15. Isa

Leslie no encontraba una salida a aquella situación. Su madre tenía una afección cardíaca y ella no quería preocuparla, pero si le mentían e Isa se enteraba, se preocuparía aún más. Leslie adoraba a su madre. Cuando hablaba de Isa se le inundaban los ojos de lágrimas de conmoción y frustración porque su madre era una persona extremamente buena, no sólo amable sino alguien que había cuidado y se había ocupado de otros durante toda su vida. Isa estaba por encima de las acciones desinteresadas, era casi invisible, una entre muchas mujeres que había sido abandonada sin un céntimo y que había cargado con el dolor de una vida de trabajos domésticos y cuidados a los demás, mujeres que se pasaban el día deseando que se acabara el trabajo. Pero nunca se acababa: siempre había una patata que pelar, otro niño que lavar, otro suelo que fregar. Leslie nunca hablaba de eso, pero saltaba a la vista el carácter sumiso que Isa había adoptado ante la rebeldía patológica de Leslie. Isa deseaba muy poco para sí misma: su idea de uno de los mejores momentos de su vida eran los dulces, con su familia alrededor y un niño cantando viejas canciones.

Debió de ser devastador para Leslie, cuando era pequeña, crecer viendo que su madre nunca descansaba, nunca anhelaba nada para ella, sencillamente se callaba y encajaba los golpes. Su padre estaba fuera casi siempre, y cuando estaba era un pesado, así que no había otra opción. La vida le decía a Isa sé esto o no seas nada, limítate a ser una sombra, reniega de todo lo que siempre has deseado y nunca jamás sueñes con más.

Toda la familia de Leslie vivía en Drumchapel. Era un matriarcado formado por mujeres muy trabajadoras e hijos extrañamente rebeldes. Como norma, los hombres engendraban a los hijos, holgazaneaban por la casa un par de años, compitiendo con los niños por conseguir más atención, molestos por la responsabilidad, hasta que se hartaban. Se adentraban en el etéreo mundo de los hombres huérfanos, apoyados en las barras de los bares y gastándose el dinero de la prestación de los hijos en cenas de comida rápida y taxis a casa, mientras las mujeres seguían adelante valientemente. Isa ya había criado a dos generaciones con el sueldo de una cocinera. Era la mayor de cinco hermanos, y se quedó en casa y los crió tras la muerte de su madre. Se esperó hasta que se fueron de casa para casarse y empezar la misma historia desde cero.

Tenía unos cincuenta años y parecía que tuviera ochenta, con un cuerpo de barril y unas piernas muy delgadas. La grasa acumulada en el corazón la convertía en una candidata perfecta para una muerte a la escocesa: tirada en el suelo mirando hacia abajo, atragantándose con su propia saliva mientras le explota el corazón. Llevaba ropa sencilla, con faldas de nailon y blusas, y cuando estaba en casa siempre llevaba un delantal de flores para no mancharse la ropa. La casa estaba impecablemente limpia y ordenada, sin recargar demasiado los muebles. Los objetos de decoración se limitaban a tecas en el salón, fotografías enmarcadas de la familia con ropa almidonada en bodas o fiestas de Navidad, un jarrón de cristal de imitación encima de un tapete y un conejo de cerámica gris.

Isa no se sentó en la mesa de la cocina. Parecía que no podía entender que Leslie y Maureen habían venido a hablar con ella y no a ver cuántos sandwiches de jamón cocido se podían comer en una hora.

– Mamá, joder, ven y siéntate.

Isa se mordía el labio cuando Leslie decía palabrotas.

– Por Dios -le dijo a Maureen-. Espero que no utilice ese lenguaje siempre.

Era un comentario retórico porque Isa sabía que sí que lo hacía. Puso encima de la mesa otro plato de bollos de fruta caseros y volvió a la encimera.

– Vamos, Isa -dijo Maureen, en un tono informal para no asustarla-. Siéntate y cuéntanos algo.

– Voy a poneros un poco más de té -dijo Isa, llenando un recipiente de acero inoxidable con el líquido de la tetera.

