28. Coldharbour Lane

El volumen de pasajeros se había reducido cuando llegaron a Brixton. Maureen salió del tren y bajó la escalera, disfrutando del aire frío vigorizante de la calle. La gente en Brixton llevaba ropa de primavera y Maureen iba vestida para el más crudo invierno en Siberia. El sudor del tren ya se había secado, dejándola malhumorada y mojada. Se paró delante de la ventana de Woolworth y cogió la guía de Londres. El bufete de abogados estaba al otro lado de la calle más ancha, y la casa de Moe Akitza estaba en lo alto de Brixton Hill, a una distancia asequible andando. Le sonó el busca en la bolsa y metió la mano, buscándolo, lo encontró en el fondo de la bolsa, debajo de unos pantalones. Jimmy decía que alguien había cobrado el dinero de los niños ayer.

Esperó en el semáforo, cruzó la calle a la altura del cine Ritzy y empezó a caminar por Coldharbour Lane. Esta calle era paralela a la calle principal de Brixton, con una rampa de cuarenta y cinco grados. Al principio, la calle estaba llena de braserías y tabernas, pequeños restaurantes y bonitas tiendas de ropa. La tendencia hacia el aburguesamiento se acababa bruscamente en el cruce entre Electric Avenue y el mercado de verduras. Coldharbour Lane se convertía en una barriada destartalada. Había un anuncio de la policía pegado a un poste de la electricidad que informaba de que habían disparado y matado a alguien en esa calle a las 2.09, hacía tres días, y pedía la colaboración ciudadana. Junto a una tienda en la que sólo vendían pollos de un color amarillo intenso había un hostal Victoriano subvencionado con un pórtico de piedra erosionada. Era el Coach and Horses, el bar en el que Mark Doyle había visto a Ann antes de Navidad. Todavía no estaba abierto pero se veían sombras moviéndose detrás de las ventanas naranjas. Estaba sucio y ruinoso, y Maureen se imaginaba a Ann bebiendo allí. Detrás del puente de piedra erosionada había una hilera de tiendas victorianas perfectamente proporcionadas. En la esquina, detrás de unas cabinas, había un bar blanqueado con el nombre de Ángel y, junto al bar, unas ventanas de oficina con unos estores verticales. Eran las oficinas de McCallum y Arrowsmith, Abogados. Maureen abrió la puerta, activando una alarma de campana cuando entró, y se quedó junto al mostrador, intentando atraer la atención de la secretaria.

– Puede esperar sentada.

Una mujer baja con una chaqueta de piel sintética estaba sentada en una de las sillas de plástico junto a la ventana. Tenía la piel morena, el pelo fino y moreno, y los ojos alegres y saltones. Tenía la cabeza apoyada en la ventana, con los ojos entreabiertos. Parecía una rana tropical pequeña y muy bonita.

– Tardará un siglo -dijo, con un leve acento de alguien de clase alta de Glasgow.

La mujer, por su mundanería, le dio un poco de miedo a Maureen. Sin embargo, no parecía peligrosa. Llevaba el pelo recogido en un moño flojo en la nuca y llevaba unos zapatos abiertos por detrás, que parecían muy caros.

– Un siglo -dijo la mujer.

– Yo, vale -dijo Maureen, sin comprometerse.

Sin moverse de la silla, la mujer rana abrió un ojo inyectado de sangre.

– ¿Glasgow?

Maureen asintió ligeramente.

– ¿De qué zona?

– Garnethill.

La pequeña mujer cerró el ojo y sonrió.

– Ah, Garnethill -dijo-. Yo fui allí a la escuela de arte. Hace mucho tiempo.

