41. Golpecitos

A Maureen le dolía la garganta y no podía tragar demasiado bien. Tenía que sorber el whisky dejar que se deslizara cuello abajo y le entumeciera las mejillas. Quería bebérselo de un trago y perderse en el aroma. Se había levantado temblando y había dejado que él la abofeteara y la estrangulara. Tenía mucho miedo y estaba enfadada con todo el mundo. Quería irse a casa.

– ¿De dónde eres, Elizabeth? -dijo Maureen, en un tono áspero.

– De Londres -dijo, con la mirada fija en el vaso.

– ¿Dónde está tu familia?

Elizabeth sonrió de manera muy grosera.

– Donde los dejé, supongo.

– ¿Tienes hermanos?

Elizabeth se sentó un poco más rígida.

– Una hermana. Es diseñadora. De muebles. Lo hace todo ella misma. En un taller. En Chelsea.

– Debe de hacerlo muy bien para poder pagarse un taller en Chelsea.

– No, teníamos algún dinero invertido. -Intentó volver a sonreír-. Ya no queda nada. -Frunció el ceño ante el vaso, con la suave luz filtrándose por los grabados de la ventana.

Maureen no sabría decir qué edad tenía. El pelo largo y la sonrisa esperanzadora encajaban con otra vida, con una novata alocada viviendo la vida a su manera, con gente real, equivocándose en todas las decisiones. Elizabeth no quería hablar. Lo que fuera que se metía detrás de las rodillas, hoy no estaba surtiendo efecto. Estaba temblando debajo de la camiseta de Las Vegas y tenía las raíces del pelo mojadas. Maureen la observó y pensó en el bueno de Liam sentado en casa de Martha, esperando para llevarla a la seguridad de su hogar. Jamás se había imaginado la relación de Liam con esa gente, jamás había establecido una conexión real entre la bonita casa de su hermano y los huesudos cuerpos como el de Elizabeth.

– ¿Te acuerdas de Ann, la chica que murió? -susurró Maureen.

Elizabeth estaba perdida en sus pensamientos y, de repente, volvió en sí.

– Sí.

– Tenía hijos. Su marido los cuida a los cuatro pero ahora lo han arrestado por el asesinato de su mujer y los niños tendrán que quedarse con los asistentes sociales.

Elizabeth asintió despacio, asimilando la información.

– Yo tenía un hijo. -Se sentó recta, recordó, dobló la espalda y se desplomó sobre la mesa-. Un buen chico.

– ¿Cómo se llamaba?

– Joshua. No lloraba nunca. Era un buen niño.

– ¿Cuánto hace que no lo ves?

Elizabeth movió la mano señalando el pasado pero su cabeza siguió recordando, y se quedó pensativa mirando la mesa.

– ¿Está en un orfanato? -preguntó Maureen.

Elizabeth agitó la cabeza.

– Murió. En un incendio. -Bebió un largo trago de alcohol.

– Lo siento -dijo Maureen, y Elizabeth se encogió de hombros, como si hubiera escuchado aquellas dos palabras muchas veces y ya no quisiera volverlas a escuchar. Bebió otro trago.

– Si supiera lo que le pasó a Ann -dijo Maureen-, puede que él no fuera a la cárcel. Los niños podrían llevar una vida normal.

Elizabeth volvió a beber, con la mirada fija en el vaso.

Doyle la había juzgado mal: mencionarle a los niños no había servido de nada; a Elizabeth sólo le preocupaba qué podía sacar ella y de dónde podía sacarlo.

– Tengo quinientas libras. Si me cuentas lo que pasó, son tuyas.

Elizabeth se sentó recta.

– Quinientas. -Maureen bebió un trago de whisky y Elizabeth la miró fijamente.

– ¿Por qué?

– Ann. Cuéntame qué le pasó.

Elizabeth intentó descubrir dónde estaba la trampa.

– ¿Y cómo sé que tienes quinientas libras? -dijo.

– Las tengo en el banco -dijo Maureen.

Elizabeth dudó un momento, así que Maureen sacó del bolsillo un viejo comprobante de su cuenta corriente. La cantidad casi no se veía pero Maureen se lo enseñó y Elizabeth sonrió y se relajó cuando vio la cifra. Se lo devolvió a Maureen y miró al suelo, pensativa.

– ¿Podemos ir a sacarlo ahora?

– No. Primero la historia.

– Pero van a cerrar los bancos.