Lo más triste de la penosa hospitalidad de Isa era que nada era demasiado bonito. El té estaba demasiado fuerte, los bollos estaban sosos y hasta faltaba leche en las galletas. Era como si la repetición continua de cuidar de los demás le hubiera hecho olvidar el propósito. Leslie decía que era por su educación calvinista: Isa asociaba el placer de cualquier tipo a un peligro moral horrible y creía que un buen bollo podría provocar una carga sensual masiva y conducir al que se lo comía por el mal camino y hacerlo caer en manos de corredores de apuestas, acosadores y traficantes de blancas. Isa dejó el té en la mesa y miró a Maureen.

– ¿Te apetece pescado rebozado?

– ¡Mamá! -se quejó Leslie.

– No -dijo Isa, a la defensiva y un poco avergonzada-, si yo lo digo porque Maureen está un poco paliducha.

La sola idea de un pescado rebozado hizo que Maureen no se sintiera nada bien. Podían pasarse así días, con Isa trayendo más y más comida hasta que la mesa plegable se rompiera.

– Isa, por favor -dijo Maureen-. Hemos venido a hablar contigo. Se trata de Jimmy Harris.

Isa se giró y se la quedó mirando. Se preparó para lo peor, se sentó y empezó a tocar una marca de la mesa.

– ¿Qué le ha pasado? -dijo.

Maureen no estaba preparada para una respuesta tan siniestra.

– Está metido en un pequeño lío -dijo, pausadamente.

– ¿Qué clase de lío?

Maureen miró a Leslie pero ésta le indicó que se lo contara.

– ¿Te acuerdas de su mujer, Ann?

Isa asintió.

– Bueno -dijo Maureen con mucho tacto-, pues me temo que está muerta.

– Oh -exclamó Isa-. Pero si todavía era muy joven para morir.

Maureen y Leslie se miraron y Leslie respiró hondo.

– Mamá, la asesinaron.

– Oh. -Isa se tapó la boca y cerró los ojos-. Dios mío.

Maureen no sabía si debía continuar pero Leslie le hizo un gesto animándola a hacerlo.

– Antes de morir, acudió a nuestra casa de acogida. Le habían pegado una paliza y dijo que había sido Jimmy…

– Bueno, pues yo no me lo creo -dijo Isa, temerosa por tener que expresar su opinión.

Leslie cogió la mano de su madre.

– Mamá, puede que él le pegase.

Sin embargo, Isa apartó la mano de su hija y apretó la taza de té.

– Leslie -dijo, horrorizada y temblorosa-. Conocí a James Harris de pequeño y puedo asegurarte una cosa: es imposible que él le haya pegado.

Leslie señaló a Maureen.

– Eso es lo que ella opina.

– Tiene razón. -Isa se giró hacia Maureen-. ¿Cómo lo sabes?

Maureen no estaba tan segura como lo había estado.

– Fui a verlo. Sólo creo que no es de ese tipo de hombres.

– ¿Lo ves? -le dijo Isa a Leslie.

Maureen movía los ojos de la una a la otra. No sabía qué más tenía derecho a decir y podría ser desastroso si hacía algo mal.

Leslie tomó la palabra.

– Bueno, de todas formas la asesinaron.

– Él no lo hizo -dijo Isa.

– Mamá, ¿cómo lo sabes? Muchos hombres que pegan a sus mujeres parecen maridos sufridos a los ojos de los demás. Tú más que nadie deberías saberlo.

Isa respiró hondo en señal de aviso y levantó una ceja. Leslie acababa de decir exactamente lo que no debía.

– Y está lo de su padre y todo lo demás -añadió Leslie, agravando el delito.

Isa se incorporó, perpleja ante el carácter descarado de su hija.

– Bueno -dijo-, no sé a qué viene…

– Mamá -suspiró Leslie-, cuéntaselo a Maureen.

Isa estaba muy avergonzada. No quería insultar a Maureen pero los asuntos de familia son privados y Leslie había roto las reglas sin ni siquiera preguntar. Se levantó y las chicas se la quedaron mirando.

– Pondré la tetera al fuego -dijo, con lágrimas en los ojos.

– Mamá, ven aquí y siéntate.

Isa llenó la tetera y la puso en marcha. Ya no tenía más cosas que hacer así que cogió un trapo húmedo de la repisa de la ventana y se puso a limpiar la impecable encimera, más de lo que ya lo estaba.

