonces no tiene nada que ver con él. La llamada era de la policía de Londres.

Maureen se levantó.

– Bien. Perfecto -dijo, cruzando los brazos para esconder el bulto en la barriga-. Gracias.

– De nada. Por favor, piénsate lo de denunciar a ese tipo, ¿de acuerdo?

– Sí, me lo pensaré.

– ¿Cómo está Vik?

Maureen se movió hasta donde terminaba la mampara, deseando marcharse antes de que Katia se diera cuenta de que llevaba un extraño paquete debajo del jersey.

– Bien -dijo-. Está bien.

Katia se puso delante de ella.

– Maureen, ¿estás molesta conmigo?

Maureen se quedó algo sorprendida.

– ¿Si yo qué?

– ¿Estás molesta conmigo por lo de Vik?

Maureen la miró perpleja.

– ¿Por qué debería estarlo?

– Bueno -Katia bajó la mirada-. ¿Sabes que salimos?

– Sí, ya lo sabía. -Maureen sintió un repentino ataque de celos.

– Hace un mes, más o menos. -Katia la miró consciente de lo que estaba diciendo.

Maureen salía con él desde hacía un mes, algo más de un mes, y Katia lo sabía. Maureen quería decir que no le importaba para nada, que estaba segura de que sobreviviría a aquella tarde.

– Ahora me tengo que ir -dijo.

Katia le ofreció la taza en señal de paz.

– ¿No te bebes el té?

– No me gusta con leche -dijo, y salió de la oficina, recogió el abrigo y los cigarros por el camino y dejó todas las carpetas esparcidas encima de su mesa. No iba a volver nunca.

La lluvia caía de lado, resbalaba como una cascada por los edificios de arenisca, formando pequeños riachuelos en la calle y encharcando los alrededores de las alcantarillas. La gente se ponía las capuchas de los abrigos y corrían para no mojarse, refugiándose amontonados en los portales, mirando por los cristales de las tiendas, esperando a que dejara de llover. Maureen sintió una agradable calma a la que estaba poco acostumbrada. Llevaba el whisky y ya lo había decidido. No iba a volver nunca a Hogar Seguro.

Iba chapoteando con las botas. Dobló la espalda a medida que iba subiendo la colina, mirando al suelo, observando las burbujas del agua de la lluvia que le salían entre los cordones de los zapatos. El pasillo olía a humedad y a edificio en ruinas. El calor de los pisos bajos se colaba por debajo de las puertas de entrada, caldeando los tramos de escaleras, haciendo que le ardieran las orejas entumecidas.

El contestador guardaba mil historias que contar: la luz parpadeaba sin parar, repleto del veneno de Winnie. Maureen se sacó las botas en la cocina y tiró el agua con cuidado en el fregadero, se despegó el sobre robado con las fotos del CCC de la barriga mojada y lo dejó encima de la mesa. Se secó los pies blancos y arrugados con una toalla, frotando fuerte para recuperar la sensibilidad. La botella de whisky estaba en la bolsa de plástico. La sacó, disfrutando del ruido que hizo cuando la abrió, y llenó un vaso pequeño. El vaso repleto estaba sobre la mesa, destilando la luz gris que entraba por la ventana, transformándola en ámbar. Miraba el vaso de reojo, flirteando con él. Pasara lo que pasara en las siguientes horas, ella tenía todo aquel whisky, un escocés petit mort, para aliviarlo. Ojalá pudiera sentirse así siempre, con la anticipación del relax y excluyendo otros pensamientos. Bebió, tragando tres veces seguidas antes de parar para respirar. Encendió un cigarro y le dio una calada, inundándose los pulmones de humo y tomó otro trago, pero esta vez más despacio.

El contestador no dejaba de parpadear. Caminó lentamente hasta el recibidor, apretó el botón play y cerró los ojos, sintiendo cómo el alcohol recorría su cuerpo, desde la cabeza, aliviándolo todo. Winnie gritó con una voz patética y le recordó a Maureen que ella le había dado la vida.

– Pienso en ti y te echo de menos… Te quiero.

Colgó despacio. Tras el pitido, había vuelto a llamar, borracha y enfadada, para decirle a Maureen que era una desgraciada. La máquina emitió un pitido y rebobinó la cinta. La imagen de los dientes carnívoros de Jimmy vagaba por su mente. Tomó otro trago y se quedó mirando la máquina, hasta que el recuerdo de la botella en la cocina la hizo volver en sí.

