5. Ann

Nadie había visto a Ann desde hacía un mes. Se había ido de la casa de acogida cinco días después de Navidad y ya no había regresado. Las demás mujeres de la casa no estaban preocupadas. Pensaban que habría vuelto con su marido. Los niños aún estaban con él y debió de ser muy duro para ella estar alejada de ellos, sobre todo en Navidad. La policía tampoco se preocupó. Creyeron a su marido cuando les dijo que ni la había visto ni había recibido noticias suyas. Sin embargo, Leslie sí que estaba preocupada. Ann se había dejado un montón de fotos. Fotos de su infancia, Polaroids de cumpleaños y aniversarios. Ann de joven con los compañeros de la fábrica. Ann sentada en una cama de hospital sonriendo y mirando al bebé que tenía en los brazos como si el mundo entero se concentrase allí. Entre ellas había una Polaroid de un hombre alto en el patio de un colegio. Llevaba un abrigo de pelo de camello y gafas de sol Reactalite. Sonreía y tenía a un niño muy serio de unos seis años cogido de la mano. Maureen llegó con un grupo de fotos mal enfocadas todas del mismo tamaño: Ann con un labio partido y otras mujeres delante de un árbol de Navidad y Leslie detrás de ellas, con el brazo a medio levantar y con las pupilas rojas como un demonio por el flash.

– Son las del albergue de Navidad, ¿no? -dijo Maureen.

– Sí-dijo Leslie.

– ¿Cómo conseguiste convencerlas para que se hicieran una foto?

– Sólo les pregunté si querían salir en la foto -dijo Leslie encogiéndose de hombros-. Es el día de Navidad. Intentamos que sea lo más normal posible.

Era tarde. La reunión se había acabado y los directivos se habían ido corriendo a sus cálidos hogares con sus hambrientos hijos, y habían dejado a Maureen y a Leslie solas en la oficina. Estaban sentadas en el borde de la mesa de Maureen, escuchaban el soplido del viento que subía por el hueco de la escalera, tiraban la ceniza de cigarros ilegales en el suelo y la escondían bajo la alfombra. Ahora Leslie parecía diferente, tras la reunión ya no miraba a Maureen.

– No se iría así -dijo Leslie, cogiendo las fotos de Maureen-. Sé que no lo haría.

– ¿Erais muy amigas? -preguntó Maureen, intentando mirarla a los ojos.

Leslie le tiró con fuerza una nube de humo a la cara.

– No -dijo rascándose el ojo con las yemas de los dedos-. No mucho.

– Entonces, ¿cómo sabes que no se habría dejado las fotos?

Leslie tiró el cigarro en una taza de Radio Clyde.

– Simplemente lo sé. Sólo se hubiera ido sin ellas si tuviera intención de volver.

La taza empezó a desprender humo como un vaso de precipitados en el laboratorio de un profesor chiflado.

– Quizá se las olvidó -dijo Maureen, alargando el brazo y apagando el cigarro, que impregnó sus dedos con ese olor tan desagradable.

– No se olvidaría las fotos de sus hijos. Hablaba constantemente de ellos.

– Quizá quería empezar una nueva vida -dijo Maureen-. Se hartó y explotó. Le pasa a un montón de gente. Era Navidad, es una época muy emotiva.

Leslie movió la cabeza.

– Creo que tiene que ver con la tarjeta que recibió. Se la entregaron el treinta de diciembre y la sacó de sus casillas. Se fue una hora más tarde.

– ¿Las mujeres reciben correo en las casas de acogida?

– Algunas reciben ofertas de trabajo y cosas así pero la suya no parecía muy formal.

– ¿La viste?

– Vi el sobre. La mayor parte del correo que recibimos son facturas y cosas por el estilo, así que me lo dan a mí y yo lo reparto. Ann no le dijo a nadie de qué se trataba.

– ¿Y cómo sabes que era una tarjeta?

Leslie se lo pensó antes de contestar.

– El sobre era cuadrado y rígido y muy navideño. Era rojo.

– ¿Y se fue justo después?

Leslie asintió.

