35. Borracha

Leslie había dormido toda la noche en el sillón. Quería salir de aquella casa helada al menos durante una hora pero no podía controlar a los niños. Estaban muertos de hambre y no había nada de comer en los armarios, sólo pan de molde. Había decidido vestirlos y llevarlos a la cafetería pero Alan había escondido la ropa para que nadie se los llevara.

John, de seis años, estaba jugando tranquilamente con los pequeños, hablándoles e intentando que se pusieran el casco de Leslie, pero como era grande y negro les daba miedo. Se lo puso él para enseñarles que no era nada malo y se sentó delante de ellos, acariciándoles las pequeñas piernas. Alan todavía llevaba el pijama y estaba sentado en la silla de su padre, con las manos encima de los reposabrazos pegajosos, mirando a Leslie como un pequeño genio diabólico.

– Dónde está la ropa, Alan -dijo Leslie, por cuarta vez en quince minutos.

Alan sonrió hacia ella.

– ¿Dónde coño está la ropa? -gritó Leslie, acercando su cara a la del niño.

– Eh, son niños, no puedes hablarles así -dijo Cammy, estirándola por el brazo-. Están muy asustados.

Leslie lo miró fijamente.

– No me levantes la mano.

– No te estoy levantando la mano, Leslie. Sólo te digo que los vas a hacer llorar si les gritas así.

Como si fuera un acto reflejo, Alan se puso a llorar.

– Quiero a mi papá -dijo-. ¿Dónde está mi papá?

John empezó a lloriquear debajo del casco. Los bebés se contagiaron del ambiente y empezaron a chillar.

– ¿Lo ves? -dijo Cammy-. Les has hecho llorar.

Leslie le dio un fuerte golpe en el pecho.

– No, Cameron, tú les has hecho llorar.

Justo en ese momento, se abrió la puerta de casa y apareció Jimmy acompañado por los dos policías. Los niños corrieron hacia él en silencio, tambaleándose y arrastrándose hasta su padre, aferrándose a las piernas y manos de Jimmy, apoyándose los unos en los otros cuando resbalaban. El último en llegar fue John. Como no veía con el casco puesto, se había golpeado contra el marco de la puerta había caído y luego se había levantado. Se agarró al jersey de su padre, estirándolo por un lado, dejando al descubierto el esquelético y amarillento hombro de Jimmy. El padre los calmó con una caricia a cada uno y haciéndolos callar, pero los niños seguían estirando fuerte de él, amarrándolo como a un Zeppelin descarriado.

– Jimmy, ¿dónde está el billete? -dijo el hombre gordo, con cara de cansado. Tenía a Jimmy agarrado por la axila y parecía que tuviera muchas ganas de estamparlo contra la pared-. ¿Está debajo de la silla?

– Sí. -Jimmy parecía agotado.

La mujer rubia levantó el cojín y empezó a buscar entre los papeles.

– Jimmy -dijo Leslie-, ¿cómo es que ya has vuelto? ¿Te han soltado?

– Solo hemos venido a buscar una prueba -dijo Williams-. El señor Harris tomó un avión a Londres la semana que mataron a su mujer.

– Ah, venga ya -dijo Leslie-. ¿De dónde sacaría el dinero para coger un avión a Londres?

Williams levantó una ceja y miró los pantalones de piel de Leslie.

– Siempre hay alguien dispuesto a echar una mano, ¿no? -Sonó su móvil con la melodía de «Los Simpson». Lo cogió con la mano libre-. ¿Diga? -dijo, muy serio, e hizo una pausa para escuchar-. Al habla -dijo y asintió atentamente mientras el otro interlocutor hablaba-. Gracias. Ahora ya lo sabemos. Sí. Heathrow.

Miró a Jimmy y volvió a asentir. Miró a Leslie, puso una expresión de sorprendido y le hizo un gesto a Bunyan para que sujetase a Jimmy. Ella hizo lo que le mandaban y Williams abrió la puerta principal, salió a la galería y cerró.

Bunyan miró a Leslie.

– ¿Cómo se las ha arreglado con los niños toda la noche? ¿Todo bien?

En la galería, Williams se apretó el teléfono a la mejilla.

– Oiga -le dijo al inspector Inness-, ¿puede mirar si Leslie Findlay tiene algún antecedente? Vive en Drumchapel…

– ¿Conduce una moto? -se apresuró a decir Inness.

– Sí.

– ¿Por qué pregunta por ella?

