46. Las dos bien jodidas

El avión despegó del aeropuerto de Glasgow, haciendo que Maureen se hundiera en su asiento. Un niño que había en la fila de delante se puso nervioso y se desabrochó el cinturón, se puso de pie encima del asiento y gritó de felicidad. La madre, histérica, lo agarró de la pierna y lo sentó, moviendo la cabeza para pedir disculpas a la azafata que iba hacia ellos por el pasillo dispuesta a acabar con la alegría aérea del niño.

Al cabo de pocos minutos estaban pestañeando por la luz resplandeciente del sol y mirando por las ventanillas el paisaje blanco que tenían debajo. El vuelo duró una hora y diez minutos pero se les hizo mucho más corto. Las azafatas empezaron a repartir bebidas y frutos secos, a continuación distribuyeron una frugal comida y terminaron con los cafés y tés. Para cuando los pasajeros habían dejado de quejarse de que su vecino tenía algo en la bandeja que ellos no tenían, el avión ya había empezado a descender. El piloto realizó un aterrizaje rápido y el avión se detuvo. Los pasajeros se levantaron, invadiendo los pasillos y estirando las doloridas rodillas después de tenerlas pegadas al asiento de delante durante más de una hora, y esperaron para poder salir. En el exterior, estaba cayendo una lluvia muy fina.

Cuando pisó la moqueta de Heathrow, a Maureen se le ocurrió que la mujer del mostrador podía estar ahí, en algún sitio, esperándola para mandarla a la mierda. Caminó con la cabeza baja y se dirigió a toda prisa al tren del aeropuerto. Aquel día, la amplia plataforma plateada estaba más tranquila y el tren estaba en la vía. Se subió y se sentó, cerró los ojos para aliviar el dolor de cuello. Vio la torre de Ruchill ardiendo por encima del hombro de Inness y fue todo el camino hasta Londres con una sonrisa en la boca, sintiéndose como Kilty en el bufete de abogados.

El tren entró en la estación de Paddington y los sonidos y el olor de la ciudad la hicieron volver a la realidad. Mientras iba a la estación de metro se le metió en la cabeza la descabellada idea de que la ciudad le había tendido una trampa para hacerla volver y que esta vez no lograría escapar. Sin embargo, nadie le había tendido ninguna trampa. Sabía que estaba en lo cierto. Estaba segura.

Cogió un taxi en la estación de Victoria. Nadie debía verla por Brixton, ahora no, y durante el trayecto tuvo tiempo de pensar qué iba a decir. Se echó el pelo hacia atrás y se lo recogió en una cola baja para evitar que la reconocieran fácilmente.


En Dumbarton Court se oían los ecos de los niños jugando antes de la hora del té. Había un grupo de adolescentes sentados en la puerta del edificio, dando patadas a las piedras del suelo y haciéndose los interesantes. Había un par de chicos jugando a fútbol contra una pared. Maureen pasó por delante de ellos y se fue directa al piso de Moe, subiendo la escalera de dos en dos, con el corazón agotado latiendo a mil por hora cuando llegó frente a la puerta. Esperó hasta que hubo recuperado el aliento y golpeó suavemente la puerta, intentando sonar como una visita informal. Se giró, cabizbaja para que Moe sólo pudiera verle la nuca por la mirilla. La puerta crujió mientras se abría un poco y Moe le dijo:

– ¿Hola?

Maureen se giró deprisa y metió el pie en el espacio entre la puerta y el marco.

– Moe, déjame entrar, tengo que hablar contigo, Toner lo sabe.

Adivinaba por la expresión de los ojos de Moe que lo que quería era cerrarle la puerta en la cara, apretarle el pie tan fuerte que no pudiera aguantar el dolor, pero los remordimientos no le dejaban hacerlo.

– ¿De qué estás hablando? -dijo Moe.

– Está en peligro.

Moe echó un vistazo al rellano. Dejó entrar a Maureen, cerró la puerta y volvió a mirar por la mirilla, asegurándose que Maureen había ido sola. Se giró y frunció la boca, tocándose los labios con la mano.

– ¿Qué pasa? Creí que estabas de parte de Jimmy.

– Maldita zorra mentirosa -dijo ella-. Lo iban a meter en la cárcel y los niños se hubieran quedado con los asistentes sociales para siempre. ¿No te importa en absoluto lo que les suceda a ellos?

Moe tenía los ojos húmedos y cristalinos.

