39. Muerte

Doyle estaba sentado en el suelo de cemento a un metro de ella, fumándose un cigarro.

– ¿Por qué no te resististe?

Maureen metió la mano temblorosa en el bolsillo y sacó los cigarros. Se puso uno en la boca y la visión del encendedor de Vik le hizo tener arcadas.

– No sabía que eras tú -susurró, un poco más tarde.

Él la miró con curiosidad.

– Quiero decir con Toner. ¿Por qué no te resististe cuándo te agarró? Te vi de pie en la calle, viendo cómo venía. Pensé que ibas a sacar una pistola o algo así, por como lo mirabas.

Maureen no contestó. Estaba preparada para morir a manos de Toner pero no para esto, no para Mark Doyle. No quería ser como Pauline, muerta debajo de un árbol, no quería morir con un chorro de semen en la espalda. Había mucha luz en la habitación y la piel de Doyle estaba peor de lo que Maureen se había imaginado. Tenía la cara llena de granos blancos, con escamas de piel rojiza en las puntas. Estaban sentados en el suelo debajo de la ventana con las espaldas apoyadas en el radiador apagado. Doyle tenía las piernas dobladas, los codos apoyados en las rodillas y la gran mano enrojecida colgando.

El humo del cigarro flotaba en el aire, dibujando nubes blancas vivas en los rayos de sol.

– La otra noche me hiciste daño -dijo ella, pausadamente-. Me dolió el codo todo el día.

Él asintió, hundiendo la barbilla en el pecho, pero no se disculpó.

– La foto -dijo-. Toner habría tardado dos minutos en saber que la tenías tú. Tienes que deshacerte de ella.

Maureen se acurrucó en el abrigo.

– ¿Eso es lo que quería?

– Posiblemente -dijo Doyle-. Seguramente pensó que eras muy dura porque ibas enseñando la foto por los bares y luego te has quedado ahí quieta mientras él iba hacia ti. -Y se estremeció, riendo como una chica nerviosa.

Liam tenía un billete para ella y nunca llegaría al aeropuerto. Maureen esperaba que, en cualquier momento, Doyle se le acercara, diera un paso adelante y le pusiera una mano encima. Se había levantado y estaba mirando por la ventana.

– ¿Conocías bien a Pauline? -dijo él.

Maureen tenía el encendedor de Vik en la mano y pensó en cómo Hutton quemó la casa de su enemigo para deshacerse de él. Ella podía quemar a Doyle, sólo tenía que inclinarse un poco y acercar el encendedor a la chaqueta. Le miró la manga. Era de lana. Si la quemaba, desprendería muy mala olor. Se puso a llorar, aguantándose la frente con una mano, clavándose las uñas en la cabeza.

– Estuvimos juntas en el hospital -dijo, conteniendo el aliento para dejar de llorar, aumentando la presión sanguínea.

Doyle no se molestó en intentar consolarla. Miró a otro lado y dio una calada al cigarro. Si tenía que morir, Maureen quería que fuera rápido, no quería vivir una larga y lenta violación con paliza incluidos y ver a Doyle entrar y salir en la habitación, dejándola ahí para volver cuando quisiera. De todos los finales, este no. Si tenía que morir como Pauline, quería que fuera rápido. Se le acumuló la sangre caliente en el pecho.

– Pauline me lo contó todo -dijo ella-. Sobre su padre y su hermano. En el funeral…

Doyle la observaba boquiabierto, con la mandíbula colgando y los ojos entreabiertos.

– Todos sabíamos lo que le hiciste. Yo puse ácido en la cerveza de tu padre para joderlo.

Él levantó las cejas, sorprendido, y se estremeció, tenso. Volvió a fumar tranquilamente. Maureen estaba indignada y acalorada, enfadada con todos aquellos que habían callado y habían permitido que Doyle siguiera vivo y que Pauline estuviera muerta. Maureen tiró el cigarro en una esquina.

– Era encantadora. -Su voz resonó por toda la habitación-. Era amable, dulce y atenta, y nunca dijo nada, para proteger a tu madre, ¿lo sabías? ¿Sabías que fue por eso por lo que nunca dijo nada? Mira si pensaba en ella. Prefirió volver a ese infierno, volver a casa y morir, que hacerle daño a su madre.

La boca de Doyle adoptó una forma triste y se tocó el corazón con la punta del pulgar.