– Parece que está involucrada en este caso. ¿La conoce?

– Todos la conocemos. La investigamos hace un tiempo. Un caso de agresión. Ella y otra mujer. Trabaja en Hogar Seguro, ¿verdad?

– Sí. -Williams miró la puerta de la casa de Harris-. ¿Ha dicho que fue por una agresión? ¿Es violenta?

– Es posible -dijo Inness-. Le dieron una buena paliza a un hombre.

– ¿Hubo juicio?

– No hay pruebas de que fueran ellas, pero le voy a decir una cosa, si lo ha vuelto a hacer este será mi Día Oficial del Inspector.


El bar estaba tranquilo. Los pocos que habían ido al centro de compras desperdiciaban la tarde dando vueltas, perdían el tren y no podían irse a casa. Había dos hombres en una mesa que se reían infelices y bebían algo marrón oscuro. Maureen pensó en cuando Parlain le había pedido la Polaroid. Frank Toner era algo suyo. Puede que Toner se la tuviera jurada. Quizá Parlain estaba buscando una foto de él para identificarlo, ir por ahí enseñándosela a la gente y preguntando. Nada de lo que se le ocurría tenía sentido: Parlain era un paranoico, era difícil que se vengara y, ¿quién había oído alguna vez que los gángsteres se enseñaran fotos entre sí? Ya se conocían todos.

– Aquí tienes -dijo Kilty, dejando un vaso delante de Maureen-. Whisky y lima. Y ahora tranquilízate.

– Sólo me he llevado un buen susto, nada más. -Maureen tomó un trago.

– Fue una locura por tu parte ir allí sola -dijo Kilty-. No conoces la zona.

– ¿Tú vives allí?

– Sí, bueno, en Clapham. Alquilé una habitación en una casa victoriana cerca del parque municipal. Techos altos, con un fuego de los años cincuenta, es preciosa.

– ¿Puedes permitírtelo con el sueldo de una trabajadora social

– No estoy tan bien situada.

– ¿Por qué no vuelves a casa?

– ¿Por qué no dejas de acribillarme a preguntas?

– Lo siento -dijo Maureen-. Es que estoy nerviosa.

– Te dio un buen susto, ¿no?

– Dios, sí. Ni siquiera sé por qué. Es un gilipollas paranoico. Quería una foto que tengo y que podría haberle dado, pero no lo hice.

– ¿Por qué no?

– No lo sé.

– Vamos a fumarnos un cigarro -dijo Kilty, y sacó el segundo cigarro y se sentó en una mesa.

– Joder. -Maureen suspiró con fuerza y giró la cabeza a los dos lados para intentar relajarse un poco-. Menudo susto.

Kilty usó el encendedor de Vik y empezó a sacar nubes de humo por la boca. Maureen la observaba y pensaba que sería un pecado corregirla cuando de repente se acordó de que, en cuatro días, no había llorado ni una sola vez. Aquella tarde se había muerto de miedo pero no había tenido ganas de llorar ni había perdido los nervios. Hacía meses que no pasaba un día sin que se le humedecieran los ojos. Posiblemente, aquel estado no fuera infinito. Se sentó recta, con una sensación extraña y esperanzadora, y encendió un cigarro. Kilty sonrió.

– Bueno -dijo-. Ahora mi recompensa. Cuéntame la historia.

Maureen le habló de Ann y el colchón, de Jimmy y los niños, de la poco probable denuncia de Moe, de la desaparición de Ann, del libro de la asignación familiar y de cómo le agujerearon el culo a Hutton. Continuó hablando mientras la bebida templaba su cuerpo y le habló de los bebés tan delgados, y de Alan en las escaleras, y de los cuatro niños con los pijamas de las Tortugas Ninja. Cuando levantó la mirada, Kilty estaba mirando fijamente su bebida y parecía consternada.

– Por Dios -dijo-. Ya hace diez años de la moda de las Tortugas Ninja.

Siguieron bebiendo. Kilty también odiaba su trabajo. Lo que Maureen había dicho la había inspirado y la noche anterior había estado barajando la posibilidad de mandarlo todo al diablo.

– No voy a intentar salvar el mundo nunca más. A partir de ahora -Kilty apoyó los dedos en la mesa para enfatizar más lo que decía-, yo me ocupo de mi jardín. Y tú te ocupas del tuyo.

– Creo que en mi caso es más fácil salvar el mundo.