– Entonces date prisa.

– No eres una poli, ¿verdad?

– ¿Crees que tendría estas señales en el cuello si fuera policía?

Elizabeth dudó, mirando el vaso, y de repente levantó la mirada.

– Fue un accidente -dijo-. Se cayó.

Maureen resopló y se arrepintió inmediatamente.

– ¿Se cayó al río? -dijo, sujetándose el cuello e intentando tragar saliva.

– No. Se cayó y se golpeó en la cabeza. Nosotros intentábamos cuidarla.

– ¿Dónde se cayó?

– No lo sé. ¿Conoces a Tam Parlain?

– Sí.

– Tam me dijo que Ann se cayó y se golpeó en la cabeza. Cuando yo llegué, estaba en el sofá. Estaba destrozada, con la cara ensangrentada. Nadie quería mirarla.

– ¿Quién estaba allí?

– Ann, Tam, Heidi y Susan. Heidi fue conmigo. Coincidimos en el programa de desintoxicación de metadona en Herne Hill. Era la hora en que todo el mundo salía del trabajo. -Bebió un trago de vodka-. Tam vino y nos dijo que teníamos que ir a su casa. Ella estaba en el sofá. Y luego murió.

– ¿Por qué quería que estuvierais todas allí?

– Por Toner. Nos estaba dando una lección en nombre de Toner. -Elizabeth volvió a beber.

– ¿Qué lección?

– Nos enseñaba a no robar. Ella le había robado a Toner y Tam le estaba haciendo un favor a él.

– ¿Qué le robó?

– Robó un lote. Todo un envío. Después de eso desapareció pero Toner la encontró. Tam nos estaba enseñando a no robarle a Toner.

– ¿Tú trabajas para él?

– Ya no.

– ¿Y qué hay del colchón y del río?

– Bueno, nos asustamos muchísimo así que Tam llamó a unos amigos para que la pusieran en un colchón y la tiraran al río. -Tenía la piel tan pálida y húmeda que empezaba a parecer plateada-. ¿Ya está? ¿Podemos ir al banco ahora?

– No. ¿Por qué le quemaron los pies? ¿Quién le cortó las piernas?

Elizabeth se sentó rígida, tan incómoda como si Maureen la hubiera acusado de tirarse un pedo en medio de una cena.

– Ah -dijo-. Eso lo hicieron las demás. Tam las obligó, como parte de la lección. Yo tuve que salir a buscar a un médico.

– ¿En plena noche?

– No -dijo Elizabeth, intentando coordinar las horas-. Eso fue más tarde, al día siguiente, o el otro, creo. -Elizabeth no creía que estuviera mintiendo: estaba tan alejada de la realidad que pensaba que mutilar y matar a una borracha era una especie de accidente.

– ¿Lo hicieron cuándo te fuiste a buscar al médico?

– Sí -dijo-. Verás, ella estaba en el sofá y Tam se hartó de verla allí y le dijo a Heidi… sí, creo que fue Heidi, que le quemara los pies para despertarla, pero no se despertó.

– ¿Y qué hay de las piernas?

– Oh, Tam les dijo que se las cortaran, no sé por qué. Yo no estaba.

– Llevaba una pulsera de oro. ¿Por qué no se la quitasteis?

Elizabeth puso cara de culpabilidad.

– Tam nos dijo que se la dejáramos.

Maureen se apoyó en la mesa y dijo, con la voz dolorida:

– Elizabeth -dijo-, ¿Toner le pidió a Tam que la retuviera?

– No -gimió, encogiéndose del miedo-. Por eso hubo tanto revuelo. Tam lo hizo para darnos una lección. Pensó que Frank estaría contento pero no lo estuvo. Eso no era lo que Frank quería. Y ahora Tam y él están peleados, pero nosotras estábamos allí. -Elizabeth miró hacia la puerta. Levantó el vaso pero temblaba tanto que tuvo que volver a dejarlo en la mesa-. Y Tam puede decir por ahí que nosotras estábamos en su casa aquel día. Tam viene de una gran familia, tiene a gente protegiéndolo. Frank no le hará daño, pero a nosotras sí.

– ¿A los peces pequeños?

– Sí -asintió Elizabeth, relajando la barbilla y mirándola, haciéndose la víctima-. Los peces pequeños.

– ¿Toner no quería matarla?

– No, no, él quería preguntarle qué había pasado con la bolsa y hay una foto de Frank que se ha perdido. Eso es muy malo para él.