– Unas horas después -dijo seria-. Estoy preocupada por ella. Por si le ha pasado algo.

Maureen miró a Leslie. Tenía la clara impresión de que la estaba engañando, de que le estaba ocultando información y de que la estaba dejando de lado.

– Bueno, ha habido otras mujeres que se han ido y no te has preocupado tanto por ellas.

– Pero no lo han hecho tan de repente. En general, hay señales que indican que alguien se va a ir; lanzan indirectas o desconectan emocionalmente. -Sonaba como si Leslie estuviera haciendo una presentación-. Normalmente se van de las casas de acogida por periodos cada vez más largos, pasan fuera una primera noche extraña, se llevan algunas de sus cosas y luego ya no vuelven. Ann no hizo eso. Ella estaba allí y, de repente, ya no estaba. -Miró a su lado, a Maureen, comprobando el impacto de su discurso, y volvió a estudiar detalladamente las fotografías.

– Pero Ann era una persona emprendedora -dijo Maureen-. Y las personas emprendedoras hacen locuras.

– ¿Cómo sabes que lo era? -se apresuró a preguntar Leslie.

– Porque -Maureen señaló la fila de sillas de plástico junto a su mesa-, se sentó a mi lado. Estuvo una hora yendo y viniendo mientras rellenaban sus papeles y preparaban la cámara. Ya vi de qué pie calza.

Leslie se removió con resentimiento.

– ¿Y qué significa eso? -dijo-. Nosotras también somos emprendedoras.

– Pero no como Ann, ¿o sí? -dijo Maureen, imaginando que quizá Leslie lo hubiera sido. Maureen ya no sabía cuánto bebía Leslie-. ¿Ann bebía cuando estaba contigo?

– A veces.

– Eso va contra las reglas, ¿no?

Leslie la miró fijamente.

– Nunca bebía en la casa. -Parecía estar a la defensiva-. Decía que se iba a la compra y volvía borracha.

Maureen apagó su cigarro en la taza, aumentando el olor de sus dedos. No debería hacer eso, quedarse en aquella horrible oficina intentando averiguar lo que quería decir Leslie en realidad. Si ya no confiaba en ella, debería buscarse a alguien en quien sí confiara y aburrirlo con sus historias.

– He oído que pediste que fuera a tu casa de acogida -dijo Maureen.

– No, no lo hice.

– Yo he oído que sí. Creí que andabas corta de dinero.

– Eso son gilipolleces -dijo Leslie, agresiva y enfadada-. No pedí que viniera, lo único que pasó es que me quedó una plaza libre.

Maureen la miró y silbó entre dientes.

– Leslie -dijo-, ¿conoces a Ann?

– No.

– Entonces, ¿por qué te interesa tanto?

Leslie hizo una pausa y sacó otro cigarro del paquete, pero Maureen sabía que no era una fumadora compulsiva. Mientras lo encendía tendría algo con que entretenerse y no tendría que mirar a Maureen

– No conozco a Ann -dijo Leslie lentamente, midiendo sus palabras-, pero estoy preocupada por ella.

Apretó el cigarro con los labios acercando la punta al encendedor. La llama naranja le iluminó la cara por completo y Maureen vio que le temblaba la barbilla. Lo que fuera que estaba ocultando seguro que no la dejaba dormir por la noche. Leslie miraba la Polaroid del hombre alto con el niño pequeño. El niño tenía el mismo pelo rubio, suave y sedoso que Ann y su misma piel rosada. No parecía contento y Maureen podía ver por la tensión en el antebrazo que estaba intentando soltarse. Con la otra mano agarraba una tarjeta de Navidad hecha a mano decorada con purpurina y algodón pegado.

– ¿Es el hijo de Ann? -preguntó con suavidad.

– Sí -dijo Leslie, hablando un poco alto, un poco descontrolada-. Tiene tres más, todo chicos.

– Se parece a ella, ¿verdad?

Leslie asintió, se aclaró la garganta y recuperó la compostura. Maureen se sentó junto a ella en la mesa otra vez, haciendo ver que miraba la fotografía pero con la cadera junto a la suya, a su lado.

