36. Descubierta

Maureen se vio envuelta en el frío del recibidor y los marineros sifilíticos la observaban desde el techo. Sarah la tenía agarrada por el abrigo. Había entrado en la habitación mientras ella dormía y le había metido todas sus cosas en la bolsa de ciclista. Despertó a Maureen y la hizo bajar las escaleras a codazos. Aparte del malestar típico de una resaca fuerte, le dolían los nudillos y le daban pinchazos en el codo cuando intentaba estirarlo. Sarah le tiró la bolsa a la acera desde la puerta de casa.

– No puedo soportarlo, Maureen, lo siento. Esta es mi casa.

– Por Dios, Sarah…

– No digas nada.

– Lo siento. Siento haber llegado borracha, bebí un poco más de la cuenta…

– ¿Un poco más de la cuenta? -chilló Sarah, y su voz fue como clavarle una aguja en el ojo a Maureen-. ¡Eres una alcohólica!

Maureen levantó la mano dolorida.

– Joder, cálmate -dijo-. Por Dios, tengo una resaca terrible, ¿es que no tienes compasión?

– Sí que tengo, tengo mucha compasión con aquellas personas que no se autodestruyen…

– Lo que te pasa es que estás cabreada porque no me leí aquellos folletos de Jesús.

– Fuera de mi casa.

La luz brillante del sol la atacaba y le ardían los ojos. Estaba avergonzada de ella misma mientras bajaba por la calle hacia la estación. Había metido la pata hasta el cuello y había dicho la única palabrota que estaba asegurado que haría enfadar a Sarah. Entró en un quiosco de Blackheath Village y compró un paquete de tabaco. El dependiente se lo estaba cobrando cuando Maureen vio un estante lleno de gafas de sol baratas. Compró impulsivamente el par que parecía más barato. Eran un modelo recuperado de la década de los setenta, con los cristales marrones y una montura de plástico naranja. El hombre le cobró diez libras por las gafas al ver que estaba demasiado abatida como para discutir. Salió a la calle y se las puso, encendió un cigarro y dio las gracias en silencio a la humanidad por el milagro del tabaco.

Iba gruñendo en el tren que no dejaba de moverse cuando miró el busca y encontró un mensaje que Leslie le había enviado la noche anterior: habían detenido a Jimmy y tenía que volver a casa inmediatamente. Maureen intentó hablar con ella desde una cabina en London Bridge pero no contestaba nadie. Miró calle abajo. Los coches y los camiones pasaban por delante de ella, convirtiendo el aire en viento. Quería volver a pasar frío y a ver edificios familiares, tener una casa donde ir, una cama donde esconderse, ropa limpia que ponerse, ver colinas en lugar de aquel asco de llanura infinita. Pero no podía volver a casa; no podía volver a Ruchill.


Se habían tomado un descanso. Leslie se estaba fumando otro cigarro y observaba la sombría habitación, las paredes amarillentas y el suelo de goma. Llevaba horas fumando sin beber nada. Se le había hecho una llaga enorme que le dolía mucho en la punta de la lengua y no podía dejar de mordérsela. Isa estaba cuidando a los niños y Jimmy estaba en el piso de abajo en una celda de arresto.

Al principio, Leslie había rechazado llamar a un abogado, porque pensaba que eso la haría parecer sospechosa, pero ahora se lo empezaba a replantear. Pensaba que no tenía nada que esconder: lo único que había hecho era no decirle a Ann que conocía a Jimmy, pero lo había hecho porque sabía de qué lado estaba. Leslie sabía lo que pasaría si la policía hablaba con los miembros del comité y se enteraban de que ella había pedido acoger a Ann en la casa de acogida. Debería haber mostrado su interés la primera vez que se habló de Ann. Si el comité llegara a sospechar que ella le había dicho a Jimmy el paradero de Ann, la despedirían o, en el mejor de los casos, la enviarían a la apestosa oficina. Tendría que sentarse enfrente de la estúpida de Jan y sentirse tan miserable como Maureen. Debería de haberles contado a los del comité que era la prima de Jimmy. Se lo tendría que haber contado.