Maureen miró su vaso, las mil rayas en la superficie.

– ¿Por qué quería preguntarle por la bolsa? Ella dijo que se la había robado y él no la creyó, ¿verdad?

– Al principio, no, pero luego prometió que sólo quería hablar con ella. -Elizabeth intentó sonreír-. Frank no suele hablar con la gente sobre esas cosas.

– ¿Qué le hizo querer hablar con Ann?

Elizabeth respiró hondo, impaciente.

– No lo sé, fue a parar a las manos equivocadas y supongo que, después de todo, sí que creyó que se lo habían robado.

– Pero ¿ella murió antes de hablar con él?

– Sí -dijo Elizabeth, moviendo las piernas debajo de la mesa como una niña con muchas ganas de ir al lavabo-. ¿Por favor, podemos irnos ya?

– Iremos cuando haya terminado o no iremos. ¿Quién le cortó las piernas?

– Tam les dijo que lo hicieran -dijo.

– Pero, Elizabeth, ¿por qué hacían lo que Tam les decía?

– Era ella o nosotras.

Pero Maureen sabía que tenía que haber algo más.

– ¿Os pasó drogas mientras estuvisteis allí?

Elizabeth alargó la mano llena de moretones y cogió el brazo de Maureen por la muñeca, mirando el reloj. Hizo un gesto hacia la puerta.

– Deberíamos irnos.

– Fue horrible hacer algo así, Elizabeth. Tenía cuatro hijos.

– Bueno, yo no estaba. Fui a buscar al médico -incluso a Elizabeth le costaba creerse que jamás hubiera existido una cita con un médico que durara tantas horas. Pestañeó, miró al suelo, volvió a pestañear y la volvió a mirar.

– Es imposible que estuvieras fuera todo el tiempo -dijo Maureen-. Debisteis de tardar horas.

Elizabeth se quedó pensativa pero el frío se le clavaba en los músculos como agujas heladas, rompiéndole los huesos.

– Había cola -dijo, débilmente.

– ¿Había cola? -repitió Maureen que, al alzar la voz, empujó los anillos de cartílago contra los músculos apaleados y notó un dolor punzante en el cuello.

Elizabeth era consciente de lo estúpido que sonaba pero no estaba acostumbrada a que alguien hablara con ella, o la escuchara, o a tener responsabilidades. Jugó con el vaso, pasando un dedo por el exterior del cristal y por el círculo superior. Lo levantó y bebió un trago, para emborracharse y estar en paz. Maureen sabía que si intentaba que Elizabeth admitiera su parte de culpa, nunca sabría lo que pasó en realidad. Lo volvió a intentar.

– Así que cuando volviste del médico, ¿viste lo que le hicieron a Ann al final?

– Sí, sí, entonces ya estaba allí. -Se sentó hacia delante-. Fue Tam. Lo del final se lo hizo Tam. Él la golpeó.

– ¿Dónde?

Elizabeth se señaló la cara.

– En la barbilla. Ella estaba en el suelo y él le dio una patada. Ella le tenía sujeta la otra pierna. Se agarraba mientras él le pegaba con la otra pierna. -Miró a otra parte, con nostalgia-. Ella le golpeaba la pierna, le daba golpecitos, ya sabes, como pequeñas palmadas, una y otra vez, mientras él la golpeaba. Pensé que era una acción muy valiente por su parte, defenderse. ¿Ya podemos irnos?

Maureen se acordó de los pedazos de moqueta arrancados y se estremeció cuando recordó la textura veteada del sofá de piel húmedo.

– ¿A quién llamó para poner a Ann en el colchón?

– A un tipo gordo y a otro que se llama Andy.

Maureen se terminó su whisky.

– Vámonos al banco.

La dueña las vio alejarse, más triste que cuando habían entrado, y estaba segura de que vería a la chica escocesa morir lentamente en los próximos meses y años.


Elizabeth temblaba tanto que tuvo que sentarse en una silla mientras Maureen iba al mostrador. Había mucha cola, llena de propietarios de comercios que iban a ingresar la caja del día y de trabajadores que iban a pagar las facturas. Maureen la miró. Las luces blancas del banco hacían que la cara le brillara más. Elizabeth se recogió el pelo con las manos temblorosas, se lo llevó hacia delante y lo echó hacia atrás por encima del hombro, siempre mirando al suelo, igual que Maureen cuando se moría, concentrándose en la respiración. Maureen apartó la mirada y siguió la cola, avanzando. Necesitaba ir al aeropuerto, necesita dinero para coger un taxi.

