23. Perfectamente

Liam se asomó por la ventana del segundo piso mientras la lluvia les resbalaba por los hombros y les empapaba el pelo. Hizo un gesto como si no las reconociera y se giró hacia la habitación, para reírse de sus gracias con alguien antes de desaparecer. Los vieron a través de la puerta de cristal, bajando la escalera y dirigiéndose lentamente hacia ellas. Abrió la puerta y se sacó el cigarro de la boca.

– ¡Por Dios! -dijo, mirando la cara de Maureen-. ¿Qué te ha pasado?

– Se ha caído en un mostrador de maquillaje -dijo Leslie.

Liam colgó en unas perchas los abrigos empapados, dejando que goteasen en el suelo. En el recibidor hacía mucho frío; no podía pagar la instalación de la calefacción central, y como había quitado la separación al pie de la escalera, se había creado un espacio en el que las corrientes de aire helaban el corazón de la casa.

– Bueno -dijo-. Arriba tenéis toallas y jerséis. Hay té hecho. Mauri, trae dos tazas de la cocina.

– ¿Puedo coger bizcochos? -dijo esperanzada.

Liam puso los ojos en blanco.

– Vale.

Maureen se fue a la cocina y Leslie siguió a Liam hasta el segundo piso. Liam era el único hombre que Maureen conocía que compraba unos bizcochos deliciosos. Eran de jengibre y estaban recubiertos de azúcar y rellenos de mermelada, conocidos por el nombre alemán de Lowestoft. Además, era el único humano que conocía que podía tener unos bizcochos como esos en casa y dejar que se pusieran duros. Maureen, preocupada por aquel derroche potencial, había decidido que su misión era acabarse el paquete cada vez que iba a casa de su hermano.

La cocina era pequeña y sólo tenía lo básico, con una ventana que vibraba y que daba a un jardín largo y estrecho, muy descuidado. Liam no había hecho nada en la cocina, sólo la había fregado de arriba abajo con jabón. La nevera era muy vieja y el motor hacía tanto ruido que hacía vibrar el suelo. Si se dejaban algo en la encimera o en la mesa por la noche, poco a poco se iría desplazando hacia el límite y caería al suelo. Maureen se lavó la cara en el fregadero, observando cómo el agua lechosa color naranja se arremolinaba y colaba por el ajado fregadero Belfast. Quería irse a casa con Vik, que las cosas funcionasen entre ellos y que él no la hubiese hecho enfrentarse a su futuro. Se secó la cara, cogió dos tazas y los bizcochos antes de subir al piso de arriba.

El cuarto que quedaba enfrente de las escaleras había sido el refugio de Liam cuando era traficante. Era una habitación con el techo alto y dos ventanas de guillotina que llegaban hasta el suelo, que era de madera, y con las paredes pintadas de azul claro. En otra época, el cuarto había estado casi vacío pero ahora estaba abarrotada de muebles, como el escritorio, un tocador, sus dos sillas preferidas y su sofá Corbusier. Hacía más frío dentro de la habitación que fuera, por eso Liam tenía una caja llena de jerséis de segunda mano por si alguien quería sentarse allí en invierno. Liam y Leslie estaban riéndose a carcajadas y una voz familiar gritaba más que ellos.

– Y tenía una pala de derribar con la foto de Tammy Wynette dibujada.

Maureen entró en la habitación y vio a la persona que estaba contando la historia. Lynn estaba sentada en un sillón verde esmeralda debajo de la ventana y llevaba un jersey de lana rojo por encima de su ropa.

– ¡Lynn!

– Mauri. -Lynn sonrió y se levantó, cruzando la habitación corriendo como una niña, levantando mucho las piernas, para darle un beso-. ¿Cómo estás?

– Voy tirando -dijo Maureen, cogiendo el jersey marrón que Liam le tiró-. No estarás saliendo otra vez con este, ¿verdad?

– Bueno. -Lynn bajó los párpados y sonrió coqueta hacia Liam-. Puede.