– Lágrimas, otra vez, no, por favor. ¡Tuviste una oportunidad! -Maureen gritaba, tan alto como le permitía la garganta, y observó que Moe parpadeaba, mirando hacia el techo. Puede que algún amable vecino oyera los gritos y bajara a ayudar a la pobre señora Akitza-. Tuviste una oportunidad, joder -repitió, más tranquila.

Moe retrocedió y miró a Maureen de arriba abajo.

– ¿Y a ti qué coño te importa todo esto? -dijo.

– ¿Dónde está?

Moe se cruzó de brazos.

– No sé de qué me hablas.

– ¿En el West Country?

Moe se estremeció.

– Por el amor de Dios -dijo Maureen-, es el lugar más obvio para esconderse, lejos de Londres y de Glasgow. Hay mucho tráfico de drogas allí abajo. El West Country está empezando en este negocio.

– ¿Y adonde más podía ir?

– A otro sitio, no sé, cualquier otro lugar.

El recibidor estaba muy oscuro, la luz que entraba por la ventana del salón apenas iluminaba la penumbra.

– Si dices algo, matarán a los niños -dijo Moe, mirando a Maureen, defendiéndose.

– ¿De quién fue la idea?

Moe movió un pie, observándolo mientras tocaba una arruga en la alfombra. Se lo estaba pensando. Calculaba qué perdería si hablaba. Maureen la miró, con la lengua contra la mejilla, recorriendo los límites del corte.

– ¿Fue tuya, verdad? -dijo-. Y Tam estuvo de acuerdo en seguir adelante con la farsa. ¿Le pagaste o te lo estás tirando?

Moe, de repente, se volvió una mujer tímida.

– Soy una mujer casada -dijo.

– Sí, con el hombre invisible -dijo Maureen-. El señor Akitza se fue hace mucho tiempo, ¿no?

Moe cambió el peso de pierna, incómoda.

– Tú le diste el número de mi busca a Tam, ¿no es cierto? Y le dijiste que yo tenía la Polaroid. ¿También iba a matarme a mí?

– Es mi hermana pequeña -murmuró-. No podía abandonarla. Es mi herma na.

– ¿Quién era?

– ¿La chica que murió?

– Sí. La yonqui.

Moe se encogió de hombros.

– Alguien.

– Y le cortasteis las piernas y le quemasteis los pies y las manos para esconder las marcas de los pinchazos porque todos sabían que Ann sólo era una borracha.

– Yo no -dijo Moe, agitando la cabeza, indignada-. Yo nunca le toqué ni un pelo.

– ¿Quién le destrozó la cara antes de que llegaran los demás?

– Yo no -dijo Moe.

– ¿Tú no hiciste nada, no, Moe? Era la hija de alguien, por el amor de Dios. También debía de tener hijos porque si no habrían descubierto que no era Ann cuando le hicieron la autopsia.

Moe dijo algo entre dientes y cruzó el recibidor hacia el salón. Había estado sentada en la oscuridad. El anochecer azul se abalanzaba sobre la ventana y había un cigarro encendido en el cenicero. Moe se agachó y lo cogió. Le dio una calada.

– Iban a matar a los niños -dijo Moe, parpadeando en la oscuridad-. Los habrían matado uno a uno. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

– ¿Y qué pasa con la mujer que murió? ¿Al menos sabes cómo se llamaba?

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

– Matasteis a una pobre desgraciada. Sois unos animales.

– Se estaba matando ella misma.

– Sois unos animales. ¿Alguna vez os parasteis a pensar cómo les afectaría a los hijos de Ann? Ellos creen que su madre está muerta. Creen que la mataron y la tiraron al río. Les han dicho que a lo mejor fue su padre y se pasarán toda la vida preguntándose si lo hizo o no, no se les olvidará jamás. ¿Alguno de vosotros se paró a pensar en eso?

Moe se mordió el labio.

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer? -susurró.

Maureen no lo sabía. No sabía qué otra cosa podían hacer.

– Me mentiste -dijo Maureen-. Dos veces.

Moe, en un ataque de furia, se giró y le pegó a Maureen en el brazo.

– ¿Y tú quién coño te crees que eres? -dijo, enfadada-. ¿Una parte involucrada? ¿Iban a matar a mi hermana, iban a matar a sus cuatro hijos y encima te atreves a decirme que te mentí? Niñata desgraciada.