Pensó en Ann con el labio partido y el culo apaleado, bajando a Londres para venderse por sus hijos. Sin embargo, al final Ann luchó, se negó a irse de este mundo tranquilamente, una mujer moribunda con los pies quemados, las piernas llenas de cortes y la cabeza abierta, peleando mientras le apaleaban la cara. Maureen quería luchar antes de que fuera demasiado tarde, antes de que se abriera la cabeza. Se acordó de Winnie jugando a las cartas, llorando porque estaba sobria, y de Elizabeth saliendo corriendo del bar con las partes púbicas al aire, casualidades hedonísticas.

El chico mostró abiertamente su escepticismo. No se creía que una mujer tan desaliñada como Maureen pudiera retirar seiscientas libras. Leyó minuciosamente la cuenta corriente de Maureen a medida que iba apareciendo en la pantalla y observó cómo ella marcaba el número secreto. Le preguntó que cómo lo quería.

– Como sea.

Elizabeth estaba de pie, muy emocionada. Miró el fajo de papeles con los ojos ausentes y nublados y Maureen reconoció en ellos la calma tranquilizadora de la anticipación. Elizabeth cogió el dinero, metiéndoselo en el bolsillo, llenando el vacío en su alma con los billetes, y el pánico se evaporó. Se puso recta, se quejaba de dolor en los músculos, se echaba el pelo hacia atrás por encima de los hombros. Sabía que había hecho algo malo.

– No se lo dirás a nadie, ¿verdad? -dijo, un tanto despreocupada.

Sin embargo, Maureen no podía mentirle.

– No te mates con ese dinero.

– Por favor, no se lo digas a nadie -le susurró al oído-. Frank no sabe que yo estaba allí. Se enfadará mucho. Sólo soy un pez pequeño. -Volvió a relajar la barbilla y levantó la mirada. Al menos ella se había mantenido al margen mientras las otras, tan malas como niñas asustadas, torturaban y quemaban a Ann hasta matarla.

– No te preocupes -dijo Maureen-. No se lo diré a Frank.

Cuando salieron del banco, Elizabeth se despidió y se perdió entre el gentío. Maureen observó el meneo de su delgada espalda, con el pelo recogido y metido dentro del jersey, y se sintió exhausta. Había muchísima gente por la calle. No tenía la sensación de haberse encontrado con nada diabólico. Era tan normal, tan dentro de lo que ella conocía. No podía desmarcarse de Elizabeth o de cualquiera de aquellos muertos de hambre que se ayudaban entre sí, mientras una madre de cuatro críos se moría desangrada en un sofá.

Encendió un cigarro, inhalando mientras se pasaba la lengua por el corte de la mejilla. Quería contárselo a alguien que no pudiera haberlo hecho, visto u oído sin sentirse diferente y aislado. La policía. Quería contárselo a la policía.

– Perdone. -Detuvo a un hombre que pasaba por la calle y pudo ver cómo miraba los moretones del cuello y olía el whisky en el aliento-. ¿Sabe si hay una comisaría por aquí cerca?

– Sí -dijo-, por esa calle hacia abajo, pasando por debajo del puente, la tercera calle a la derecha. Canterbury Crescent. -Tenía un acento africano y en sus ojos amarillos y marrones se reflejaba la lástima por Maureen. Ella miró hacia el puente-. ¿Quiere que la acompañe? -preguntó él.

– No -dijo Maureen, sonriendo como si nada, como si hubiera perdido al perro-. Estoy… La encontraré sola, gracias.

Ya había cruzado el puente cuando cayó en la cuenta de algo. No podía ir a la policía y darles su nombre. Si entraba en la comisaría y les decía que había descubierto a una banda de asesinos, no la dejarían volver a casa con Liam, la retendrían allí horas y horas. Si no se iba de Londres ahora no volvería nunca a casa, y el dinero de Douglas no duraría para siempre. Sabía qué lugar ocupaba aquí, junto a Elizabeth y los hombres de las aceras, asustada como ellos, deambulando por las calles, otra chica en busca de diversión que se rasca las costras detrás de las rodillas. Subió por Electric Avenue y siguió las vías del tren hasta Coldharbour Lane, en dirección a las cabinas de teléfonos que había delante del Ángel. Entró en un quiosco para comprarse una tarjeta de diez libras.

