3. Winnie

Soplaba un fuerte viento en Glasgow y venía acompañado de nubes negras. Las bolsas de basura se agitaban con fuerza detrás del cristal y la puerta de entrada se abría y se cerraba suavemente. Los estudiantes caminaban con la cabeza baja mientras se dirigían colina arriba a la escuela de arte. Maureen se envolvió hasta las orejas con la bufanda y levantó el rígido cuello del abrigo antes de abrir la puerta y salir al exterior. El viento constante la sacudía, haciéndola balancearse ligeramente cuando giró para cerrar la puerta. En ningún momento sacó los puños de los bolsillos forrados y caminó colina abajo hacia la ciudad, cómoda y calentita dentro de su abrigo de niña rica.

Había comprado ese abrigo en unas rebajas prenavideñas. Era de pura lana negra con un forro de seda gris, largo y acampanado y con un cuello tan rígido que cuando lo levantaba se mantenía recto y la protegía del viento. Era la pieza más lujosa que jamás había tenido. Incluso a mitad de precio le había costado más que la hipoteca de tres meses. Dudó un poco en la tienda pero se autoconvenció de que le duraría tres inviernos, quizá cuatro, y de todos modos le gustaba derrochar el dinero. El día que Angus lo mató, Douglas había ingresado quince mil libras en su cuenta bancaria. Había sido un acto estúpido de desagravio por su relación y el dinero la comprometía. Sabía que lo más honroso sería regalar el dinero pero quedó deslumbrada por la cantidad de ceros en los comprobantes del banco y se lo quedó, prestando servicios voluntarios en las Casas de Acogida Hogar Seguro para justificar su avaricia. Derrochaba el dinero, dejaba la calefacción encendida toda la noche, fumaba los mejores cigarros, compraba nuevos productos cosméticos rejuvenecedores, cremas faciales en botes de 250 gramos y champús regeneradores; intentaba gastárselo sin tener que regalarlo.

El viento penetrante le quemaba los ojos y ella cruzó corriendo la cima de la colina. Leslie venía hoy a la oficina y Maureen tenía muchas ganas de verla.

– ¿Maureen?

Alguien la estaba llamando, la voz se diluía en el viento. Se giró. Una mujer con un pañuelo rojo en la cabeza se dirigía rápidamente hacia ella, con la cabeza baja y caminando con cuidado por el suelo helado. Se detuvo a un metro de Maureen y levantó la cabeza.

– Maureen, te quiero.

– Por favor, déjame en paz -dijo Maureen, desconcertada y recelosa.

– Necesito verte -dijo Winnie.

– Mamá, te pedí que me dejases en paz -insistió Maureen-. Sólo quiero que me dejes en paz.

Winnie la agarró, apretando con fuerza sus dedos contra los antebrazos de Maureen. Estaba borracha y había estado llorando durante horas, posiblemente días. Tenía los ojos enrojecidos, le pesaban los párpados, que tenían una forma angular donde los lagrimales se habían inundado. Un grupo de personas pasó caminando deprisa, subiendo por la empinada colina desde el metro, con pasos inseguros sobre el suelo resbaladizo.

– Te quiero. Y mira -Winnie le mostró un paquete envuelto en papel de aluminio y apretó los dientes para no llorar-, te he traído un asado.

Winnie le ofreció el paquete pero Maureen se quedó con las manos en los bolsillos.

– No quiero el asado, mamá.

– Cógelo -dijo Winnie desesperada-. Por favor. Lo he traído para ti. Se me ha derramado salsa en el bolso. He hecho demasiada…

Una mujer que pasaba junto a ellas resbaló por el suelo helado, gritó asustada y se agarró al brazo de Winnie para mantener el equilibrio. Empujó a Winnie hacia un lado, agitó un brazo y tiró el paquete plateado al suelo. El aluminio barato se aplastó contra el suelo, esparciendo los pedazos de carne marrón, salpicando el hielo blanco con una sangre acuosa.

– Dios mío -dijo. Se rió, nerviosa por el susto, con la mano encima del pecho mientras conseguía mantenerse en pie-. Lo siento mucho. Esta mañana el suelo está muy resbaladizo.

Winnie apartó el brazo.