– Después de que se marchara de la oficina no la volví a ver -dijo Maureen con voz suave-. ¿Se le curó bien el labio?

Leslie asintió otra vez.

– Sí. Le quedó una cicatriz pero la hinchazón desapareció bastante rápido. -Su cara recuperó el color-. Mauri, me temo que está muerta -le soltó.

Maureen la miró y puso cara de sorpresa.

– ¿De dónde sacas eso?

– De aquí -Leslie agitó la fotografía en su mano con fuerza-. Son fotos de todo lo importante que le había pasado. No las dejaría nunca. Creo que la perseguía alguien.

– Venga ya, Leslie. Es una casa de acogida para mujeres maltratadas, a todas las persigue alguien.

– Esto es distinto.

– ¿Por qué es distinto?

Esa era exactamente la pregunta que Leslie no quería responder.

– Creo que deberíamos buscarla -dijo-. A ver qué podemos descubrir.

– No sabríamos por donde empezar.

– Lo hicimos la última vez

– Ya -dijo Maureen-, pero la última vez no mentías como una cosaca.

Estaban ahí sentadas, la una junto a la otra, mirando la oficina, como si la respuesta se hubiera perdido en la mesa de alguien. Maureen se frotó un ojo.

– Winnie vino a verme esta mañana -dijo, volviendo a la vieja costumbre de contarle a Leslie todo lo que se le pasaba por la cabeza-. Michael tiene un piso en Glasgow. -Ojalá no hubiese dicho eso. Se estaba confesando a Leslie por costumbre, explicándole sus preocupaciones más íntimas y Leslie no tenía la cabeza allí ni le importaba lo que le estaba diciendo.

Leslie la miró de forma agresiva.

– Si en algún momento te molesta -dijo-, le romperé los dientes.

– Sí -dijo Maureen, escéptica-. Vale.

Leslie ya lo había hecho cuando perseguían a Angus. Fue la primera y única vez que Maureen tuvo que pedirle que se detuviera, pero Leslie aún hablaba como el gángster más duro del mundo. Maureen había empezado a sospechar que Leslie necesitaba sentirse fuerte en respuesta a un miedo profundo y aterrador. Leslie trabajaba en Hogar Seguro desde hacía mucho tiempo y necesitaba diferenciarse de las demás mujeres. Si no podía desenvolverse, sería una candidata a pasar por todo lo que veía allí, una víctima en potencia, tan vulnerable como las otras, esperando a que la violaran y la descuartizaran, a que el destino le tendiera una trampa.

– ¿Tienes hambre? -dijo Leslie, poniéndose la chaqueta de cuero.

Maureen se encogió de hombros. No quería eso, pasar la noche con la nueva y distante Leslie, engañada, sintiéndose utilizada y haciendo ver que no le importaba. Quería estar sola, en casa con una botella de whisky y la compañía incondicional de la televisión.

– Bueno, ¿vienes o no?

Cansinamente, Maureen cogió su abrigo y su bolso y siguió a Leslie escaleras abajo. Eran las siete, pero estaba tan oscuro como si fuera medianoche. Caía una llovizna muy fina que el fuerte viento arrastraba, empapándolo todo.

Leslie tenía la moto aparcada al otro lado de la calle. Le dio a Maureen el otro casco que llevaba en la maleta lateral y, al quinto intento, encendió la moto. Maureen se agarró a su cintura y apoyó la cabeza en su hombro.

La calle estaba cubierta por una capa de agua y Leslie conducía muy deprisa. Se colaba entre los coches y las camionetas, acelerando el motor antes de cambiar de marcha. Al pie de una colina empinada resbaló en una curva cerrada, se asustó y corrigió su postura, estabilizando la moto en el último momento.

Maureen pensó que se iban a estrellar, que podían morir y esa posibilidad la hizo sentirse eufórica. Soltó la cintura de Leslie a medida que el suelo se apartaba de ellas, no se agarraba a nada, sentía el viento que la empujaba de un lado a otro. Se balanceaba como un junco en el asiento trasero a medida que cruzaban la oscura y mojada ciudad hacia el oeste.

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