– Maureen -dijo Martha con tono de reproche-. Liam estaba muy preocupado. Se ha ido al aeropuerto. No llevaba tu número de busca encima y contaba con encontrarte allí.

– ¿A qué hora es el avión?

– A las siete y media. Será mejor que vayas para allí si quieres llegar a tiempo.

– Adiós, Martha -dijo Maureen, porque no podía darle las gracias como Dios manda, y colgó.

Hugh McAskill no estaba en su despacho. El hombre que cogió el teléfono lo buscó por la oficina. Al otro lado de la línea, Maureen oía las risas de unos hombres y gente que pasaba caminando, y veía cómo su saldo se reducía en dos libras y medias. El hombre volvió al despacho de Hugh; Maureen lo oía resoplar y hablar con alguien junto al teléfono. Tardó veinte peniques en volver a coger el teléfono.

– Siento el retraso -dijo-. Hoy ya no va a volver. ¿Puedo ayudarla?

– Bueno -dijo Maureen, hablando deprisa, acabo de tomar una copa con alguien que me ha confesado que presenció un asesinato y no sé qué hacer.

– ¿Dónde está?

– En Londres.

– ¿El asesinato sucedió en Londres?

– Sí.

– Entonces -el hombre parecía totalmente desinteresado-, ha llamado a la división equivocada. ¿Ha llamado al Departamento de Crímenes, o a la policía de Londres?

– De acuerdo, ahora lo haré -dijo Maureen, sorprendida por su caballerosa falta de interés-. Gracias, de todos modos.

– De nada, adiós -dijo él, y colgó.

Llamó a información para pedir el número y luego llamó a New Scotland Yard. Le dijo a la telefonista que tenía información sobre el asesinato de Ann Harris y la pusieron en una línea de espera. Una voz de pito le dijo que estaba a la espera de que algún aparato quedase desocupado y que su llamada sería atendida en la mayor brevedad posible. No contestaba nadie. La voz volvió a decir lo mismo unas cuantas veces, tantas como una libra y media de su saldo, y cada vez daba paso a la señal del teléfono. Cuando, al final, cogieron el teléfono, un hombre muy amable le pidió su nombre y su dirección. Maureen no quería involucrarse, sólo quería darles la información e irse al aeropuerto a encontrarse con Liam.

– Marian Thatcher -dijo-. Vivo en Argyle Street, encima de Brixton Hill.

– ¿Qué número?

– Seis, tres, uno -dijo ella, sonando segura de sí misma.

– Bien, Marian, ¿por qué no viene a comisaría y nos cuenta lo que sucedió?

– Mire, tengo niños pequeños, no puedo dejarlos aquí. ¿No puedo decírselo por teléfono y vienen después a interrogarme?

El policía hizo una pausa.

– Mmm, de acuerdo, hagámoslo así. ¿Qué sucedió?

– Se me está acabando el dinero. ¿Me llamará usted?

– ¿No puede venir…?

Se cortó la comunicación y ella se quedó escuchando el tono de línea. Maureen miró la hora. Eran las seis menos veinte y le dolía mucho la garganta. Denunciar a alguien no debería ser tan difícil. Marcó el 999.

– ¿Bomberos, ambulancia o policía?

– Policía -dijo, intentando que sonara urgente.

La operadora le dijo a la policía que la persona llamaba desde una cabina y les dio el número.

– ¿Diga, cuál es la naturaleza de su emergencia?

– Hay una mujer llamada Ann Harris, está retenida en el apartamento seis tres dos de Argyle Street en Brixton Hill. Creo que van a matarla.

– ¿Quién va a matarla?

– Tam Parlain, Elizabeth, Heidi y Susan. Está en el sofá, van a tirarla al río.

– ¿Cómo se llama?

– Por favor, ayúdenla.

– Necesito su nombre.

– Marian Thatcher.

– ¿Y su dirección?

– Seis tres uno de Argyle Street, encima de Brixton Hill. Tam Parlain va a llamar a dos de sus amigos, a un tipo gordo y a otro que se llama Andy para que la pongan en un colchón y la tiren al río.

– Oiga, su nombre no coincide con la dirección que me ha dado.

Maureen colgó y salió de la cabina. Liam estaría de los nervios. Salió a la acera y paró un taxi negro. Se había olvidado de las cámaras de vigilancia que había encima de la calle, vigilándola, manteniéndola limpia.

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