– Me ha hecho tirar eso -dijo, y la mujer olió su aliento, puro alcohol a las nueve de la mañana.

Miró por encima del hombro de Winnie y vio la bodega de Padda, le lanzó una mirada de asco a Winnie y se puso recta y distante.

– No era mi intención apoyarme en usted -dijo educadamente.

– Vayase -dijo Winnie, indignada.

– Lo siento. He resbalado… -dijo dirigiéndose a Maureen.

– Nadie le ha pedido que nos cuente su vida -dijo brusca y repentinamente una desagradable Winnie.

Maureen no pudo evitarlo. Sabía que estaba mal pero sonrió ante el vergonzoso comportamiento de Winnie y la disculpó. La mujer, malhumorada, salió corriendo y desapareció rápidamente, caminando con cuidado por el suelo helado. Maureen cogió a Winnie por el brazo y la llevó a un lugar separado del bullicio de la calle, en la acera.

– Gracias, cariño -dijo Winnie, tomando la mano de Maureen entre las suyas.

Maureen quería darse la vuelta y marcharse. Cada vez que la había visto antes de la separación de la familia, Winnie la había herido o la había sacado de quicio o la había agotado mentalmente de un modo u otro. Deseaba irse, pero mirando el maquillaje mal aplicado, la nariz brillante y los grandes guantes, Maureen se dio cuenta de que la había echado mucho de menos, todas las peleas, los grandes dramas y el olor a vodka y maquillaje en polvos.

– Mamá -dijo-, no me mantengo apartada de ti porque no me quieras.

Resbalaban lágrimas por la cara de Winnie y le empezó a temblar la barbilla.

– Entonces, ¿por qué? -le preguntó, cruzando la mirada con un trabajador que se dirigía al quiosco.

– Ya sabes por qué -dijo Maureen.

Winnie se secó la cara con los guantes, dejando una marca húmeda en el ante beige.

– ¿Sabes algo de Una? -preguntó.

– Sé que está embarazada. Liam me lo dijo.

Winnie respiró fuerte, retorciendo las manos.

– ¿Y qué hiciste el día de Navidad? -preguntó.

Maureen se encogió de hombros.

– Cené con unos amigos -dijo.

Había pasado el día sola con un paquete de rollitos salchichas de Marks & Spencer que no le habían gustado nada. Una hora más tarde leyó las instrucciones en el dorso del paquete y supo que se tenían que freír. Por la noche había ido Liam, vieron la decadencia de la buena televisión y se fumaron unos cigarros. Él tampoco había querido cenar con la familia porque Michael estaría allí. Liam dijo que George, su padrastro, estuvo a punto de irse con él. A George tampoco le gustaba Michael y eso que a él le caía bien todo el mundo. A George le hubiera gustado el viejo Nick siempre que hubiera entonado una melodía y hubiera pagado su ronda.

– Es por tu padre, ¿verdad? Casi no le vemos -dijo Winnie-. No es muy agradable.

Maureen no quería saber nada. No quería ni una pizca más de información que pudiera servir para que su subconsciente construyera pesadillas.

– Mamá -dijo, intentando ir al grano-. Verte me hace daño, ¿lo entiendes?

Winnie se tapó la boca con el pañuelo.

– ¿Cómo te hago daño? -preguntó, mientras fruncía el ceño-. ¿Qué te he hecho?

– Lo sabes perfectamente.

– No -dijo Winnie, arrastrando un pie-. No lo sé.

– ¿Cómo pudiste dejarlo volver a casa después de lo que me hizo? Nunca lo entenderé. Sé que no me crees pero si al menos te hubieras preocupado…

Winnie respiró hondo, movió bruscamente la muñeca y le pegó una palmada en el brazo a Maureen.

– Al menos llama…

– ¡Joder, mamá, no me pegues! -gritó Maureen-. Ya soy mayor. No es necesario.

Winnie empezó a sollozar, e hizo que Maureen sintiera ganas de gritarle cosas desagradables a su llorosa madre. Se había prometido a sí misma que tendrían la fiesta en paz pero ahí estaba otra vez, cayendo en las viejas trampas, haciendo el papel de mala de nuevo, odiándose a ella misma en una medida completamente nueva.

