47. Jimmy, Jimmy

No sabía. Le había dando vueltas durante días. Pensaba que ya lo había decidido al llegar a casa. Le contaría a Jimmy que Ann estaba viva porque le parecía mal saberlo y no decírselo. Sin embargo ahora, en aquel ascensor orinado, había vuelto a cambiar de opinión. Recordó lo que Angus le dijo de la sangre y cómo aquella información la había perseguido durante meses. Jimmy y los niños empezaban a estabilizar sus vidas. Si se lo decía, puede que Jimmy fuera a buscarla, y Ann podría acabar acusada de asesinato junto con Tam y los otros. Sin embargo, como mínimo los niños tendrían una madre, y una madre en la cárcel sigue siendo una madre. No sabía.

Alan abrió la puerta, pero ya no jugaba a ser la víctima. Abrió la puerta firmemente, sacó la cabeza y la miró.

– ¿Qué quieres? -dijo, al cabo de un rato.

Quería decirle algo desagradable, llamarle la atención sobre sus modales o algo así, pero no tuvo valor.

– ¿Por qué llevas eso en el cuello? -dijo, mirándole el collarín.

– Me caí. ¿Está tu padre? -dijo ella.

– Sí -dijo, pero no se inmutó.

– Alan, hijo, ser maleducado no tiene nada de interesante. Ve a buscar a tu padre.

Alan miró hacia un lado, escuchando los ruidos del salón, y volvió a apretar la puerta contra su cara.

– Papá está ocupado -dijo, tranquilamente.

– Hey -Jimmy gritaba desde el salón-, ¿hay alguien en la puerta?

Alan suspiró y miró los pies de Maureen, enfadado, antes de abrir la puerta y volver a entrar en casa. Maureen escuchó que murmuraba algo mientras abría la puerta.

Jimmy estaba sentado en la silla grande, poniéndoles el pijama a los más pequeños.

– Ah -sonrió-, eres tú. Hola.

– Hola, hola a todos -dijo ella, y los niños sonrieron como si fuera Navidad y se les hubiera aparecido Papá Noel.

Jimmy dejó los jerséis y pasó por encima de las personitas que rodeaban la silla, caminó hasta Maureen con una gran sonrisa en la cara. A medida que se iba acercando, ella vio que estaba indeciso. No sabía si abrazarla o darle un beso o qué hacer. La cogió por los hombros, se puso de puntillas para superar la barrera del collarín y le dio un beso puro y casto en la mejilla.

Ella entró y lo primero que le llamó la atención fue la temperatura cálida.

– Guau -dijo, quitándose el sombrero-. ¡Qué calentito que se está aquí!

Jimmy señaló la estufa de gas que había en medio del salón. Estaba funcionando al máximo y los pequeños estaban mirando las llamas naranjas, hipnotizados como si fuera una televisión.

– ¿Qué te parece? -dijo Jimmy, sonriendo.

– Muy bien -dijo ella-. ¿De dónde la has sacado?

Jimmy movió la cabeza hacia el recibidor.

– Con el dinero que llegó por debajo de la puerta -dijo, un poco avergonzado.

– ¿Ahora cobráis por entrar, no? -dijo ella, mirando a Alan, que estaba de pie en la puerta de la cocina comiéndose un bocadillo de margarina. Le hizo un gesto con la cabeza-. ¿Todo bien, chico?

Alan parecía enfadado. Salió corriendo, pasó por su lado y subió trotando las escaleras, dejando a Jimmy moviendo la cabeza, exasperado.

– Ese mocoso -murmuró. La miró-. Se lo he dicho mil veces, te lo debemos todo a ti y a Isa y a Leslie, y aun así no se porta bien.

– Pero no nos lo debes, Jimmy, en serio. Tú eres el que hace el trabajo más duro.

Aunque parecía que no se habían movido, los bebés se habían acercado quién sabe cómo hasta el fuego. Era obvio que su padre les había dicho que no se acercaran; miraban las piernas de Jimmy por el rabillo del ojo, con la espalda recta, muy pícaros. Maureen los señaló y Jimmy se giró.