– Mamá, por favor, ven y siéntate.

Sin embargo, Isa estaba llorando en silencio. Leslie se levantó y fue hacia ella, la rodeó con el brazo por los hombros, le quitó el trapo de la mano y lo dejó en la encimera.

– Mamá -dijo, con dulzura-, ¿por qué todavía te avergüenzas de Billy? Él no tuvo la decencia de avergonzarse ni de sí mismo. -Isa agitó la cabeza-. Ven y siéntate.

– No quiero -le susurró Isa.

– Mamá, si no pensamos en algo, Jimmy irá a la cárcel y los asistentes sociales se harán cargo de sus cuatro hijos.

– Yo los cuidaré -dijo Isa, casi gritando.

– Nunca te los darían -insistió Leslie;-. No estás en condiciones y ni siquiera te conocen. Pueden quedarse con la familia de Ann.

– Yo los cuidaré.

– Mamá, ven y siéntate, cuéntale la historia a Maureen. A ella se le da muy bien esto, intentará encontrar una solución.

– Isa -la llamó Maureen, desde la mesa-, ven aquí. Yo tampoco creo que lo hiciera Jimmy.

Isa se sonó con un pañuelo de algodón que llevaba en la manga.

– ¿Por qué crees que no lo hizo?

– Es muy dulce. A su lado tú pareces Ian Paisley.


Estaban fumándose los cigarrillos de Leslie, sentadas alrededor de la mesa, muy unidas y cómodas, e Isa les hablaba del padre de Jimmy y de todo lo malo que hizo. A veces, eludía algunas cuestiones, tratando de superar el hábito de guardar secretos, mencionándose a ella misma en ocasiones, minimizando su amabilidad.

El padre de Jimmy, Billy, era el primo de Isa y un gángster de la vieja escuela. Eran los años cincuenta y Billy Harris no se molestaba en organizar robos de bancos ni nada, se limitaba a intimidar a los demás y a pelearse en la calle, labrándose una reputación de tipo duro en el Carlton, la parte más dura de una ciudad salvaje. Era amigo de todos los gángsteres de la época y recitaba de un tirón una serie de nombres que daban pánico, ecos ahogados del pasado. Billy era increíblemente guapo. Hubiera podido escoger a la chica que hubiera querido si no hubiese sido un luchador. A la edad de diecisiete años ya tenía la cara llena de cicatrices, y las chicas guapas le tenían miedo. Bailaban con él una vez y se iban del baile si se lo volvía a pedir. Los hermanos y hermanas de Isa lo evitaban, avergonzados de que pertenecieran a la misma familia. Se casó con Monica Beatty cuando estaba embarazada, que en aquello época estaba muy mal visto, no como ahora, y Monica parecía una estrella de cine. Tenía el pelo rubio platino y los labios rojos. La primera vez que Billy le pegó fue en la noche de bodas; le echaba la culpa de sonreírle al fotógrafo. En aquellos tiempos no existían las casas de acogidas. Monica, embarazada, tenía que irse de casa cuando Billy llegaba borracho. Daba vueltas por las oscuras calles de Bridgeton hasta que él estaba dormido y podía volver a entrar en casa de puntillas. Nadie cuestionaba aquella actitud. Te casabas con un hombre y si te pegaba, esa era tu suerte. Isa dijo que, en aquella época, había una hora por la noche en que los únicos que estaban por las calles de Glasgow eran mujeres y niños.

En cuanto Jimmy nació fue obvio que no era de Billy. No se le parecía en nada, ni en el carácter ni en el físico. Jimmy siempre era amable, siempre tímido, jamás había una sombra de Billy reflejada en él.