Desde la ventana de la cocina se veía el tráfico lento a los pies de la colina, escabullándose del brutal agujero de la ciudad. Miró hacia el norte y vio la torre del hospital de Ruchill apuntando al cielo. La torre la estaba mirando, mirando dentro de su casa. Se abrazó a la botella como a su nueva mejor amiga y cogió el vaso y el tabaco. Cuando pasó junto al contestador, le dio un puñetazo con la mano libre, lo golpeó con todas sus fuerzas, tirándolo al suelo. El ruido le hizo sentir un delicioso cosquilleo en los nudillos.

El salón estaba oscuro, lo suficientemente oscuro como para que las manchas de sangre que quedaban en el suelo de madera se convirtieran en sombras grasientas. Maureen se quedó sentada en el sofá pensando en el sueño que había tenido la noche anterior. El piso había visto mucha sangre. Aún quedaban marcas en el suelo de la sangre de Douglas, unas zonas descoloridas parecidas a manchas rugosas de barniz. No podía pintarlas. Sería como decir que él jamás había estado allí. La muerte de Douglas la había impactado mucho. La sensación posterior a una muerte violenta es muy distinta al dolor normal en una muerte natural. No se hace ninguno de los rituales habituales, como llenar las venas con cola o vestir al cadáver de gala, haciendo ver que todo tiene sentido y que Dios los cuidará a partir de entonces. Hay sangre y porquería y materia por todas partes, caras destrozadas, costillas perdidas y la comprensión de que la vida es brutal y no tiene sentido, que todos somos un trozo de piel caminando hacia la muerte.

Encendió otro cigarro, se acabó el whisky del vaso y observo cómo la lluvia caía despacio. Ya casi había dejado de llover. Se volvió a llenar el vaso y cruzó la habitación, abrió la ventana del todo y se sentó en el alféizar. La lluvia cayó suavemente por su cara y el viento la despeinó. La poca gente que había por la calle pasaba completamente ajena a lo que Maureen hacía.

Pasó una pierna por encima del alféizar y la dejó colgando en el vacío, siguió fumando y escuchando el ronroneo de la ciudad a sus pies. Desde ahí no podía ver Ruchill y nadie de Ruchill la podía ver a ella. Le cayó ceniza del cigarro en el vacío, desintegrándose con el fuerte viento. Balanceó el pie desnudo en el aire, golpeándolo contra la fachada del edificio. Un trozo de arenisca se separó de la pared y cayó al vacío, dando vueltas mientras caía desde el quinto hasta el suelo. Hizo un pequeño ruido cuando cayó y se hizo añicos, el sonido rebotó al final de la callejuela y resonó en el edificio de enfrente. Sonó el teléfono en el vestíbulo y saltó el contestador, que estaba destrozado en el suelo. Winnie, entre sollozos, le soltó una de cal y una de arena: «Te quiero /eres una desgraciada, ven a verme /no quiero volver a verte».

Volvió a llover, el agua salpicándole la pierna, golpeteando el suelo del salón. Había conocido a mucha gente y no recordaba que nadie le hubiera gustado. Miró hacia abajo. Sólo sería una breve caída. Sin embargo, Jimmy no tenía nada y a ella le quedaban ocho mil libras del dinero de Douglas. Podría dejar una nota en el salón, dejando dicho que se lo dieran todo a Jimmy, pero Winnie la rompería. Los bancos todavía estaban abiertos, podía sacarlo todo y tirárselo por debajo de la puerta. Sin embargo, puede que no volviera allí, al alféizar de la ventana. Tiró el cigarro por la ventana y observó la espiral que dibujaba mientras caía. El whisky la estaba haciendo entrar en calor.

Se estaba bien ahí fuera, con el viento y la lluvia, y Maureen cerró los ojos. Vio a Pauline Doyle sentada en una gran silla, con los brazos extendidos, invitándola a hacer una pausa en el aburrimiento de enfrentarse a su vida y Maureen, lentamente, se deslizó hacia ella. Se estaba inclinando hacia delante, deslizándose en el espacio, el cuerpo relajado cediendo en el aire pero entonces Pauline se convirtió en Ann Harris, sujetándola, cogiéndola por el pelo, con la sonrisa arrancándole la costra del labio hinchado, descubriendo la carne viva. Maureen se levantó de golpe, se agarró con fuerza al marco de la ventana y se dio impulso para volver a entrar en el salón.

Cayó sobre la base de la espalda y se levantó temblorosa, frotándose el coxis magullado, resoplando y jadeando por el dolor. Se quedó quieta y miró alrededor del salón, con una sonrisa nerviosa, sintiendo como si todos aquellos que había conocido la hubieran estado mirando. Sonrojada y avergonzada, cerró la ventana y fue al vestíbulo a llamar a Liam.

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