– ¿Por qué?

– Porque mi jardín está lleno de búfalos borrachos.

Kilty inclinó la cabeza y sonrió irónicamente.

– ¿De veras? -dijo, como si lo hubiera entendido-. Bueno, entonces, ¿qué quieres?

– Quiero rodearme de cosas bonitas -dijo Maureen-, y quiero un buen hombre con quien reír. Y quiero estar alegre.

– ¿Y crees que haciendo justicia por esta llanura terrenal vas a conseguirlo?

– Todo el mundo quiere un final feliz, ¿no? Es el principal deseo humano. -Maureen pensó en Sarah deambulando por la gigantesca casa con todos los fantasmas sifilíticos-. Eso es lo que atrae a los descarriados de la política y la religión, ¿no crees?

Kilty sonrió.

– Creía que lo único que les gustaba era subir y bajar de los minibuses.

– No, pero, ya sabes, lo religiosos devotos nunca son unos campistas felices, ¿no? Me apuesto lo que sea a que tu Departamento de Asistencia Social está lleno de historias tristes.

– Posiblemente tengas razón -dijo Kilty, apagando el cigarro cuando se había fumado la mitad-. Jamás me las contarían. Soy la chica más afortunada del mundo. Mi madre es una maravilla y mi padre es totalmente encantador. La única razón por la que estoy en Londres es evitar un buen matrimonio con un abogado gordo.

– ¿En serio?

– Sí. Están desesperados por que yo consolide su estatus social. Es algo común entre los nuevos ricos inmigrantes.

– Pero ¿tú no quieres?

– Claro que no -dijo, con un aire despectivo-. Tengo cosas mejores que hacer con mi vida que elegir cortinas de flores en Jenner's.

Kilty bebió un trago y Maureen se dio cuenta de dónde era. Detectó la huella del colegio privado en su acento. Se sentía atraída por cómo Kilty aceptaba tranquilamente todo lo que la rodeaba, como si nadie hubiera representado nunca una amenaza real y todo el mundo fuera interesante. A ella le gustaría poder sentirse así. Todos los que ella conocía eran unos desgraciados. Kilty se apoyó en la mesa.

– Verás, en esta zona, venir de una buena familia está muy bien visto.

– Pero ¿en Escocia?

– La gente amable no habla contigo. Creen, con bastante razón, que has recibido una parte más grande del pastel.

– ¿Y trabajar como asistenta social es tu castigo?

– El catolicismo planea sobre tu cabeza como una mortaja, Maureen O'Donnell.

Siguieron bebiendo, despacio, disfrutando de la compañía mutua, a veces miraban la televisión, sentadas tranquilamente la una junto a la otra. Se fueron a otro bar cuando unos chicos ridiculamente jóvenes intentaron acercarse para hablar con ellas, metieron la bolsa de plástico de la compra de Kilty en la bolsa de ciclista de Maureen y se fueron. Cuando estaban en el tercer bar, Kilty ya pedía una limonada entre cada vaso de alcohol para no desmayarse y hablaba arrastrando las palabras. Hicieron planes alocados juntas. Kilty volvería a casa y viviría en casa de Maureen durante un tiempo. No podía volver con sus amigos, la harían pasarse el día montando a caballo y acudiendo a fiestas espantosas. Volvería a casa e intentaría ser artista, y dijo que Maureen debería dejar los búfalos fuera del jardín. Durante todo el camino a Brixton cantó Don't Fence Me In en una octava demasiado alta. El taxista se alegró cuando bajaron del coche. Las dejó delante del Coach and Horses antes de que pudieran considerar cualquier otra opción.

– Será divertido -dijo Maureen, mientras tardaba siglos en encontrar el dinero exacto para pagar el taxi-. Venga.

– Será muchas cosas -dijo Kilty, muy seria, sin vocalizar-, pero no divertido.

El Coach and Horses estaba espeluznantemente tranquilo. No había ninguna intención de hacer relaciones, no había grupos hablando entre ellos, nadie hacía ningún esfuerzo por disfrazar la tarea de beber. El camarero que le había hablado de ella a Parlain no estaba. Respiró hondo y llevó a Kilty hacia la sala de la izquierda, la de los bebedores empedernidos. Se fueron a la barra y Maureen pidió un whisky triple con lima y hielo.

– Yo tomaré lo mismo -dijo Kilty.