Maureen se preguntó qué estaba haciendo en aquel bufete. Quizás era una criminal, o se estaba divorciando. Aunque el divorcio parecía la opción más probable. Parecía bastante contenta. Sonó el teléfono encima del mostrador y saltó el contestador. Maureen recordó por qué había venido y se giró hacia el mostrador. La oficina estaba en una sola planta, con dos mesas delante de una puerta que conducía a las oficinas privadas de los abogados. La joven secretaria asiática estaba sola, transcribiendo algo que escuchaba por los auriculares. Llevaba el pelo permanentado, con unos rizos muy marcados y teñido con henna de color burdeos. Estaba muy mal situada para ver a alguien que esperara en el mostrador, pero había advertido la presencia de Maureen y la había mirado un par de veces, asintiendo y levantando la mano del teclado para hacerle saber que la atendería en un par de minutos. Maureen sacó de la bolsa un bolígrafo y la libreta que había comprado en la estación de servicio y se apoyó en el mostrador, bolígrafo en mano y preparada para escribir, intentando parecer muy seria.

– Espera a verle los ojos -dijo la señora de la chaqueta de piel.

Maureen no estaba muy segura de que estuviera hablando con ella.

– Perdón -dijo-, ¿está esperando a que la atiendan?

– Sólo espera a verle los ojos.

Maureen, confundida por el consejo irrelevante, sonrió. A pesar de tener los ojos entreabiertos, la pequeña mujer también sonrió y se relamió los labios, recostando la cabeza hacia atrás en la ventana.

Después de seis largos y calurosos minutos, la secretaria se quitó los cascos, cogió una carpeta con sujetapapeles y se dirigió hacia el mostrador. Llevaba lentillas de un color azul tan pálido que las pupilas parecían irradiadas, como si el círculo exterior se difuminase con el blanco de los ojos. Maureen estuvo a punto de gritar, pero no lo hizo. Miró a la mujer rana. Todavía tenía los ojos entreabiertos pero notó la incomodidad de Maureen y se rió.

– ¿Me dice su nombre, por favor? -preguntó la secretaria, con un tono cantarín-. La hora de su cita y con quien se ha citado. -Era como si el tinte, la permanente y las lentillas estuvieran diseñados para contradecir todas sus características, como si no quisiera ser ella.

– No tengo ninguna cita -dijo Maureen-. Me gustaría hablar con usted.

La secretaria la miró, sorprendiendo a Maureen otra vez.

– Quisiera hacerle un par de preguntas -dijo Maureen, intentando sonar seria-. Sólo serán tres minutos. ¿Le importa?

– No venderá artículos de papelería, ¿verdad?

– No.

– Porque no estoy autorizada a comprar nada.

– No, no. Sólo quería preguntarle una cosa.

– ¿Cuál es la naturaleza de su indagación? -dijo.

– Quería preguntarle acerca de un hombre llamado James Harris -no dijo nada más en un minuto-. Vino a estas oficinas hace ocho días. Estaba confundido y creía que esta oficina era de otros abogados.

La secretaria sonrió.

– ¿El pequeño hombre escocés que vino para la lectura de un testamento? ¿Cómo en las películas?

– Exacto -dijo Maureen-. Habló con usted, ¿no es cierto?

– Sí. Me enseñó la carta y todo. -Sonrió-. Por supuesto, todo era mentira. Nosotros nos dedicamos a casos criminales y ni siquiera era nuestro nombre. Antes nos llamábamos McCallum and Headie pero en aquel entonces, como es obvio, el señor Headie se fue hace tres meses.

– ¿Y después se les unió el señor Arrowsmith?

– Sí.

– El señor Headie se fue, ¿verdad? -Maureen levantó la mirada. La secretaria parecía molesta pero ella no lo iba a dejar ahí-. ¿Se jubiló?

La secretaria no sabía qué decir.

– Algo así.

– De acuerdo -dijo Maureen, escribiendo «joder» en su libreta-. ¿Se llevaba bien con él?

– Era un buen hombre se podía trabajar con él…

– ¿Y ahora dónde está?

La secretaria dudó un momento y miró a la mujer rana.

– Creo que está en Wandsworth -murmuró.

– ¿Me podría dar el número de su nueva oficina?