– Ya no le vemos. -Winnie hizo un esfuerzo para hablar entre sollozos-. Y Una está enfadada y George no me dirigirá la palabra… Te echo de menos, Maureen. No quiero que te alejes de mí.

A Maureen le asombró la resistencia de Winnie. Si su madre se hubiera propuesto dominar el mundo, lo habría hecho. Sin la ayuda de los dos demonios gemelos que son los buenos modales y la empatia, Winnie podría presionar a una multitud de vendedores para que trabajasen en beneficencia si así se lo hubiera propuesto.

– Mamá -dijo suavemente-. No quiero verte durante un tiempo y la situación no va a cambiar, tanto si estáis pasando un buen momento como si no.

Winnie captó la condición. Había levantado la mirada cuando Maureen había dicho que sólo sería por un tiempo y luego miró hacia otro lado. Se sonó y casi cerró los ojos mirando a Maureen.

– No me digas lo que tengo que hacer -dijo, llenándose la boca con esperanza-. Aún eres una niñata descarada. Y si quiero, te pego. Podría pelearme contigo cada día.

Miró la carne esparcida por el suelo y pisoteada por la gente que pasaba.

– ¿Seguro que no quieres un trozo?

Maureen sonrió pero las lágrimas empezaron a asomar por sus ojos y tuvo que respirar hondo y hacer un gran esfuerzo para no echarse llorar. Eran buenas noticias: no seguían juntos, no había nada que lo retuviera allí, ninguna razón para quedarse. Winnie se sacó un guante y jugó con el pañuelo; lo estiraba de las puntas buscando una zona seca. La alianza que George le había dado le bailaba en el dedo. Winnie estaba adelgazando; su piel parecía muy delicada y le estaba saliendo una mancha de color gris acuoso en un nudillo. De repente Maureen movió el brazo y cogió la mano de su madre, cubriéndola con la suya, intentando calentarla. El viento soplaba fuerte y helaba las lágrimas en su rostro como si fuera una carrera de insectos.

– Mamá -suspiró-. Mi mamá.

Se quedaron la una junto a la otra, mirando la mano de Winnie, con las barbillas temblorosas de amor recíproco y llorando por la tristeza sin sentido de la situación.

– No lo aguanto más -susurró Maureen.

– Yo tampoco -dijo Winnie.

Sin embargo, ella se refería al momento y Maureen se refería a su vida. Winnie acarició la cara de Maureen, frotando la oreja mojada como una Santa Verónica borracha, entreteniéndose en las mejillas.

Maureen respiró fuerte, transportando el aire frío a los ojos, despertándose.

– Entonces, ¿regresa a Londres?

– No lo creo -dijo Winnie.

– ¿Quién lo mantiene aquí?

Winnie chasqueó con la lengua ante la pregunta.

– No lo mantiene nadie -dijo-. Tiene un piso social de alquiler en Ruchill.

Señaló al horizonte, por encima del hombro de Maureen, la torre irregular de ladrillos rojos del antiguo hospital de Ruchill.

Se veía desde la venta de la habitación de Maureen. Soltó la mano de Winnie.

– ¿Por qué coño me lo has dicho?

Winnie se encogió de hombros sin darle importancia.

– Ahí es donde está.

– ¡No quiero saber nada de él y tú vienes y me dices que vive cerca de mi casa!

Winnie sabía que había hecho mal. Estiró el guante y juntó su cara con la de Maureen.

– ¿Has pensado alguna vez en que los demás también lo conocemos? -dijo.

– ¿Qué?

– No se trata siempre de ti -gritó Winnie-. También es su padre. ¿Crees que ellos no se preocupan por él? ¿Crees que yo no me preocupo por él?

– ¿Preocuparte? -gritó Maureen-. ¡Vaca estúpida! ¿Crees que me encerraron en un psiquiátrico por preocupación patológica?

– No me hables de eso. -Winnie alzó la mano-. Tu crisis no fue sólo por él. Siempre fuiste una niña rara. Siempre fuiste infeliz.

No se habían visto en cinco meses y a pesar de que Maureen recordaba perfectamente lo mucho que su madre la hacía enfadar, había olvidado su capacidad de demolición moralista, la completa despreocupación por sus sentimientos, la amabilidad maliciosa y la negación a ciegas de lo que Michael había hecho.