El camarero les llenó el vaso sin preguntarles si estaban seguras de que querían un triple y Maureen sabía que estaba bebiendo en un bar a su medida. La mayoría de la clientela eran hombres y, aunque era extraño por la zona donde estaban, casi todos eran blancos. Se oían acentos escoceses, de la costa este y oeste, algunos más abiertos, otros más cerrados. Las pocas mujeres que había en el local tenían pinta de yonquis muy tristes, llevaban ropa que se habían encontrado por ahí, se paseaban ausentes por el bar, mirando a su alrededor como si esperaran que alguien viniera y se las llevara. Ann pertenecía a ese grupo de gente sin rumbo.

– Dios -murmuró Kilty-, es un antro de mala muerte.

Maureen vio a un hombre y a una mujer sentados en una mesa al otro lado de la sala. Los reconoció a los dos y el hombre la estaba mirando. Tenía una cerveza en la mano. La mesa aparecía y desaparecía detrás de una niebla de borrachos. Maureen intentaba acordarse de qué los conocía cuando la puerta del servicio de mujeres se abrió. Una mujer se quedó de pie delante de la puerta, balanceándose ligeramente y secándose las manos en los vaqueros lavados a la piedra. Era la mujer que había salido del edificio de Tam Parlain; todavía llevaba la camiseta de Las Vegas. Lentamente, se abrió camino hasta Kilty y Maureen y se sentó en un taburete, concentrándose en la difícil tarea de apoyarse en la barra, con la cabeza colgándole del delgado cuello. Con los ojos cerrados, levantó la pierna y se subió los pantalones hasta la pantorrilla, se rascó una mancha que tenía detrás de la rodilla, pasando las uñas rotas por encima de la úlcera en carne viva. Era una úlcera de nacimiento, una marca infectada.

– Joder -dijo Kilty, hablando con la boca pegada al pelo de Maureen-. Lo siento. No puedo quedarme aquí. Vamonos.

– No -dijo Maureen-, quiero ver a alguien.

– Venga. Quédate a dormir en mi casa.

– No.

Ceremonialmente, Kilty le dio el paquete de tabaco que había traído para ella.

– Devuélvemelo mañana.

Golpeó por accidente a Maureen en un pecho, giró bruscamente su cuerpo de mujer rana y se fue hasta la puerta. Dos minutos más tarde volvió con su número de teléfono escrito en un papel y lo metió en el bolsillo del abrigo de Maureen.

– Mañana -repitió, y se fue.

Era más tarde, el bar estaba más lleno y Maureen más acalorada. Bebió un trago del whisky con lima. Se sentía superior a los demás y se preguntaba cómo podían aguantar aquello. Venía de una familia rota, su vida había sido un asco, pero en el Coach and Horses se sentía como la Lisa Marie Presley esa. Fue al baño y descubrió de dónde procedía aquel fuerte olor a limón. Había un cristal roto, al que le faltaba el marco, colgado en una pared llena de manchas. Pasó de largo en el primer cubículo porque alguien había escrito una «T» en la pared con sangre de la menstruación. En el segundo cubículo la taza estaba rota y no había papel.

Estaba muy borracha, apoyada en la barra, sin preocuparse porque su abrigo caro estuviera encima de aquella superficie tan pegajosa. Escuchó una melodía detrás de ella que sonó y sonó hasta que se apagó. Vio a la pareja de la mesa otra vez y estaba concentrándose para recordar de qué los conocía cuando se giró y vio a Frank Toner que entraba por la puerta. La gente se hizo a un lado. Era más bajo y fornido de lo que parecía en la Polaroid y se movía como un boxeador retirado. Detrás de él estaba la asombrosa mujer de Las Vegas que antes se había sentado en la barra. Maureen no la había visto salir. Ahora desprendía más brillo, estaba más feliz y ligera, dispuesta a reírse y a dar y a recibir. Los dos fueron hacia la barra y Maureen se acercó a ellos, haciendo un gesto con la cabeza a la mujer. La mujer reconoció a Maureen de alguna parte y le devolvió el gesto.

– ¿Cómo estás? -dijo Maureen-. ¿Mejor?

– Ah, sí -dijo ella, como si se acordara-. Mucho mejor. Ya estoy bien.

Hablaba de manera fina. Quizás alguna vez había sido modelo. Tenía la cara tan delgada como las de los cuadros de Modigliani; tenía el pelo grueso y de color castaño oscuro con un brillo caoba natural. Se movía con gracia, pasando el peso de una pierna a la otra, balanceando las caderas. Quizás era joven, las arrugas en la frente y debajo de los ojos eran prematuras; el resto de la piel era suave y firme. Frank Toner miró a Maureen y Maureen la saludó con la cabeza.