Billy era marinero. La última vez que volvió a casa dejó al pequeño Jimmy en casa de Isa por un par de días. Isa se quedó con el niño, ella no tenía ni idea, sinceramente no tenía ni idea. Jimmy ya se había quedado con ella antes, cuando Monica lo había traído. A veces se quedaba algunos días, pero a Isa le gustaba su compañía. Era un niño muy bueno, siempre sonriente, y los hermanos y la hermana de Isa trabajaban todo el día y por la noche se iban al baile, así que tener en casa al pequeño la hacía sentir como una verdadera madre. Billy dejó al niño y se fue en busca de su mujer. Había oído cosas sobre Monica. Había estado saliendo con un grupo de Gorbals, dejando al niño sólo y viéndose con otros hombres. La encontró en un peligroso bar en los muelles y se la llevó fuera. Le rompió los brazos y, -Isa hizo una pausa y miró la mesa fijamente-, le arrancó un ojo. Los hombres del bar oyeron los gritos. Cuando vieron lo que había hecho, le pegaron una paliza. Se ahorcó en una celda en la Marina. Monica murió unos meses después, de una infección, Isa se señaló el ojo y se estremeció. Ella creyó que a Billy le había ocurrido algo malo en los barcos, y debió de ser algo terrible para convertirlo en alguien tan salvaje.

– ¿Quizás él ya era así? -sugirió Leslie.

– Le arrancó un ojo -recalcó Isa.

– Mamá, escucho historias como esta cada día y ya no hay ningún barco al que vayan los cabrones como él. Sencillamente, son así.

– Uff. -Isa se giró como si le hubieran dado una bofetada. Sonrió desesperada hacia Maureen-. Espero que no hable así siempre.

Maureen le dio unos golpes en la mano.

– ¿Qué pasó con el pequeño Jimmy, Isa?

– Vino la hermana de Monica -dijo, y apoyó la cabeza en la mano-, y se lo llevó. Creía que yo sabía lo que Billy iba a hacer, pero yo no lo sabía. Nunca podría haberme imaginado una cosa así. Era sólo una cría. Pero él era mi primo y estaba muerto y me echaron a mí la culpa. No fue muy agradable conmigo.

– ¿Y viste a Jimmy después de aquello? -preguntó Maureen.

– No durante una larga temporada. Entonces, hace unos diez años, me encontré con él por casualidad en Barras. -Se sonrojó-. Ya era todo un hombre y me reconoció, vino hacia mí y me empezó a dar besos en medio de la calle, delante de todo el mundo. Yo estaba encantada. Pensé que su tía le habría hablado mal de mí pero, dicho sea en su honor, no lo hizo. Se murió antes de la boda de Jimmy. Estuvimos en contacto, vino a la boda de nuestra Maisie -asintió hacia Leslie-, y trajo a su nueva esposa, Ann. Era bonito, todos juntos, pero entonces él se distanció. Nunca pegaría a su mujer…

Isa se fue apagando y Leslie se incorporó.

– Yo creo que sí lo hizo -dijo muy segura.

– Tonterías -dijo Isa rotundamente, y Leslie abrió la boca para iniciar una discusión…

– Yo no creo que le pegase a nadie -las interrumpió Maureen-. No con un pasado como ese.

– Se es más propenso a pegar a alguien con ese pasado -insistió Leslie.

– No, no lo es -dijo Isa.

– No -dijo Maureen-. Con un pasado así no se puede mentir y hacer como si nada. Con un pasado así se es muy consciente de lo que significaba y de las consecuencias que podía acarrear.

– Sigo creyendo que lo hizo -dijo Leslie, obstinada.

Isa le puso más té a Maureen. Intentó hacer que cogiera un bollo de jamón o, al menos, una galleta, tómate una galletita. Maureen cogió una pasta de té para no ser maleducada.

– ¿Qué creéis que le va a pasar? -susurró Isa.

Leslie miró a Maureen pero ésta tenía la boca llena.

– La policía lo acusará de asesinato cuando vean las fotos del CCC -dijo Leslie.

– ¿Y qué pasa si no las ven? -dijo Maureen, haciendo un esfuerzo por hablar con la boca llena de malva y chocolate.

– Pero las van a ver -dijo Leslie con firmeza.

– ¿Podríais esconderlas? -susurró Isa.

– Mamá -dijo Leslie-. ¿Qué estás sugiriendo?

Isa arregló tranquilamente el plato de galletas.

– Podríais traspapelarlas -dijo, con calma.

– Mamá, por el amor de Dios…

– Las he robado -le dijo Maureen a Isa-. Están en mi bolso.

