29. Gravilla

James Harris llevaba veinte minutos mirando al suelo. Una vena morada le latía debajo del ojo. Bunyan y Williams estaban de pie a su lado, haciéndole preguntas y esperando respuestas que no llegaban nunca. Las únicas veces que Harris pareció estar vivo fueron las cuatro veces que Alan había bajado, golpeando fuerte la puerta del salón antes de abrirla y entrar. Las primeras dos veces dijo que se había dejado algo y volvió a subir la escalera despacio, con un juguete roto o un bolígrafo. Luego empezó a bajar para llevarles cosas a los pequeños, un zumo y un trozo de pan. Harris se erguía recto cuando el niño entraba en el salón, despertándose, con la espalda recta y metiendo a su hijo mayor en problemas por bajar a salvarlo a él. En el último viaje, Alan se había puesto a llorar en la cocina y no quiso decirle a nadie por qué. Se subió a las rodillas de su padre y no quería bajarse. Williams se llevó a Bunyan al recibidor.

– Llame a la comisaría de Carlisle con el móvil -le susurró-. Dígales que puede que necesitemos una sala de interrogatorio. Intente traer a una asistenta social de urgencias, hábleles de los niños.

Bunyan miró hacia el salón.

– ¿Por qué no dirá nada?

– Dios, no lo sé, pero es obvio que tiene algo que decir, ¿no? -Volvió a entrar en el salón-. Señor Harris, vamos a llamar al departamento de asistencia social para que venga alguien a quedarse un rato con los niños, y nos gustaría llevarlo a la comisaría de Carlisle para interrogarle oficialmente.

Harris se levantó, dejando que Alan se deslizara por sus piernas.

– No -dijo, en voz baja-. No. No lo haga. Por favor.

– Necesitamos que hable con nosotros y no podemos hacerlo aquí con el niño entrando y saliendo.

– Hablaré -suspiró Harris-. Hablaré. Isa se quedará con ellos. Llame a Isa.

Se agachó y levantó el cojín de la silla. Debajo, en el hueco donde deberían estar los muelles, había un montón de cartas y trozos de papel. Harris levantó algunas páginas y encontró un paquete de tabaco abierto con un número escrito a lápiz.

– Este -dijo-. Ella vendrá.

Bunyan se fue al recibidor y llamó a ese número con el móvil, pero no lo cogía nadie. Levantó la mirada. Williams y Harris la estaban observando.

– ¿Conoce a alguien más? -dijo-. ¿Un vecino o a alguien?

– ¿No está?

– No contestan.

Alan se puso de pie en la silla y levantó los brazos.

– La señora Lindsay es una vecina -dijo-. También tiene bebés y le echaré una mano. Además, le gusta cómo dibujo -dijo, sonriendo hacia Williams.

– De acuerdo -dijo Williams-, ¿en qué puerta vive?

– Aquí al lado -dijo Alan, intentando colocarse entre su padre y el policía grande-. Yo iré a llamar a la puerta.

– Quizá debería hacerlo tu padre.

Todos miraron a Harris. Se dirigió a la puerta con la agilidad y la energía de un octogenario dormido.

– Le acompañaré -dijo Williams, intentando parecer de buen humor para no asustar al niño, cogiendo a Harris por el brazo cuando pasó por su lado.

Bunyan los oía en el pasillo, caminando hasta una puerta y llamando, esperando que abrieran. En la calle, alguien gritaba mientras un coche aceleraba furioso. La puerta contigua se abrió con una voz femenina muy áspera. Alan levantó la cara y le sonrió a Bunyan, un grupo de dientes afilados en una carita rosada.

– No me encuentro bien.

– Estás constipado -dijo Bunyan

– ¿Cómo es que una señora es cobrador de deudas?

– ¿Crees que somos cobradores deudas?

– Sí. -Estaba sonriendo, intentando darle lástima.

– Nooo -dijo, y observó cómo le cambiaba el tono de voz-. No somos cobradores, somos policías.

Alan bajó la cara y sus ojos parpadearon hacia la puerta.

– ¿Para qué lo queréis? -dijo deprisa.

– Sólo queremos hablar con tu padre.