La secretaria se rió y se tapó la boca con la carpeta. Inclinó la cabeza para mirar por detrás de Maureen y la mujer rana también se reía.

– No tengo el número de su oficina.

– Bien, muchas gracias por su tiempo -dijo Maureen, cerrando la libreta. Un rayó de sol la iluminó directamente en un ojo y se estremeció-. Gracias otra vez.

En la calle hacía calor y Maureen necesitaba algo dulce desesperadamente para despertarse. La puerta del bar Ángel estaba abierta para dejar entrar el aire matutino. Miró adentro para ver si estaba abierto. Estaba vacío pero había una persona de pie detrás de la barra, leyendo el periódico y bebiéndose algo en una taza azul.

– ¿Está abierto? -preguntó ella.

– No, estoy esperando el autobús.

El bar estaba decorado con mucho gusto, con madera oscura revistiendo las paredes hasta media altura y el techo pintado de blanco calcáreo. Había unos dibujos de plástico enganchados en las ventanas que filtraban la luz del sol. La persona que estaba detrás de la barra era una mujer hombruna o un hombre con una piel muy bonita. Unos bultos debajo de la camiseta la delataron. Observaba los pies de Maureen mientras entraba en el bar y esperó a que dijera algo.

– Me pone una limonada con hielo, ¿por favor?

La mujer cerró el periódico encima de la barra. Caminó hasta donde estaba Maureen y le llenó el vaso con limonada de una botella de plástico grande con el precio de 99 peniques en la etiqueta.

– Una libra -dijo la mujer, extendiendo la mano para cobrar.

– ¿Dónde está el hielo?

– No hay hielo.

– ¿Me está cobrando una libra por un vaso cuando la botella entera vale menos de una libra?

– Es lo que cuesta -dijo-. Una libra en todas partes.

Maureen le dio una moneda.

– Aquí tiene -dijo-. Puede volver a llenar la nevera con esto.

La mujer volvió a enroscar el tapón de la botella de limonada y volvió a leer el periódico. Maureen se la bebió tranquilamente, repasando la conversación con la secretaria y qué era aquello tan gracioso sobre la nueva oficina del señor Headie.

– Entonces, ¿estás en el Ejército de Salvación? -La mujer-hombre estaba hablando con ella.

– ¿Porqué?

La mujer-hombre hizo un gesto con la cabeza hacia la bebida.

– Bebiendo limonada en un bar.

– No creo que las hermanas de la caridad entren en los bares, ¿no?

– Sí que entran si piden dinero.

Maureen sonrió mientras miraba su vaso y bebió otro trago.

– El sitio es bonito.

– Sí. -La mujer frunció el ceño-. Lo ha diseñado una amiga mía. Tiene muy buen gusto.

– Sí que lo tiene -asintió Maureen-. Muy buen gusto.

– Por supuesto, una no puede escoger la clientela.

– Tipos duros, ¿no?

– Muy duros. Esperábamos que viniesen a comer los hombres de negocios de las oficinas, pero no vienen por aquí arriba.

– ¿Cómo es el Coach and Horses?

La mujer movió la mano delante de la nariz.

– Tipos salvajes. Sobre todo irlandeses y escoceses, y ya sabe cómo son, ¿no es cierto? -La mujer se puso delante de Maureen-. Yo os tengo fichados, a los escoceses, borrachos como una cuba, la mayoría. -Sacó la botella de limonada de debajo de la barra y llenó el vaso de Maureen.

– ¿Por qué ha hecho eso? -preguntó Maureen.

– No quiero peleas y que asustes a los demás clientes -dijo, reprimiendo una sonrisa y rejuveneciendo diez años.

En la puerta apareció una sombra. Era la mujer rana del bufete de abogados. Fue hasta la barra, se sentó en la barra a un metro de Maureen y pidió un agua mineral. Pagó la bebida y le hizo un gesto con la cabeza a Maureen.

– ¿Vaya ojos, eh? -dijo.

Maureen, desconfiada, también la saludó con la cabeza.