La policía no se creía lo de la Polaroid y ella no podía decirles dónde estaba. No podía mencionar a Maureen o le preguntarían por qué se la había llevado, y por qué estaba en Londres. Cuando les dijo que en la foto aparecía un hombre llamado Frank Toner, el hombre gordo se rió y la mujer dibujó una sonrisa en su cara.

– ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

– Creo que era su novio -dijo Leslie. El inspector se burló de ella.

– Bueno, yo conozco cómo son las novias de Frank Toner y Ann no era su tipo.

Leslie se mordió la punta de la llaga y palideció por el dolor punzante en la lengua. Si pudiera hablar con Maureen y descubrir qué estaba pasando, entonces podría mentir de un modo más convincente. La mujer inglesa se acercó y se sentó delante de ella.

– ¿Quiere comer algo? -dijo.

– No -dijo Leslie-. Oiga, no supe que Ann era la mujer de Jimmy hasta después de que se marchara.

– Ya. ¿Cuándo lo supo?

– Después de que se marchara.

– ¿Exactamente cuándo?

Leslie no estaba acostumbrada a mentir y no disponía del equipo básico. No podía ponerse en situación, ni basarse en hechos reales para construir una mentira sostenible. Se reclinó en el respaldo, dio una última calada al cigarro y lo apagó en un cenicero que era como un molde de tarta.

– ¿Qué me va a pasar? -preguntó.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Van a acusarme?

– Todavía no estamos seguros.

– Si lo hacen, ¿de qué me acusarán?

– Depende.

– ¿De qué?

– Si podemos probar que usted podía saber que él le iba a pegar y, de algún modo, lo ayudó, entonces… bueno, entonces es un asesinato.


Leslie todavía no había vuelto a casa. Maureen estuvo a punto de volver a llamar a Vik pero se echó para atrás cuando estaba marcando el prefijo regional. En el exterior de la cabina, los tubos de escape de los coches formaban una neblina encima de Brixton Hill, los gases y la suciedad flotaban en el aire igual que la sal en un experimento químico. Era la primera hora de la tarde y el tiempo estaba cambiando hacia lo que sería otro caluroso día de invierno. Se puso las gafas de sol, salió de la cabina y se dirigió colina arriba hacia la casa de Moe. La bolsa pesaba mucho y le dolía el hombro, lo que la hacía sentirse aún peor. Se paró y dejó la bolsa en una repisa, abrió el velcro y miró dentro. Todavía tenía la bolsa de la compra de Kilty. La cogió y sacó dos latas de judías y un paquete de carne de ternera en conserva y los dejó en el suelo. Se quedó con aquello que no encontraría en una tienda de comestibles: dos tabletas de chocolate Milka gigantes, un paquete de pastas de arroz y una caja de botellines con líquido para encender fuego. Ya se lo explicaría más tarde. Se estremecía cada vez que pensaba en la noche anterior. La mujer de Las Vegas, Elizabeth, le dijo que no sabía nada de «eso». No lo habría dicho a menos que hubiera algo que saber.

Alguien había tirado un contenedor de basura en la zona trasera de Dumbarton Court, esparciendo un olor putrefacto a comida preparada de hacía una semana, y a pañales usados. Maureen subió las escaleras despacio, parándose en cada rellano para recuperar el aliento. Cuando llegó frente a la puerta, casi quería que Moe no estuviera en casa, pero sí estaba.

– ¿Qué quiere? -dijo Moe, añadiendo un «hah» como si se hubiera acordado tarde.

– No soy del seguro -dijo Maureen, con suavidad, que estaba más preocupada porque se le pasara la resaca que por hablar en un tono amable-. Puede dejar todo el cuento de resoplar y jadear.

– Hah, no sé que quiere decir, hah.

– Moe, ¿dónde está el libro de la asignación familiar de Ann?

Moe se enderezó, la miró fijamente, abrió la puerta, la cogió por las solapas y la metió en su casa. La angina había desaparecido de repente. Cerró la puerta y se giró hacia Maureen.