– Piénsalo, Winnie -dijo, hablando entre dientes, con la voz reducida a un suspiro por la rabia-. Piensa en lo que me hizo. Si no fuese por él, nunca hubiera estado en el hospital. Hubiera conseguido un trabajo de verdad después de la puta carrera. Quizás sería feliz, quizás estaría casada. Incluso hasta tendría el valor de querer tener hijos propios. Quizá podría dormir. Joder, quizá podría mirarme en el espejo sin querer reventarme la puta cara -estaba totalmente fuera de sí, llorando y gritando en plena calle. Los estudiantes de arte la miraban cuando salían de la tienda de Padda con el periódico y los panecillos de la comida-. ¿Y por qué sacrificó todo eso? Por la mierda del sexo.

Winnie jamás se había creído lo de los abusos y así lo había confesado siempre. Sin embargo, esta vez se contuvo y se agarró las manos de forma remilgada delante de ella.

– ¿Eso es todo lo que quieres decir? -dijo, rechinando los dientes y con la mirada perdida a media distancia.

Winnie estaba intentando escuchar. De hecho lo estaba intentando de verdad, y Maureen no la había visto jamás hacerlo. No lo hizo cuando eran pequeños, ni cuando fueron mayores, ni tampoco cuando Maureen estuvo en el hospital.

– Mamá, ese hombre y los recuerdos y todo eso. Yo sé lo que hizo. Y él también lo sabe.

Winnie miró nerviosa a su alrededor.

– ¿Tenemos que discutir eso aquí?

– ¿Alguna vez pregunta por mí?

Winnie tragó saliva y apartó la mirada. Musitó algo incomprensible por el viento.

– ¿Qué? -dijo Maureen.

– No -dijo Winnie tranquilamente-. Nunca pregunta por ti. Jamás. Es como si no existieras.

– ¿Qué te parece eso, Winnie? ¿No te preocupa?

Winnie era incapaz de pensar una respuesta. Eso la debió molestar enormemente. Miró enfadada por encima del hombro de Maureen.

– Estoy harta de esto -dijo.

– ¿Por qué me has dicho que vive allí? Dios, ¿es que no tengo ya suficientes problemas?

– No puedes echarme la culpa de eso…

Sin embargo, Maureen empezó a retroceder hacia la calle.

Se inclinó hacia delante para que Winnie lo entendiera bien todo.

– Aléjate de mí -dijo lentamente, señalando el pecho blando de su madre-. Y deja de acosarme con tus llamadas cuando estés en apuros.

– Si era tan mala madre -le gritó Winnie-, ¿cómo es que ninguno de los otros tuvo ninguna crisis?

La cruel escarcha matutina le había entumecido las orejas a Maureen antes de que hubiera bajado doscientos metros de la colina. Giró en una esquina y el viento la cogió desprevenida, separándole hasta las pestañas. Se detuvo y esperó junto al semáforo, mirando el mosaico en el alquitrán de la calle. Los coches y los autobuses, nerviosos, peleaban entre ellos por un espacio, aceleraban al cruzar por la caja amarilla de seis metros, intentando no quedarse atrás. Si se tirara a la calzada, la matarían en el acto; un salto de un metro hacia una eternidad pacífica, sin tener que labrarse un camino con valentía, ni más gritos tras la tormenta, ni más pesadillas, ni más Michael. Se acordó de Pauline Doyle y la envidió.

Pauline se había suicidado en junio. Había estado en el psiquiátrico con Maureen. Dos semanas después de salir, alguien la había encontrado muerta debajo de un árbol. Maureen no dejaba de pensar en ella. En sus pensamientos se entremezclaban la preocupación y la feliz imagen de Pauline en paz sobre la hierba primaveral, sin contar los insectos que le subían por las piernas.

Miró hacia arriba, consciente de que algo había cambiado a su alrededor. El hombre verde estaba parpadeando y los demás peatones casi habían cruzado la calle. Corrió tras ellos, sujetando el paquete de tabaco en el bolsillo, sobornándose a sí misma con la promesa de un cigarro cuando llegase a la oficina.

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