– Sí, espeluznantes. -Señaló con el dedo las oficinas-. ¿Esperas a tu novio?

La mujer rana se mordió la lengua con los dientes delanteros y se rió, acercando la barbilla al pecho.

– Sí, algo así -dijo-. ¿Por qué preguntas por el señor Headie?

Maureen la miró.

– Trabajo en un bufete de abogados en Escocia -dijo, pensando a mil por hora-. Me pidieron que investigara algo por aquí.

La mujer dejó de beber y echó la cabeza hacia atrás, mirando a Maureen por debajo de la nariz.

– Eso es una gilipollez -dijo-. Si trabajaras para un bufete de abogados, sabrían lo del señor Headie, sabrían la dirección de su nueva oficina, lo habrían leído en los periódicos de la Sociedad Legal.

Maureen se sintió cansada y sucia.

– Mmm -dijo, y se le acabaron las buenas ideas-. ¿Sabes dónde está su oficina?

La mujer sonrió irónicamente.

– ¿No vives aquí, verdad?

– No -dijo Maureen-. Sólo he venido por un día.

– Ya -dijo, y bebió otro trago.

– ¿Tú conoces bien esta zona, no?

La mujer le sonrió y se inclinó hacia ella, apoyándose en la barra. Le ofreció la mano.

– Kilty Goldfarb -dijo.

Maureen, sorprendida, soltó una carcajada.

– Venga ya -dijo-. Ese no es tu verdadero nombre.

Kilty también se rió, encantada por la reacción de Maureen.

– Sí que lo es -insistió-. Mi familia es polaca y mi abuela me puso el nombre de Kilty en honor a su nueva patria.

Maureen dejó de reír y se disculpó entre dientes.

– Eres muy agradable. -Kilty sonrió-. ¿Y tú quién eres?

– Maureen O'Donnell.

– No es exactamente un apodo muy exótico, que digamos.

– Sí que lo es si eres de Suazilandia -dijo Maureen.

Kilty se terminó el agua.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco.

Kilty movió la cabeza hacia la calle.

– Conozco un lugar muy exótico.


Había un grupo de críos muy delgados con unos uniformes marrones hechos a medida dándole vueltas a sus bolsas por encima de sus cabezas, pegándose patadas entre ellos y riendo. Williams se giró para mirarlos y Bunyan se estremeció.

– Déjelos -dijo, delante de las puertas pintadas del ascensor.

– ¿Que deje el qué? -dijo Williams en voz alta.

– Déjelos, no les diga nada. Mire, ya está aquí el ascensor.

Las puertas metálicas se abrieron y ellos entraron dentro.

– Sólo estaba mirando -dijo Williams. Estaba en el fondo del ascensor y Bunyan apretó el botón-. ¿No les tendrá miedo, no?

– Pelearme con una banda de adolescentes de Glasgow no es mi idea de un pequeño descanso, señor. -Se giró y lo miró-. ¿Está seguro de que estará en casa?

– Sí -dijo Williams-. Estará. No nos espera hasta las dos. Ahora estará en casa, preparando a los crios para ir al colegio.

Caminaron por el pasillo azotado por el viento y golpearon fuerte la puerta de James Harris. El mayor de los niños abrió la puerta. Aún llevaba el pijama. Miró a Williams sonriente, con una gran sonrisa feliz, y dijo «Hola» con una voz muy ronca. Tosió, aclarándose la flema. Tenía la voz de un fumador de un paquete diario.

– Hola -dijo Bunyan, con su estúpida voz infantil-, ¿cómo es que todavía vas en pijama?

El niño dio la vuelta y entró corriendo en el salón llamando a su padre. James Harris ya había salido a la calle. Había una bolsa de la compra junto a la pared de la cocina y todavía llevaba la chaqueta. Estaba sentado en el sillón, vistiendo a los más pequeños. Llevaban un gorro y una capa impermeable a juego, delgados como una hoja de papel y de color verde oscuro, un color que no solían llevar los niños. Harris levantó la mirada y vio a los dos policías en el escalón. Puso los ojos en blanco y parpadeó despacio. Williams y Bunyan esperaron que les dijera algo. Esperaron durante un minuto.