Se sentó otra vez en el sillón, disfrutando de la mirada de Liam clavada en su pequeño cuerpo.

Maureen, avergonzada de presenciar una intimidad tan gráfica, se puso el jersey y Leslie se encargó de llenar las dos tazas con la jarra de té que estaba en el suelo. Se sentaron acurrucadas en el sofá Corbusier, muy juntas, compartiendo los extremos de la misma toalla para secarse el pelo.

– ¿En qué pensabas? -dijo Maureen, secándose el pelo con la toalla.

– Verás, Mauri. -Lynn se echó hacia atrás en la silla-. Soy una chica escocesa chapada a la antigua y creo que la compasión y el miedo constituyen una base muy sana en una relación.

Sonrió y Liam se sintió tan ofendido como una monja novicia en Amsterdam.

– No te rías de nuestro amor -dijo Liam solemnemente, y Lynn se rió con socarronería desde su rincón.

Lynn era la primera chica con la que Liam había salido. Se habían conocido en la discoteca de Hillhead, en la fiesta de Navidad, cuando tenían catorce años. Lynn era de una zona pobre de Shettleston, ni siquiera iba a la escuela: sólo había ido al baile para evitar que nadie se metiera con su prima bizca, Mary Ann McGuire. Lynn entró en el vestíbulo, la melena negra brillante se balanceaba sobre los hombros de su mini-vestido de seda verde. Liam, aterrorizado por si alguien se le adelantaba, corrió hacia ella y se quedó en blanco. Se quedó de pie delante de ella, asombrado por su piel opalescente y sus ojos negros, sofocado como un pez cuando se ahoga. Cualquier otra chica se habría reído de él y le habría roto el corazón, pero Lynn lo cogió de la mano y lo llevó hasta la pista, sujetándola suavemente mientras bailaban juntos, separados, juntos, separados, paralizados el uno por el otro. Kylie Minogue y Jason Donovan estaban cantando Especially For You y los grupos de chicos maldecían a Liam O'Donnell por la suerte que tenía. Nadie volvió a meterse con Mary Ann McGuire. Estuvieron juntos seis años pero a Lynn no le gustaban las drogas y no podía soportar los enfados de Liam. Dijo que era demasiado joven y que quería pasárselo bien y mirar la televisión sin tener a un loco gritándole a las noticias. Habían pasado dos años desde que Lynn cortó con él y un año y medio desde que Liam había empezado a salir con la pobre y sosa de Maggie, con el culo perfecto y esa voz susurrante a lo Marilyn Monroe que hacía que los hombres quisieran besarla y las mujeres quisieran darle un puñetazo.

– ¿Por cierto, qué hacéis vosotras dos por aquí? -preguntó Liam.

Maureen metió la mano en el paquete de bizcochos, cogiendo todos los que pudo con una mano.

– Necesitamos saber si conoces a alguien -dijo, metiéndose un corazón de jengibre entero en la boca-. ¿Conoces a un tipo que se llama Neil Hutton?

Liam se la quedó mirando.

– No lo conozco, pero he oído hablar de él. ¿Por qué lo buscas?

– No lo estamos buscando, simplemente que ha salido en una conversación, eso es todo.

– Vale, pues no os acerquéis a él, está loco. Su apodo es Neil, Bananas, Hutton.

Maureen cogió la taza con las manos heladas y bebió un poco de té, notando cómo el líquido caliente le llegaba a los pequeños huesos de la mano.

– ¿Es traficante?

Liam asintió de mala gana.

– Sí -dijo-, en la zona este. ¿Por?

– Ah, en el este -dijo Leslie, acercándose la taza a la mejilla-. Entonces, no le suena de su edificio.

– ¿Por? -repitió Liam.

Leslie pensó que la manera más rápida de sortear la incomodidad de Liam sería decirle la verdad, así que le habló por encima de Maxine y de la información que les había dado Senga, y le contó que Ann había desaparecido poco después. Maureen añadió que Senga solía ir a Fraser y Leslie jugueteó nerviosa con la manga de su jersey.