Maureen retrocedió y se apoyó en la pared para alejarse de ella. Moe estaba temblando mientras daba otra calada al cigarro.

– ¿Qué va a pasar ahora? -dijo.

– Posiblemente, soltarán a Jimmy -dijo Maureen-. Ya sabes que han acusado a Tam y a un grupo de gente. Puede que mencionen a Ann, puede que confiesen.

– Tam no dirá nada. Toner lo mataría si se enterara -dijo-. Me alegro de que Jimmy esté bien.

– Vete a la mierda, te importa un carajo lo que le pase -dijo Maureen, con rencor.

– Escúchame bien -dijo Moe, con los ojos entrecerrados-. Jimmy me cae bien. Me cae mejor que mi hermana. Antes de su boda, lo cogí y le dije: «Jimmy, es una borracha. Ten cuidado». Lo hice. Mira si me preocupo por él. Lo avisé.

– Bueno, eso debió de poner la nota feliz al inicio del nuevo matrimonio. ¿Ann sabía que Leslie Findlay era la prima de Jimmy?

– No -dijo Moe-. Si lo hubiera sabido, la habría dejado al margen de todo este asunto. Sólo quería que Findlay le dijera a la policía que ella había estado en la casa de acogida, que él la había pegado y que les enseñara las fotografías del Comité de Compensación Criminal. Dijo que era una feminista extremista. Se aseguraría de que lo detuvieran…

Se quedaron las dos en el salón, a oscuras, incapaces de encontrar ninguna solución.

– Pero no lo hizo porque él era su primo -asintió Maureen-. La mujer que matasteis…

– Yo no -insistió Moe-. Yo no.

– También era familia de alguien.

– Sí -dijo Moe, desafiándola-. Pero no mía.

Maureen se metió las manos en los bolsillos. Moe no lo sabía. No sabía lo que él le había hecho.

– ¿Tú crees que Tam mató a aquella chica por ti, verdad? Para proteger a tu hermana.

Moe se cruzó de brazos, mirando al suelo.

– Moe -dijo Maureen, pausadamente-. ¿Sabías que el tipo que le pegó la paliza y le robó la bolsa se llamaba Neil Hutton?

Moe parecía nerviosa. Sabía que algo se le venía encima pero no se imaginaba qué podía ser.

– No -dijo, al final, cambiando el peso de pierna-. No lo sabía.

– A Hutton le pegaron un tiro por traficar por su cuenta, ¿lo sabías?

Moe frunció el ceño.

– No -dijo, más tranquila-. Tampoco lo sabía.

– ¿Tam no te lo dijo?

Moe estaba asustada.

– Bueno -dijo Maureen, caminando hacia el recibidor y la puerta-, eso estuvo muy mal por parte de Tam porque él lo sabía. Debió decírtelo, ¿no crees?

Moe la siguió hasta el recibidor, confundida y ansiosa por oír el resto de la historia.

– ¿Cómo crees que Hutton supo que Ann estaría en Knutsford aquella noche? La novia de Hutton era una sosa llamada Maxine Parlain.

La expresión de Moe no cambió pero, en cambio, movió la cara hacia un lado, y así parecía más vulnerable y vieja.

– Maxine es la hermana pequeña de Tam. -Maureen hizo una pausa-. ¿Qué crees que hubiera hecho Toner si lo hubiera sabido? Si hubiera hablado con Ann, lo habría descubierto. Ella podía describirlo porque lo conocía y Toner lo hubiera reconocido. Hubiera sabido que fue Tam quien le dijo a Hutton dónde estaría Ann. Sabría que Tam lo había planeado todo.

Moe tenía los ojos rojos y Maureen vio algo que le pareció sangre en el labio.

– Si Ann se acerca alguna vez a Jimmy o a los niños, yo misma la mataré. Díselo. Y, por favor, dile que deje de cobrar el dinero de la asignación de los niños. -Maureen abrió el pestillo y la puerta-. Os jodio a las dos bien jodidas, ¿eh?


Maureen se fue por Brixton Hill. Se giró, caminando hacia atrás y observando las luces de la calle. Ya estaba oscuro y las luces ámbar de los semáforos parpadeaban. Se marchaba, se iba a casa, y ni las horribles calles ni los asquerosos edificios ni los hombres en los bares ni los hambrientos indigentes podían hacer que se quedara. Paró a un taxi.

– A Heathrow -dijo-. ¿Podemos llegar a las siete?

– Puedo llegar a las seis y media.

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