– ¿Quién coño eres?

Maureen se sentía muy cómoda en la oscuridad y se rascó los ojos, porque le picaban.

– Moe, ¿tienes el libro de la asignación familiar de Ann? -susurró Maureen.

– ¿Eres policía?

– No -dijo Maureen-. Sólo soy una amiga de la familia de Jimmy. Mira, Ann murió hace diez días y alguien sigue sacando el dinero del libro. ¿Lo tienes tú?

– Si sólo eres una amiga de Jimmy, no tengo por qué contestarte, ¿no?

– No, Moe, no tienes que hacerlo, pero yo sé lo del libro y sé lo de sus viajes a Glasgow con la bolsa grande, y también sé por qué quieres la Polaroid. ¿Qué crees que debería hacer con esa información?

Arrugó la barbilla y empezó a llorar mientras jugaba con su anillo de casada. Se le sonrosó la cara, como la de Ann. Maureen estaba muy bien en el recibidor oscuro y las frías paredes, pero le temblaban las rodillas.

– Venga, sentémonos -dijo, y llevó a la mujer llorosa al salón.

Moe lloró un buen rato, con la cara escondida entre las manos, y cada vez que se calmaba un poco, la cara de Maureen la hacía volver a llorar.

– Moe -dijo Maureen, tranquilamente-. Tienes una hermana alcohólica que no vive contigo. Viene a visitarte, se va y dos días más tarde denuncias su desaparición. Podía haberse ido a casa y no llamarte, podía estar tirada en algún sitio borracha después de una noche de juerga. Es absurdo que denunciaras su desaparición. -Moe estaba mirando al suelo, frotándose los ojos mojados. Maureen suspiró-. ¿Te importa que fume?

Moe agitó la cabeza. Maureen sacó el paquete y encendió un cigarro. Se echó hacia delante y se agachó para coger el cenicero de debajo de la silla. Lo cogió y lo dejó en el brazo del sillón. Moe la observaba mientras se tranquilizaba.

– ¿Quieres uno? -preguntó Maureen amablemente.

Moe volvió a agitar la cabeza y se puso la mano encima del corazón, entre sollozos, y se giró. Maureen, con una resaca demasiado importante como para discutir con una mujer sobre su enfermedad del corazón, esperó pacientemente a que Moe dejara de llorar. Le ofreció un pañuelo.

– Gracias -dijo Moe, con voz de niña, y levantando la mirada-. ¿Puedo llamar por teléfono?

– No. Quiero que te sientes y que hables conmigo cinco minutos. Luego podrás llamar a quien tú quieras.

Moe se rascó la nariz.

– Pero quiero llamar a mi marido.

– Después.

Moe la miró para ver si hablaba en serio y se encontró con los ojos rojos de Maureen y los nudillos llenos de heridas.

– Vale -dijo, encogiéndose de hombros-. ¿Qué quieres?

– Háblame del libro.

Moe jugueteó con la tela del brazo del sillón.

– Lo tengo yo -dijo-. No creí que tuviera importancia, ahora que Ann está muerta.

– Sí que importa. Significa que no lo reciben los niños. Quémalo.

– Vale. -Moe todavía tenía los últimos síntomas nasales después de llorar.

Maureen dio una calada al cigarro y la miró.

– ¿Te suena un hombre llamado Tam Parlain?

– Claro. Todo el mundo lo conoce. Son los tipos como él los que hacen que vivir por esta zona sea un infierno. Le compran droga y vienen aquí a pincharse.

Maureen dio otra calada al cigarro.

– Sé que Ann pasaba droga -dijo Maureen, pausadamente-. ¿Cuál es su historia, Moe? ¿Por qué te habló de Leslie Findlay, en realidad?

Moe empezó a llorar otra vez, con la cara tapada y jadeando, e intentó hacer una representación aceptable de ella misma la última vez que se había puesto a llorar.