El niño parecía aterrado. Sus ojos recorrieron toda la habitación. Si Alan hubiera sido mayor, Bunyan hubiera dicho que estaba buscando una pistola.

– No vais a… -Alan contuvo la respiración-… ¿no lo meteréis en la cárcel, no?

– Sólo vamos a hablar con él, aquí, en casa.

El niño frunció el entrecejo.

– ¿Qué pasará con los pequeños si lo metéis en la cárcel? -dijo, pero Bunyan sabía a qué se refería.

– Estaréis bien -dijo ella-. Sólo vamos a hablar, eso es todo. No tardaremos mucho.

Williams y Harris entraron otra vez en el recibidor. Harris tenía los ojos más rojos que antes: la presión morada debajo del ojo estaba aumentando. Alan echó a correr y cogió a Harris por el muslo.

– Yo me quedaré -dijo-. Con vosotros.

– Cielo, no puedes quedarte -dijo Bunyan.

Alan le sonrió a Williams, asustado y esperanzado.

– Deja que me quede, quiero quedarme con vosotros, podéis hablar conmigo, os diré cosas, os las diré. -Harris intentó separarse al niño de la pierna pero Alan no lo soltaba-. Me quedaré. De todos modos, a la señora Lindsay sólo le gustan los bebés. A mí no me quiere.

Harris puso la mano en la cabeza de su hijo y lo apartó.

– Sube y vístete -le dijo.

Alan retrocedió y lo miró, diciendo entre dientes una serie de palabrotas en voz baja. Se dio la vuelta y subió la escalera corriendo a cuatro patas haciendo mucho ruido.

– Debería de haberles dicho lo de su madre -dijo Williams-. Así es muy difícil para nosotros.

James Harris se apoyó en la pared, con la boca abierta.

– ¿Por qué no se lo ha dicho?

Harris estaba mirando al suelo.

– Yo sólo… no podía -dijo.

Oían a los niños arriba, cantando en voz alta algo parecido a la ópera en un barítono infantil. Se abrió una puerta de golpe, resonando contra la pared y Alan bajó las escaleras con su hermano menor, lo llevaba cogido por debajo de los brazos y caminaba con las piernas abiertas para no pisarlo y hacerle daño. Lo dejó en el suelo cuando llegó al recibidor y el pequeño entró tambaleándose en el salón, apoyándose en las paredes.

– Queda uno -cantó Alan, y volvió a subir la escalera corriendo.

Con lágrimas en los ojos, Harris le puso el gorro al más pequeño y le besó la cara como si no fuera a verlo más.

Bunyan se llevó a Williams a un rincón y señaló el piso de arriba.

– Ese crío se está volviendo loco -dijo muy seria.

– Sólo está preocupado -dijo Williams.

Arriba, se volvió a abrir una puerta de golpe y Alan gritó con su voz ahogada una interpretación del momento culminante de «Ness'un Dorma». Apareció en lo alto de las escaleras con los cordones desabrochados y arrastrando un jersey gris con cuello de pico con una mano y sujetando a su hermano con la otra. Cantaba mientras su hermano bajaba la escalera de una en una, repitiendo sus trozos favoritos hasta que llegaron abajo. Cuando entró en el recibidor estaba sin aliento y se quedó jadeando y mirando a su padre.

– Yo me quedaré -dijo.

– No puedes quedarte -dijo Harris, agachándose y cogiendo en brazos al más pequeño. Al otro lo llevó de la mano-. Venga -dijo, empujando a Alan con las rodillas hasta el pasillo y luego hasta la puerta de la vecina.

La señora Lindsay estaba en la puerta, sujetándola, mientras se fumaba un Super King. Tenía dieciocho años, dos hijos y una voz parecida a la de Orson Welles.

– ¿Cuándo vendrás a buscarlos? -dijo.

Todos miraron a Williams en busca de una respuesta pero él no estaba por la tarea de consolar a nadie.

– No tardaremos demasiado -dijo Bunyan.

– Porque más tarde tengo que salir. Puedo quedarme con ellos hasta las cinco.

– A esa hora ya habremos terminado -dijo Bunyan.

– Gracias, señora Lindsay -dijo Harris y los policías se lo llevaron a su cosa.

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