– Y a mí -dijo-. Me protegía a mí. -Y se quedó embobado mirando al suelo.

– No, no lo hacía. -Maureen se levantó y se abalanzó sobre él, gritándole, con los puños cerrados y la voz mojada e histérica-. Joder, no te estaba protegiendo. Te odiaba. Si no hubiera estado tan enferma y débil, habría ido a la policía y te habría denunciado, psicópata asesino. Y ahora estarías pudriéndote en la cárcel y lejos de otras Paulines, que es donde deberías estar.

Doyle no reaccionaba: estaba sentado tranquilamente, observando cómo ella le gritaba, viéndola llorar, escuchando sus insultos.

– Le arruinaste la vida -dijo ella-. Una vez me dijo que iba dejando un rastro de sangre detrás de ella. ¿Te imaginas lo que es eso? Cogiste su vida y la convertiste en algo miserable. Todo lo que hacía le parecía sucio por tu culpa.

Doyle observaba sin demasiado interés cómo lo abucheaba, pestañeaba constantemente, y no estaba enfadado como sería de esperar. Cerró los ojos, apretando las pestañas. La ira de Maureen desapareció de repente y ella se vio otra vez en una habitación aislada acústicamente con el hombre más peligroso que jamás había conocido. Respiró intranquila, el labio inferior le temblaba contra los dientes. Doyle no estaba lo enfadado ni lo ofendido que tendría que estar.

Tiró el cigarro al suelo y lo apagó con la punta callosa del dedo.

– Nunca os lo contó -susurró, mientras tiraba chispas rojas al suelo de cemento. Inclinó la cabeza y cuando la levantó, no miró a Maureen-. No me lo creo. No os lo dijo.

– ¿Qué?

Él agitó la cabeza despacio.

– No fui yo -dijo al cabo de un rato.

– ¿Qué quieres decir?

– No fui yo -dijo.

Ella retrocedió y lo miró. Doyle no era una criatura social; no mentiría para caer bien. Los rayos del sol iluminaron su pelo despeinado. Si Mark no le pegó a Pauline, entonces fue su otro hermano. Maureen estaba de pie en medio de la luz que entraba por la ventana, mirando las sombras, intentando ver la cara de Doyle.

– Mark -dijo-, ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió a tu hermano?

– Mi hermano está muerto -dijo, directamente, rascándose una costra del cuello y mirando fijamente al suelo.

– ¿Cómo murió?

Doyle la miró a los ojos mientras se tocaba la yugular. Tenía las puntas de los dedos de color amarillo.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó ella.

– Un mes después de lo de Pauline -dijo, pausadamente.

– ¿Qué le pasó a tu padre?

– Salió del hospital, después de lo que le hiciste. -La señaló, con la punta del dedo iluminada por la luz-. Luego… murió-. Se miró la mano, gris y dolorida.

– ¿Mark? -dijo ella. Se agachó para que la mirara a los ojos pero él no lo hizo-. Mark, eso es increíble -dijo suavemente.

Sin embargo, Doyle agitó la cabeza.

– Fue un error.

– Pero lo hiciste por Pauline.

– Lo hice por mí -dijo en voz alta, como si ya hubieran tenido aquella conversación-. Estaba furioso. Si hubiera pensado en Pauline, la habría cuidado más mientras estuvo viva. Respecto a Pauline, para mí todo era igual antes de muerta que después. Todo era igual. Lo hice por mí.

– Pero, Mark, al menos tú hiciste algo.

– Deja de decir mi nombre.

– Yo sólo lo digo, mientras que la mayoría no hace nada.

– La mayoría tiene razón -dijo, tocándose una costra de la cara-. Lo único que he hecho ha sido desperdiciar mi vida. ¿Es por eso que buscas a los que mataron a esa tal Ann? ¿Para hacer algo?

Ella se encogió de hombros.

– Han detenido a su marido -dijo ella.

– ¿Y por qué te importa tanto? ¿Es tu novio?

– No.

– Bueno, ¿y por qué tanto interés?

– Se merece un descanso.

Doyle la miró.

– Nadie se merece nada -dijo.

– Pero tu padre y tu hermano, ¿no se merecían lo que les pasó?

– Y ellos pensaban que Pauline se merecía lo que le hicieron. Charlo con hombres. Oigo lo que dicen. ¿Sabes lo que dicen de las mujeres como Pauline? Que se lo merecía, que lo estaba pidiendo, que debía de haber hecho algo.