– Venga -sonrió Maureen-, dejad que os invite a una copa.

– ¿Por qué coño iba a aceptar que me invites a una copa? -dijo él, con un fuerte acento del sur de Londres.

De repente, Maureen se dio cuenta que estaba demasiado borracha para discutirlo.

– Olvídalo -dijo, y se giró hacia la barra-, no importa -dijo, para poner punto final a la conversación.

Toner hizo saber a todos que el día que aceptara una copa de una mierda de escocesa, sería el día de su jubilación. Pidió sus bebidas y le dijo al camarero que le sirviera otra a Maureen, y añadió en broma, que no quería tirársela. Soltó una carcajada como un niño estúpido y el grupo de aduladores que estaba cerca de él también se rió.

– No quiero tu bebida -dijo Maureen, tranquilamente, sintiéndose como un vaquero desafiador. Todo el mundo la ignoró. El camarero le puso el vaso entre las manos-. No la quiero -dijo ella.

Él la miró como un maníaco y empujó el vaso hacia ella.

– Limítese a bebérselo -dijo-. Ahórrenos los problemas.

Maureen no iba a bebérsela pero al final lo hizo porque la tenía delante y porque tardaban mucho en servirle. Estaba jugando con el encendedor de Vik y quería girarse y prenderle fuego al abrigo de Toner por la espalda.

La mujer delgada se le acercó.

– ¿Estás bien? -dijo, sonriendo, más afable, como una mujer completamente distinta.

Habían insultado a Maureen y ella estaba intentado reparar el daño con la ternura de una mujer que había conocido la humillación en sus propias carnes y que quería aliviar el dolor de los demás.

– Maureen.

– Elizabeth.

Se oyeron unas risas que venían de la mesa del rincón. Maureen señaló a Frank con la cabeza.

– ¿Es tu novio?

Elizabeth miró para ver a quién se refería Maureen.

– Oh… no… no te había visto antes por aquí.

– Estoy buscando a una amiga mía. ¿Conocías a una Ann que venía a beber aquí?

Elizabeth dibujó una sonrisa forzada en su cara.

– Ann. En realidad, no bebía aquí.

– ¿No?

– No. -Elizabeth estaba apoyada en una pierna y se miraba las manos hinchadas. La piel gruesa estaba llena de marcas, era roja y brillante en los nudillos, en los pliegues y alrededor de la vena que se trifurcaba en la mano.

– Ann bebía en muchos sitios.

– ¿Tu siempre vienes aquí?

– Sí -Elizabeth se relajó un poco, ahora que no hablaban de Ann-. Está bien.

– ¿Ah, sí? -preguntó Maureen, para ver si tenía sentido del humor.

Elizabeth sonrió, había captado la broma.

– Parece un tugurio de mala muerte -dijo-, pero todos son buena gente. -Saludó con la cabeza a los borrachos y vagabundos que estaban allí-. Son buenos. Cuidamos los unos de los otros, ¿sabes?

Elizabeth no mentía. Realmente creía que deambular por el Coach and Horses era un estilo de vida.

– ¿Cómo os cuidáis? -preguntó Maureen, curiosa por escuchar qué justificación le daba y deseosa de que le diera una.

– Hum… -dijo Elizabeth, con la mente completamente en blanco-. Hacemos muchas cosas… -No se le ocurría ninguna-. Cosillas.

Maureen se imaginó que seguramente Elizabeth hacía muchas cosillas y que las cobraba todas.

– Sí -dijo Elizabeth, perdiendo un poco el hilo-. Eres escocesa -dijo, de repente, sonriendo-. Me gusta Escocia.

– ¿Oh? -dijo Maureen-. ¿Has estado allí alguna vez?

– Sí, voy algunas veces -dijo Elizabeth, que no recordaba ningún momento triste ni alegre-. Ahora ya no, pero solía ir.

– ¿En tren?

– A veces. -Empezaba a ser imprecisa, sin dar detalles.

– A Ann la asesinaron -dijo Maureen.

– Lo sé -dijo, volviendo en sí-. Lo sé.

– ¿La conocías bien?