– Aunque, eso no quiere decir que Senga le contase a Maxine dónde estaba Ann -dijo.

– Bueno, posiblemente se lo dijo -dijo Maureen-. Y por eso dijo que todo el mundo sabe dónde están las casas de acogida, como si quisiera arreglar lo que acababa de decir. Pero ¿por qué tendría tanta importancia que Hutton supiese dónde estaba Ann?

– ¿Le debía dinero por drogas o algo así? -preguntó Liam.

– No -dijo Maureen-. Ann bebía, pero no se drogaba. ¿Sería capaz Hutton de pegarle?

– Por supuesto. -Frunció la boca en señal de desagrado-. A Hutton le gusta eso. Le gustan las peleas, sobre todo si sabe que lleva las de ganar.

– ¿Qué más puedes contarnos? -dijo ella-. Aparte de que está loco.

Liam se lo pensó un momento.

– Es ambicioso y no es un verdadero traficante. De hecho, es un gángster que trafica.

– ¿Cuál es la diferencia?

Liam se fue tranquilamente hacia la silla de Lynn y miró por la ventana.

– Mira, os voy a explicar una historia sobre Hutton. Hace dos años casi empieza una guerra cuando se metió en casa de un tío. Se la incendió, ni siquiera entró para llevarse el alijo. No tenía suficiente con apartarlo de su zona, sino que lo estaba borrando del mapa, estaba acabando con él. Un traficante no haría eso, es demasiado rencoroso y, desde luego, nada rentable. Veréis, Hutton no alimenta un hábito o está metido en él por el dinero, como los demás mortales. Tiene que demostrar muchas más cosas.

Liam pasó el reverso de la mano por la cara de Lynn, cogió el cigarro, le dio una calada y lo puso en el mismo sitio.

Incluso Lynn se sintió violenta con ese gesto. Se sentó recta, alejándose de Liam, y tiró la ceniza del cigarro en un cenicero.

– Si no se drogaba -dijo-, puede que tuviera miedo de él por otra razón. Quizás era un asunto personal o quizá trabajaba para él vendiendo droga.

– No creo. -Maureen agitó la cabeza-. Tenía cuatro crios y estoy segura de que no vendería drogas. Estaba extremadamente delgada y tenía aspecto de pobre. Llamaría demasiado la atención en un avión.

– No todos van en avión -dijo Liam-. Si iba y venía de Londres, puede que fuera en coche.

– En realidad, la encontraron en Londres -dijo Maureen-. Su hermana vive en Londres e hizo varios viajes un mes antes de Navidad.

– Pero no tenía el carnet de conducir -dijo Leslie-. ¿Quizás la llevaba alguien?

– ¿Para qué iban a pagar un conductor y un vendedor? -dijo Liam.

– ¿Y qué hay del tren? -dijo Lynn.

– Bueno, no es una buena época -dijo Liam-. La policía ha estado vigilando todas las estaciones y registraron todos los trenes durante noviembre y diciembre. Por eso están en crisis. Nadie quiere ir en tren. ¿Puede que fuera en autobús?

– No creo que vendiera droga -dijo Leslie-. No te ofendas, Liam, pero Ann no era de ese tipo de personas.

– ¿Qué tipo? ¿Un ser despreciable como yo?

– No quería decir eso, pero no tenía nada que ver con criminales, sólo se emborrachaba.

– ¿Les debía dinero a los acreedores?

Leslie no contestó.

– Sí -dijo Maureen-. Les debía mucho dinero.

– Pues ahí lo tienes -dijo Liam-. Unas quinientas libras la harían lo suficientemente despreciable como para hacer un par de encargos y liquidar las deudas.

– Pero eso es absurdo -dijo Maureen-. ¿Por qué le confiarían un paquete de droga a una ama de casa nerviosa y borracha?

– Puede que fuera una prueba -dijo Liam-, para ver si podía hacerlo. La policía ha estado investigando a todo el mundo. Quizá la usaron porque, como era una persona ajena a este mundo, no sabía nada de nadie y no pasaría nada si la metían en la cárcel.