– Creí que vendrían a las dos -les susurró, alargando el brazo y quitándoles los gorros a los más pequeños.

– ¿Cómo es que los niños no están en el colegio? -preguntó Bunyan.

– John ya se ha ido -dijo Harris tranquilamente, alisando los sombreros de lana en la rodilla-. Y Alan no se encuentra bien.

– Estoy constipado -dijo Alan, mirando a Williams con una cara angelical.

Williams lo ignoró.

– Señor Harris, necesitamos hablar con usted a solas. ¿Puede enviar a los niños a jugar al piso de arriba durante un rato?

– No se quedarán arriba -dijo Harris, mirando al suelo.

Williams se aclaró la garganta.

– Está bien, entonces hablaremos delante de ellos. Usted elige.

Harris parecía darse por vencido.

– Alan -dijo-, lleva a tus hermanos arriba.

– Hala, no, yo me quedaré -dijo Alan. Miró a Bunyan-. Puede hablar delante de mí -dijo impaciente-, y los pequeños no entienden ni una palabra.

Harris suspiró y se rascó los ojos, estirando la fina piel de un lado al otro.

– Llévate a tus hermanos arriba, hijo.


Kilty Goldfarb sacó la hamburguesa de la caja de poliestireno y quitó el papel.

– Ah, McComida -dijo-. Me recuerda a la triste McEscocia.

Maureen bebió un trago de Coca-Cola y picó del montón de patatas saladas.

– ¿Te fuiste hace mucho tiempo?

– Unos años. -Kilty se quedó pensativa-. ¿Cinco años? Después de la graduación. Vine a hacer un curso de asuntos sociales y me quedé -mordió un trozo de hamburguesa, se quedó quieta con una mueca en la cara y se metió los dedos en la boca. Sacó una rodaja de pepinillo, lo miró como si hubiera encontrado un pelo en la hamburguesa y lo dejó en una servilleta.

– ¿Por qué estudiaste asuntos sociales si habías ido a la escuela de arte?

– Hacer moldes no me pareció tan importante como esto. Iba a salvar al mundo.

Maureen se reclinó en la silla.

– ¿Has pensado alguna vez en volver a casa?

Kilty suspiró.

– A todas horas. Es difícil encontrar un piso aquí, es difícil conocer gente con la que tengas algo en común. Pero todo el mundo que conocía se ha mudado, excepto mi madre y mi padre. De hecho, allí ya no tengo amigos. -Sonrió-. El mejor patriota es el expatriado. ¿Y tú que haces, aparte del trabajo inventado en el bufete de abogados imaginario?

– En realidad, acabo de dejar el trabajo. Trabajaba en las Casas de Acogida Hogar Seguro.

– ¿En serio? -Kilty asintió porque el nombre le sonaba-. ¿Por qué lo has dejado?

Maureen intentó encontrar una manera suave de decirlo pero no la encontró.

– Estaba asqueada y estaban a punto de descubrirme. Además, lo odiaba. Parece que nunca llegas a ningún sitio y toda aquel papeleo, ya sabes, todo ese rollo.

– ¿No era lo suficientemente dramático?

Maureen asintió y bebió Coca-Cola.

– Sé a lo que te refieres -dijo Kilty-. Cuando yo empecé, quería entrar en edificios en llamas y luchar por los animales salvajes, no rellenar formularios con ese fin. La verdad, es bastante decepcionante. -Se terminó el último bocado de hamburguesa y se limpió las manos-. ¿Tienes un cigarro?

Maureen sacó su paquete y lo dejó encima de la mesa. Kilty cogió uno, mirando la punta mientras lo sostenía entre los labios, y lo encendió con el mechero de Vik, sacando elhumo y volviendo a inhalar inmediatamente. Maureen la observaba.