Maureen tenía mucho calor porque le estaba dando toda la luz del sol y tenía el paquete de tabaco en el suelo pero no tenía fuerzas para sentarse en el suelo, a la sombra, junto a Doyle.

– Aquel hombre -dijo ella-. Los asistentes sociales se llevaran a sus hijos si no consigo averiguar nada. Yo creo que la mató Frank Toner.

Doyle volvió a estremecerse y ella lo miró. Tenía la boca cerrada, con los labios relajados, pero tenía unos ojos perfectamente delineados como dos medias lunas geométricas, rodeados de pestañas negras. Esos estremecimientos no eran un tic repugnante: no podía reírse a carcajadas porque si tensaba la cara, la piel seca de las mejillas se le caería a pedazos. Sacó el paquete de cigarros y encendió uno.

– Frank Toner no la mató -dijo, guardándose el paquete en el bolsillo sin ofrecerle uno a Maureen-. No se molestaría en hacerlo él mismo. Y, de todos modos, ahora no estaría tan indiferente.

– Pero antes estuvo a punto de matarme.

– No. Quizá te hubiera hecho un poco de daño para asustarte, pero lo que en realidad quiere es la foto.

– Pero si me hiciera daño y me dejara ir, yo podría presentar pruebas en su contra.

Doyle la miró, escéptico.

– Se encargaría de ti si lo hicieras.

Maureen se agachó en la sombra y cogió un cigarro. Miró a Doyle mientras lo encendía, volvía a estar enfadada con él, quería hacerle daño.

– A ti no te importa quién la mató, ¿verdad?

– No.

– ¿Por qué no?

Doyle se encogió de hombros, despreocupado.

– Le dije que tuviera cuidado. Si vas con determinada gente, oyes muchas cosas.

– ¿Y por qué vas con esa determinada gente?

– Porque no sirvo para nada más.

– ¿Desde cuándo?

Doyle pestañeó un par de veces y respiró hondo. Maureen calculó que jamás lo vería tan cerca del llanto como entonces.

– Desde lo de Pauline -dijo, pausadamente.

Era como ella. Estaba triste y apenado por lo que había visto, un desastre melancólico como Douglas.

– Dale la foto a Toner. Sólo entonces estarás a salvo -dijo Doyle-. Puedes dejarla en el bar o dársela a alguien. Podrías dármela a mí -propuso, cerrando los ojos.

– No la llevo encima -mintió, sin confiar demasiado en él-. Pero la tendré. Mark, si sólo sabes relacionarte con esa gente, ¿por qué me salvaste de Toner?

Mark Doyle se sonrojó debajo de la piel llena de granos.

– Te vi, en la calle. -Apagó el cigarro en el suelo, observándolo, quería cambiar de tema-. Te mueres por saber lo que le pasó a Ann, ¿no?

– Sí. Voy a ir a ver a Elizabeth.

Él la miró, sorprendido y asintiendo.

– Bien hecho. Si quieres que confiese, habíale de los crios de ese tipo.

– ¿Dónde puedo encontrarla?

– ¿En el Coach? No vayas sin la foto. Frank te matará. Si no la consigue se va a meter en un lío.

– ¿Con la policía?

Los ojos de Mark sonrieron cansados.

– La policía le importa un carajo. Se meterá en un lío con su jefe. Frank sólo es el brazo ejecutor, sencillamente. Los cualquieras como nosotros no tratamos directamente con los jefes de verdad.

Maureen lo observó sentado en la sombra. Quería decirle que ella no era una cualquiera, que no era como él, que ella no pertenecía a Brixton ni se mezclaba con las Elizabeths y los Toners de turno, ni con las niñatas de pelo largo y tacones de aguja. Ella no estaba perdida, no iba a desperdiciar el resto de su vida tratando con determinada gente, estaba de paso, sólo de paso, y Vik seguía siendo una posibilidad. La poca esperanza acongojada de Doyle la ponía mala. Quería alejarse de él. Se fue hacia la puerta y Doyle hizo ver que no se daba cuenta.

– ¿Cómo encontraste este sitio? -dijo ella.

– Me lo deja un tipo que conozco, siempre que estoy por aquí.

– ¿Cómo lo consiguió?

Doyle miró al suelo.

– Lo ganó.

Загрузка...