– Pero no ha pagado las deudas -dijo Leslie, muy toscamente-. Maureen dice que hay acreedores cada día en la puerta de su casa.

Todas miraron a Liam para que lo aclarase. Él frunció el entrecejo.

– Quizá le debía dinero a varia gente. -Miró la cara triste de Leslie y, de repente, sonrió-. ¿Por qué estoy discutiendo contigo? Yo no sé de qué va todo esto.

Lynn se incorporó.

– ¿Pasaría desapercibida en el autobús hacia Londres?

– Completamente -dijo Maureen, y miró a Leslie.

– Completamente -dijo Leslie.

Liam y Lynn fueron abajo, aparentemente a preparar más té pero era obvio que bajaban para pegarse el lote. Maureen nunca los había visto tan cariñosos. Debió de ser su perspectiva de persona perdidamente enamorada pero la intensidad que demostraban era casi desesperante, como si supieran que aquello no iba a durar para siempre y tuvieran que estar constantemente tocándose para saber que todavía no se había terminado. La charla lejana del piso de abajo se redujo a un hilo de voz. Leslie se levantó y fue hasta la ventana.

– Dios -murmuró-, esta casa es preciosa.

– Le ha quedado muy bien, ¿verdad?

Leslie estaba mirando por la ventana con las manos apoyadas en la espalda.

– ¿Estás lista para volver al trabajo?

Maureen quería decirle que no iba a volver, pero habían pasado dos días maravillosos y no soportaría otra pelea ahora.

– Pero si ni siquiera hemos empezado a investigar lo de Ann -dijo-. Tenemos que ir a Londres.

Leslie no estaba muy segura. Dijo que ella no podía irse con la revisión de los presupuestos pendiente y que no sería una buena idea que Maureen fuera sola. Sin embargo, Maureen quería ir, quería irse de Glasgow, alejarse de Ruchill y de la ventana de su habitación, lejos de Vik, de Hogar Seguro y de las llamadas de Winnie. Tenía buenas razones para hacerlo: iría al bar que mencionó Mark Doyle y visitaría a la hermana de Ann en Streatham. Maxine dijo que el hombre de la Polaroid vivía por allí y podría preguntarle a la hermana de Ann si lo conocía. Estaría bien, dijo, no le pasaría nada, podía quedarse en casa de una vieja amiga de la clase de historia del arte y, de todos modos, Ann se había marchado de Glasgow, así que ahí debía de estar la amenaza. Sonó bastante convincente.

Leslie se mordió la mejilla y se lo pensó un rato.

– Pero a Ann la mataron en Londres -dijo-. Ahí es exactamente donde vas a estar menos segura.

– Quiero hacerlo, Leslie.

– ¿Por mí?

– Por ti -mintió-, y por Jimmy

– ¿Por qué por él?

– Es tan pobre, Leslie. Nadie, excepto nosotras, lo va a defender.

Lynn y Liam volvieron a subir, riendo y cogidos de la mano mientras entraban en la habitación.

– Me voy a Londres -dijo Maureen.

– Si tiene que ver con Hutton, yo no lo haría -dijo Liam.

– No es eso -dijo Maureen, menos segura de lo que sonaba-. Sólo voy a ver a la hermana de esa mujer. Son familia de Leslie.

– Podrías ir a casa de Marie -dijo Liam, con aspereza.

Su hermana mayor, Marie, no dejaría que Liam o Maureen entraran en su casa. Marie estaba pasando una mala época. Se había ido a vivir a Londres justo después de la universidad, para alejarse de Winnie y vivir el sueño Thatcheriano. Ella y su marido, Robert, hicieron una fortuna como ejecutivos de bancos mercantiles y casi tenían pagada una casa unifamiliar en Holborn, cuando la quiebra de su sindicato Lloyd los dejó en la bancarrota, y los obligó a vivir en un apartamento alquilado todas las situaciones indignas que habían atribuido al resto del país durante una década. Pensaba que sus hermanos se regodearían con aquella situación y, para ser honestos, sí que lo harían.