– No, por favor, ya es suficiente -dijo Maureen, en un tono muy apático-. Sé que esto no va en serio, déjalo ya.

Viéndose descubierta, Moe se incorporó, recuperó la compostura, se puso colorada y miró el cigarro de Maureen.

– ¿Me das uno? -dijo.

– Claro. -Maureen le dio un cigarro y se lo encendió, y puso el cenicero en el otro brazo del sillón para que Moe no tuviera que estirarse demasiado al tirar la ceniza-. Ahora cuéntame. ¿Para quién pasaba drogas Ann?

– No lo sé -dijo Moe-. Alguien pagó sus deudas y, a cambio, la obligaron a hacerlo. Sabía que corría peligro, me habló de la foto y me dio la dirección de la casa de acogida para que pudiera decírselo a la policía si le pasaba algo. Estaba muy preocupada por sus hijos… -rompió a llorar, esta vez de verdad-… estaba preocupada por ellos, por si les pasaba algo.

– ¿No sabía que la policía acusaría a Jimmy de pegarla?

– No -dijo Moe-. Pensó que al final se sabría todo.

– Debió haberles dicho la verdad a la gente de la casas de acogida.

– Pero si se lo hubiera dicho, no la habrían dejado quedarse, ¿no? La habrían enviado a la policía y ella no podía ir a la policía.

Moe tenía razón, Ann no podía decírselo. La hubieran echado inmediatamente.

– ¿Por qué le dieron aquella paliza tan brutal? -preguntó Maureen.

– Perdió un paquete entero de droga.

– ¿Lo perdió?

– La atracaron.

– ¿Qué pasa con la Polaroid?

– El hombre de la foto era su novio -dijo Moe-. Iba a protegerla. Me dijo que, si algo iba mal, que hablara con él.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. Me dijo que dejaría una foto y que con eso lo encontraría.

– ¿Y por qué la quieres?

– Sólo quiero saber qué estaba haciendo -dijo Moe, desesperada-. Por qué trabajaba para esos… traficantes. Nuestra familia nunca ha tenido nada que ver con ese mundo. Venimos de una familia decente. ¿Puedo quedarme la foto?

– No -dijo Maureen-. Ya no la tengo pero ese hombre se llama Frank Toner y bebe por esta zona.

– ¿En Streatham?

– No, en Brixton. Coach and Horses.

– Pensaba que vivía en Escocia. ¿Qué pasó con la foto?

– Se la di a un hombre que conocí en un bar.

Moe estaba muy indignada.

– ¿Y por qué se la diste si te la había pedido yo?

– Tuve la sensación de que me mentías, Moe, y no quise dártela.

Maureen apagó el cigarro en el cenicero y, mientras lo hacía, Moe se echó hacia delante y le cogió la mano, apretándosela fuerte, juntando los dedos doloridos de Maureen.

– Siento haberte mentido -dijo, estableciendo un contacto visual deliberado-. No sé en quien confiar. Gracias por ser tan amable conmigo. Nunca lo olvidaré.

Maureen se soltó de la mano de Moe y se levantó.

– Mira, cuídate mucho. Y quema ese libro.

– Lo haré -dijo Moe, insegura-. Lo haré.

– Ahora ya puedes llamar a quien quieras.

Moe acompañó a Maureen hasta la puerta y la cerró por dentro con una doble vuelta de llave.


La luz del sol y el tiempo benigno acentuaban el olor de los cubos de basura y Maureen contuvo el aliento mientras salía corriendo del patio trasero. Recibió otro mensaje por el busca. Lo sacó y vio que Leslie le había dejado el número de un móvil y quería que la llamara urgentemente. Bajó por una calle hasta la estación y pronto llegó a una bonita calle con casas bajas y adosadas, con plantas enredaderas en las paredes y jardines. Encendió un cigarro y caminó despacio. Un coche pasó junto a ella lentamente, frenando al pasar por encima de las líneas, acelerando en los espacios intermedios. Si Moe tenía el libro entonces Ann debió de firmarle los cheques por adelantado. Lo debía de saber, pensó Maureen de repente, debía de saber que iba a morir.