– Ni un paso más -dijo, despacio y amenazador, con la mano encima de la cabeza.

Los bebés retrocedieron, riendo y con los ojos fijos en las alegres llamas mientras se agarraban al sillón. Maureen le dijo a Jimmy que los acabara de vestir y le preguntó si le importaba si subía a hablar con Alan. Jimmy se encogió de hombros.

– No está muy ordenado -dijo.

Ella subió por la estrecha escalera hasta el frío descansillo. La puerta del lavabo estaba medio abierta. Se oía el goteo de un grifo y el aire estaba invadido por un olor a moho enfermizamente dulce. En la puerta había una pegatina de Radio One y se veía luz por debajo. Maureen llamó a la puerta. Alan le dijo que no podía entrar pero ella abrió la puerta y le dijo que había subido hasta allí para ver su habitación. Él no contestó. En la puerta se mezclaban el olor a pipí de bebés y el olor a moho. Abrió un poco la puerta y miró en el interior. Había dos camas literas sin hacer, una a cada lado de la habitación, dejando entre ellas un escaso espacio de cincuenta centímetros. El pasillo estaba lleno de zapatos y ropa, juguetes de segunda mano rotos y restos de mantas viejas. Alan estaba sentado con las piernas cruzadas en la litera de abajo que quedaba frente a la puerta, observando la puerta como un preso enfadado. Maureen debió de habérselo pensado dos veces antes de entrar.

– ¿Estás bien, hijo?

– No me llames «hijo» -dijo él furioso pero hablando en voz baja para que Jimmy no lo oyera-. No soy tu hijo. Mi madre está muerta.

Maureen parecía aburrida.

– No lo decía en ese sentido -dijo ella, de pie en la puerta y observando los cómics que tenía encima de la cama-. Sólo es algo que se dice. ¿Cómo te llaman en el colegio?

– Harris el Loco -dijo, con los ojos brillantes en la oscuridad. Estaba mintiendo. Maureen había conocido a niños como él en el colegio. Seguramente lo llamaban Harris el Apestoso.

– Bueno -dijo-, pues yo te llamaré… Alan.

El niño casi sonrió por ese comentario.

– ¿Te gustan los cómics? -preguntó ella.

Él los tocó con la punta de los dedos y dijo que sí, mucho, y se quedó quieto un buen rato. Maureen quería decirle que ella había sido una niña triste y solitaria y que sabía perfectamente cómo se sentía, pero no se decidió. Incluso cuando Michael pegaba a Winnie, ellos siempre habían sabido que podría arreglárselas sola y que cuidaría de ellos.

– ¿Sabes? Isa y Leslie no quieren hacerte daño.

– No quiero nada de ellas -dijo él entre dientes.

Maureen echó un vistazo a la habitación.

– ¿Dónde está John?

– Está en casa de la abuela Isa -dijo, despacio.

John era dulce, guapo y adorable, era el niño bueno, el niño al que todos querrían cuidar. John no lo entendería hasta que creciera, hasta entonces no sabría lo que había pasado, pero Alan sí que lo sabía. El rabioso y maleducado de Alan sí que lo sabía. Ella le hizo un gesto con la cabeza.

– Algún día podrías venir a mi casa -dijo, intentando que la invitación sonara informal-. Tengo pastas y podríamos ver la tele y tomar té, y luego te traería otra vez.

Alan golpeó con la mano el cómic que tenía delante, arrancando la página, arrugándola en el puño. La tiró al suelo.

– No juego con niñas.

Se giró hacia la pared y rascó con el dedo un agujero que había en el yeso. Era un agujero bastante grande, como si se hubiera pasado horas rascando.

– Tengo un hermano mayor -dijo Maureen-. Él también podría venir.

Alan metió el dedo en el agujero, estirándose en la cama para tener una mejor perspectiva, dándole la espalda a Maureen. Era tan antipático que ella lloraría de la pena que le daba, por todos los compañeros de colegio que le rechazarían, por los exámenes que suspendería, por todas las chicas que no querrían salir con él, por Billy Harris persiguiendo a las chicas en el baile y por el ojo de Monica Beatty.