– No demasiado. -Elizabeth sonrió nerviosa-. No sé nada de eso…

Volvió a mezclarse entre la multitud. Maureen había perdido los cigarros. Levantó la mirada y vio a la pareja de la mesa. Maureen lo miró a él. Era un hombre grande, bastante fornido para estar entre los escuálidos borrachos. Estaba enfadada con él pero no recordaba por qué. No podía identificar a ninguno de los dos, pero la mujer le era especialmente familiar. Le dio vueltas. Estaba segura de que la conocía de algún sitio y, de repente, le vino a la cabeza: era Tonsa.

Tonsa era una mujer de mediana edad muy elegante con mechas rubias en el pelo. Siempre iba muy bien vestida con ropa de diseñadores aburguesados. Liam la conocía porque era camello profesional, subía y bajaba de Glasgow una vez al mes. Una vez, en Glasgow, se la habían presentado a Maureen. Los ojos eran los que la delataban: estaban en blanco. Liam decía que podías acudir a ella con una aguja clavada en cada mano y que ni parpadearía, por eso era tan buena en su trabajo. Tonsa casi consiguió, unos meses atrás, que arrestaran a Liam: sin ningún motivo, le contó a la policía que le había pegado, pero se retractó en el último momento. Maureen cruzó la sala hasta donde estaban ellos.

– Hola -dijo, sentándose con torpeza en una silla-. ¿Te acuerdas de mí? -dijo, golpeando a Tonsa en el brazo-. Tonsa, Tonsa, ¿no te acuerdas de mí?, ¿de mi hermano, Liam? Él nos presentó.

Tonsa ignoró a Maureen y estiró los puños de su abrigo Burberry, haciéndose la despistada.

Maureen miró al hombre. Él se reclinó en la silla.

– ¿Qué haces aquí? -dijo él.

Era escocés y Maureen sabía que lo conocía de Escocia.

– Bueno, darme una vuelta. -Quería pegarle fuerte pero no recordaba por qué. Todavía había un grupo de gen-te alrededor de Frank Toner-. ¿Ves a ese tío calvo de ahí?

Él la miró fijamente.

– ¿Qué pasa con él?

Maureen agitó la cabeza, pensó que quizá lo había conocido un día y lo había olvidado.

– ¿Qué le pasa?

– No te preocupes por él.

Tonsa, que no había reconocido a Maureen, se levantó y se fue. Maureen miró al hombre y recordó por qué lo odiaba tanto, por qué estaba tan enfadada con él, por qué era Michael. Era Mark Doyle.

– Tú -dijo ella en voz alta, apoyándose en la mesa-. ¿Quién mató a Pauline?

Mark Doyle se inclinó hacia delante, de repente, la cara rojiza con marcas de granos había resucitado y estaba viva.

– Te voy a partir la cara. Lárgate de aquí.

Maureen estaba demasiado borracha. Parpadeó ante sus palabras. Mark Doyle hizo sobresalir la mandíbula, como si pudiera recibir un puñetazo sin inmutarse.

– No quiero problemas -dijo ella, consternada ante su propia embriaguez-. Sólo estoy tomando algo.

Doyle estaba de pie, tenía a Maureen cogida por los hombros, le estaba clavando los dedos en la carne blanda que había entre los huesos, haciendo que Maureen estuviera a punto de desmayarse y que no pudiera respirar. La levantó.

– Lárgate -gruñó, mientras la levantaba y la llevaba hasta la puerta-. Lárgate.

Todo el mundo observaba cómo la levantaba con una caricia aparentemente amable en el codo, y cómo ella estaba casi llorando de dolor. Mark Doyle abrió la puerta del bar y la tiró a la calle. Maureen no cayó al suelo, sólo se tambaleó un poco hacia delante, apoyó los nudillos en el suelo y fue a parar encima de una pareja que pasaba por allí, a los que casi tira a la carretera.

– Ahí -dijo Doyle-, y no vuelvas a entrar.


Sarah no estaba nada contenta de verla. Llevaba el pijama y le repitió a Maureen una y otra vez que era la una y media y que ella tenía que madrugar para ir a trabajar. Maureen se sentó en la cama mientras Sarah le gritaba que no podía quedarse allí, ni un día más, nunca más. Se estiró en la cama sin desvestirse y se prometió a sí misma no volver a beber tanto nunca más. Se puso la mano ensangrentada encima del pecho y la voz de Sarah sonaba como música de fondo, mientras empezaba un baile de hojas griegas sobre su cabeza y Michael rondaba por el baño negro.

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