Alguien había destrozado el teléfono de la primera cabina que encontró y no tuvo más opción que ir hasta la estación. Había un grupo de israelíes hebreos que gritaban con un megáfono a una multitud desconcertada, que estaba de pie a un metro de ellos. Se habían construido una pequeña plataforma e iban vestidos con lo que parecía el vestuario antiguo de una obra amateur de Hannibal: cinturones con adornos metalizados, y pantalones metidos dentro de unas botas de piel altas hasta las rodillas. Había dos hombres de pie junto al que hablaba por el megáfono, con los brazos cruzados, mirando por encima de las cabezas de una multitud, numerosa en su imaginación. El hombre que hablaba había mencionado los demonios de la homosexualidad y le pasó el megáfono a su compañero.

– ¡Y morirán por ello! -dijo-. ¡Y morirán por ello!

Maureen llamó al teléfono móvil que le había dado Leslie pero comunicaba.

– ¿Liam?

– ¿Mauri? -gritó-. ¿Cuándo vuelves a casa?

– Liam, me duele un poco la cabeza. No grites, ¿vale?

Un autobús pasó junto a la cabina y entró, por debajo de la puerta, una ráfaga de aire.

– ¿Vuelves a tener resaca? -dijo él, un poco preocupado.

– No, he pillado la gripe o algo así. -Se sintió como Winnie, diciendo una mentira desesperada para encubrir su borrachera-. Creo que me lo ha contagiado alguien del autobús -dijo ella, rebuscando en su interior, y se preguntaba por qué diablos mentía.

– Hutton intentaba hacer negocios por su cuenta -dijo Liam-. Por eso le pegaron.

Tardó un par de minutos en recordar qué interés tenía eso para ella.

– Ah, pero eso es bueno, ¿no crees? -dijo-. Eso quiere decir que Ann no tenía nada que ver con él.

– Posiblemente. Nadie sabe de dónde sacaba la droga. Puede que ella se la subiera para él.

Maureen intentó encontrar algo inteligente que decir pero se quedó en blanco.

– Me va a estallar la cabeza -dijo.

Liam se quedó callado.

– ¿Y por qué has salido a la calle?

– Sarah me echó de su casa por emborracharme y maldecir a Jesús.

– Así que, ¿te has emborrachado estando con la gripe o tienes una gripe con los mismos síntomas que una resaca?

Maureen rió ligeramente, intentando no mover la cabeza ni reír con demasiada fuerza.

– Dios -suspiró-. Me encuentro fatal. Me he hecho daño en la mano.

– Bueno, no deberías beber tanto -dijo Liam-. Me he enterado de que han arrestado a ese tal Jimmy.

– Ya. Oye, Liam, tus amigotes traficantes de Londres, ¿son buena gente?

– Sí, lo suficiente.

– ¿Puedo ir a verlos? Quiero hacerles un par de preguntas.

– No puedo darte su dirección, Mauri. Es una relación confidencial, ya lo sabes.

– Venga, Liam, no eres un cura.

– No se pondrán nada contentos si te envío a su casa. Van con un poco de, ya sabes, de cuidado.

– ¿Puedes llamarles primero y preguntárselo?

– Puede que no estén en casa.

– Vale, puedes decirme si están en casa cuando te vuelva a llamar dentro de un minuto, ¿no?

– No les hará ninguna gracia.

– Te llamaré dentro de veinte minutos, Liam.

Liam se quedó dubitativo y dijo «joder» entre dientes antes de colgar. Maureen echó una ojeada a los carteles porno de la cabina, preguntándose qué pensaban sobre eso los niños que entraban a llamar. Pasó un camión y las tarjetas que había pegadas en el papel más barato salieron volando, agitándose como dedos retorcidos. Los israelíes hebreos seguían lanzando amenazas por el megáfono. Habría dado cualquier cosa por estar en casa antes de que Mark Doyle la hubiera agarrado por el hombro, antes de que Sarah la hubiera llamado borracha.

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