– Oh -dijo Isa, con una sonrisa-, pero eso está mal.

– Soy una chica mala -dijo Maureen. Isa le hizo coger otra galleta-. Yo creo que Ann tenía un novio -dijo Maureen, deleitándose con la aprobación de Isa-. Podía haberle pegado él, ella lo habría seguido hasta Londres y puede que él la matara allí. Deberíamos investigar si tenía un novio.

– Sí -dijo Leslie, asintiendo hacia Maureen como si ésta le estuviera soplando lo que tenía que decir-. Pero debemos esperar y ver qué hace la policía.

Isa emitió un sonoro suspiro.

– Iré a ver a Jimmy y conoceré a los niños -dijo-. Cada vez que a esa familia le sucede algo horrible yo aparezco como El ojo del huracán de las desgracias.

– Mamá, si no hubiera sido por ti, Billy también habría matado a su hijo.

Llamaron al timbre de la puerta tres veces seguidas. Isa suspiró y se levantó, estirándose el delantal y apretando los labios.

– Apuesto a que es la pesada de Sheila McGregor -dijo.

– Uy -le dijo Maureen a Leslie-, espero que no hable así siempre.

Isa se rió y se fue hacia el recibidor. Oyeron dos voces femeninas oscilantes saludándose y ofreciéndose té y pastas.

– Has estado genial -dijo Leslie-. Si se lo hubiera dicho yo la habría destrozado.

– No importa. -Maureen hizo un gesto hacia el recibidor-. ¿Quién es?

– Una vecina hambrienta. Oye el olor de las galletas al sacarlas del horno.

Las bolsas de la compra de la señora McGregor llenaban el pasillo. Se agachó para dejarlas en el suelo de la cocina y se levantó, con los cristales de las gafas empañados por la condensación del aire. Llevaba un abrigo verde grueso de tweed, no medía más de metro y medio y se apoyaba en un par de piernas arqueadas como las de los vaqueros. Isa entró en la cocina y volvió a enchufar la tetera.

– Dios mío -dijo la señora McGregor, cogiendo una silla y sentándose-, hoy hace mucho frío. ¿Tú eres Leslie, no, cielo?

Leslie puso la cara más tosca de toda su vida.

– Sí, hola, ¿qué tal señora McGregor? ¿Cómo está?

La señora McGregor se sirvió una galleta de mantequilla y miró a Maureen.

– ¿Y ella quién es? -dijo, mirándola de arriba abajo-. ¿Es tu pareja, Leslie?

– Deje de intentar ser moderna, señora McGregor. Es una amiga.

– Perfecto -dijo la señora McGregor, sirviéndose media taza de té y luego llenándola hasta el borde de leche-. Tu madre me ha dicho que no me puedo quedar mucho rato porque se os ha muerto un pariente.

– Es cierto -dijo Leslie.

– Ah, bueno -dijo la señora McGregor, abriendo la boca y dejando que algunas migas de galleta le cayeran en el abrigo-. Y encima después de Navidad. -Arrugó la nariz mirando a Maureen-. Sin tiempo para el desconcierto.

Tuvieron que quedarse hasta que se marchó la señora McGregor porque Leslie no quería dejar a Isa a solas con esa mujer.

– La señora McGregor la marea -dijo Leslie, mientras abría la cadena con la que había atado la moto a una farola-. Se habría quedado a tomar el té si no la hubiéramos acompañado a la puerta.

– Eres muy brusca con ella -dijo Maureen-. ¿Quién es?

– Esa mujer es un imán misterioso -dijo Leslie-. Cada vez que sucede una tragedia en el edificio, siempre llega ella para ofrecer sus servicios.

Maureen se puso el casco y se arremangó el abrigo, observando cómo Leslie encendía la moto.

– ¿Por qué creyó que yo era tu novia?

– Desde que era pequeña siempre ha dicho que era lesbiana. Y luego lo de la moto, ya sabes.

– Ah, ya, una señal muy clara. Deberías explicarle que su concepto bipolar del sexo ya no se lleva.

Leslie echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada, dejando entrever empastes negros y manchas de café en los dientes. Maureen no quería que dejara de reír porque así ella podría seguir mirándola.

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