– ¿No fumas mucho, verdad?

Kilty asintió con su pequeña cabeza. Se quedó quieta y miró el cigarro.

– A mí me gustaría ser una fumadora empedernida. Lo intento constantemente pero no le acabo de coger el gusto.

Maureen alargó el brazo y le quitó el cigarro.

– Dame eso antes de que te hagas más daño. ¿A quién esperabas en el bufete de abogados?

– A un cliente -dijo Kilty, sentándose erguida y responsable-. Un chico joven. Un problemilla.

Maureen asintió.

– Oye, como asistenta social, tú debes de conocer muy bien el sistema de las ayudas económicas a las familias numerosas, ¿no?

Kilty la miró, cautelosa y comedida.

– ¿Por qué?

– En realidad, he venido a Londres a… -dijo Maureen, inclinándose hacia delante-. Estoy buscando a alguien.

Los ojos de Kilty la animaron a contárselo.

– Acudió a nosotros en Glasgow -continuó Maureen-, llegó a la casa de acogida en unas condiciones pésimas, y luego desapareció pero la vieron por esta zona.

– ¿Estás intentando asegurarte que no volvió con el hombre que la pegó?

– Sí -dijo Maureen, aliviada porque empezaban a hablar de su historia.

– Bueno -dijo Kilty-, ¿y qué hacías en el bufete de abogados preguntando por el cambio de socio y el señor Headie, entonces?

Maureen se había olvidado de todo eso.

– Ah, verás, mi amiga recibió una carta con el membrete equivocado…

Kilty la interrumpió.

– Pero si la buscas a ella, ¿quién es el menudo escocés?

Maureen no podía encontrar una mentira tonta para tapar las demás mentiras tontas.

– Creía que se suponía que los estudiantes de la escuela de arte eran tontos -dijo.

Kilty arqueó las cejas alternativamente, moviéndolas.

– No puedo contarte todas sus cosas -dijo Maureen, observando las cejas, deseando que lo volviera a hacer-. No estoy en posición de hacerlo.

Sin ningún motivo, Kilty puso cara de enfadada.

– Será mejor que vuelva -dijo, levantándose y recogiendo la chaqueta y la bolsa.

– ¿Qué haces mañana?

– Trabajo -dijo Kilty.

– ¿Y el sábado?

– Los sábados trabajo.

– ¿Quieres que quedemos para comer? -Maureen hablaba deprisa y parecía desesperada-. No conozco la zona y mi amiga desapareció por aquí cerca.

Kilty estaba de pie a su lado, desconfiada.

– Sólo pensé que quizás conocerías a gente -dijo Maureen-. No importa, olvídalo.

Kilty se puso el abrigo y se separó de la mesa. Cogió la correa del bolso y se la pasó por encima de la cabeza.

– Mañana, aquí, ¿a las doce?

– Sí. -La mirada de Maureen recuperó el brillo-. A las doce.

– Parece que estás metida en una historia muy dramática. -Kilty pasó junto a Maureen, se fue hacia la pesada puerta de cristal y se sirvió de su peso para abrirla-. Te lo sonsacaré todo -dijo, y salió a la calle.


Maureen encontró el número de la hermana de Ann y se fue hacia un teléfono público. La cabina estaba forrada con fotografías pornográficas de chicas jóvenes y vulnerables. Los anuncios decían que las chicas eran estudiantes, chicas malas, chicas sucias, medio ilegales, francesas y suecas, llama.

– ¿Hola, señora Akitza?

– ¿Sí?

Maureen le dijo que había venido a Londres en nombre de la familia de Jimmy Harris y que estaría por allí unos días, quizás una semana. Quería ir a verla dentro de unos diez minutos pero no conocía la zona y no sabía cómo llegar a su casa. La voz dudó un segundo y, a continuación, le indicó cómo llegar desde la estación del tren. A la hermana de Ann no parecía entusiasmarle la idea de que la fuera a ver. Le colgó el teléfono a Maureen sin decirle adiós.

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