– Conozco a más gente -dijo Liam-, pero no querrás quedarte con ellos.

– Amigos drogatas -le reprendió Lynn.

– Llamaré a Sarah Simmons -dio Maureen-. Me quedaré en su casa. Podría ir a Londres esta noche y volver el domingo. Serían como unas pequeñas vacaciones.

Maureen pensó en Sarah y el nombre y el frío la hicieron volver a su adolescencia, a un invierno de hace unos años cuando se sentía mucho más joven y nunca estaba sin su Vasari, cuando Otto Dix era un héroe y las pesadillas y los recuerdos sudorosos eran un secreto vergonzoso que parecía que nunca podría sacarse de encima. Sarah y Maureen solían estudiar juntas. Les interesaban los mismos temas, se intercambiaban los apuntes y hacían trabajos de estudio complementarios: una estudiaba una parte de la asignatura y la otra estudiaba el resto, y luego compartían la información. No tenían mucho en común pero las unía un largo y próspero vínculo, y Maureen estaba segura de que podría quedarse con ella unos días. Todo era mucho más claro en aquel entonces, más esperanzador y tranquilo, cuando no sabía nada de la sangre ni del armario, y cuando Michael sólo era un recuerdo lejano.

– Odio Londres -estaba diciendo Lynn-. Es muy sucio.

– Son todos unos cerdos ignorantes -dijo Liam, porque a Lynn no le gustaba Londres-. Y ellos nos odian a nosotros, odian a los escoceses. En concreto, a los de Glasgow.

– ¿Cómo se atreven? -dijo Leslie, sonriéndole a Maureen-. Menudos gilipollas racistas.


Leslie aparcó delante de la casa de Maureen y subieron a su apartamento para buscar el teléfono de Sarah Simmons. Estaban en la habitación, buscando la agenda, cuando Maureen se giró y vio que Leslie estaba mirando los condones usados que había en el suelo. Maureen no dio ninguna explicación, no quería hablar de Vik ni de su mal comportamiento, pero sentía una emoción deliciosa recorriéndole el estómago porque ella también escondía información.

Encontraron la agenda y se sentaron en el sofá del salón, buscando entre todos los papeles que Maureen tenía doblados en el bolsillo de la tapa. El montón de trozos de papel era tan grueso que la tapa de imitación de Filofax estaba abierta cuarenta y cinco grados. Eran números del trabajo, cambios de direcciones, amigos fugaces con los que había prometido que nunca jamás perdería el contacto, y algunos números misteriosos, sin título ni dueño, escritos con su letra hace mucho tiempo. Encontraron una Sara pero era un número de Glasgow y Sarah siempre había sido muy escrupulosa a la hora de escribir su nombre. Al final, Maureen encontró el número en la ese, el segundo de la lista.

Sarah dijo que sería genial volver a ver a Maureen pero que tenía mucho trabajo y muchos compromisos por la noche y que no podría estar mucho tiempo con ella. Maureen le aseguró que sólo necesitaba un sitio para pasar la noche y le dijo que estaba sorprendida de que todavía tuviera el mismo número. Sarah dijo que posiblemente estaría allí hasta que se muriera. Era una casa de la familia, dijo, dando por hecho que Maureen entendería de qué estaba hablando, pero ella no lo entendía. Le indicó a Maureen cómo llegar a su casa desde King's Cross y dijo que la vería por la mañana.

Maureen estaba metiendo a presión los misteriosos pedazos de papel en el bolsillo de la agenda Filofax cuando le llamó la atención el reflejo afilado de la luz del sol que había debajo del sofá. Era el encendedor del grupo de Vik. Estaba segura de que no se lo había dejado por equivocación. Cogió el objeto oval cromado y Leslie la miró mientras le sacaba el polvo.

– Es bonito -dijo.

Maureen se levantó y se lo metió en el bolsillo.

– Sí -dijo-. Sí que lo es.

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