– ¿Tu hermano trabaja? -preguntó Alan.

– Está en la universidad -dijo ella-. Hace películas.

Alan dejó de rascar y se dio la vuelta.

– ¿Películas de dibujos animados? -dijo, emocionado por aquella posibilidad.

– No -dijo ella, deseando que las hiciera-. Películas normales.

Alan parecía decepcionado y se giró cara a la pared. Volvió a rascar y gruñó.

– ¿Cuándo?

Era la pregunta más corta que jamás había oído.

– ¿Mañana? -dijo ella.

– Vale.

Maureen cerró la puerta y bajó las escaleras despacio, preguntándose cuánto más sufriría Alan si supiera que Ann estaba viva. Sin embargo, Ann podía volver dentro de unos años, presentarse un día, y el retorno de una madre muerta los destrozaría a todos.

En el piso de abajo, Isa estaba presente en cada rincón. Había luz en la cocina, el fregadero estaba vacío y brillante y había una caja de bolsas de té sobre la encimera limpia. Incluso habían arreglado las tiras de moqueta que se habían roto, y ahora formaban una especie de alfombra, y habían fregado el suelo, hasta los rincones más inaccesibles.

Jimmy había acabado de vestir a los bebés, les había puesto pijamas baratos pero nuevos. Tenía los chupetes encima de sus cabezas y ellos estaban hipnotizados y quietos mientras él, con la otra mano, les limpiaba la cara con un paño húmedo. Maureen se quedó en la puerta y encendió un cigarro mientras Jimmy cogía a un niño con cada brazo y salía, pasando por su lado.

– ¿Me darás uno cuando vuelva? -dijo, señalando el cigarro.

– Sí.

Jimmy respiró hondo y subió las escaleras. Posiblemente, Alan bajaría tan pronto como los niños se hubieran dormido, y Maureen no podría hablar con Jimmy a solas. Ya lo haría cualquier otra noche. Quería comentarlo con Leslie antes de tomar una decisión, pero ella aún seguía prisionera en Cammylandia y a veces era tan escandalosa que contárselo sería igual de bueno que tomar la decisión.

– A ver, ese cigarro.

Jimmy estaba detrás de ella, frotándose las manos y mirando el cigarro. Le dio el paquete.

– Has ido muy rápido -dijo ella.

Él asintió, fue hasta la silla y levantó el cojín, cogió una caja de cerillas y encendió el cigarro. Apagó la llama y Maureen miró hacia el recibidor.

– ¿Alan no va a bajar?

– No, le gusta sentarse al lado de los pequeños hasta que se duermen -dijo, expulsando una nube de humo, con la cabeza echada hacia atrás, con la espalda recta-. A veces, lo único que necesitas es un cigarro, ¿verdad?

– Sí -dijo, mirando el cigarro, como si supiera qué hacer.

Jimmy se sentó en la silla.

– Lo que hiciste por mí y por los niños -dijo, fumando y mirándola con los ojos entrecerrados-, nunca te lo podré agradecer lo suficiente. Fuiste muy valiente al ir a Londres.

Jimmy estaba mirando el fuego de la estufa, que se estaba apagando. Dio una calada y se tragó el humo, llenándose de nicotina hasta la boca del estómago.

– Te mentí -dijo, susurrando para que los niños no lo oyeran-. Sí que la echo de menos. -Dio otra calada-. Incluso echo de menos sus borracheras y sus ausencias. Echo de menos cuando estaba metida en un lío y me echaba la culpa y les pegaba a los niños, y cuando traía un montón de gente a casa y montaba fiestas y hasta cuando orinaba sangre. La echo de menos. La echo de menos en todo momento.

– No está muerta, Jimmy.

Él agitó la cabeza mirando al suelo y ella se preguntó si la había oído.

– La echo de menos -dijo él

– Jimmy -dijo Maureen-. No era Ann. No está muerta.

Jimmy se encogió de hombros y cerró los ojos.

– La echo tantísimo de menos -susurró.

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