26. Autobús nocturno

Leslie cogió a Maureen del brazo y volvieron a la estación de autobuses. Hacía frío y había una neblina sobre la ciudad mientras ellas bajaban la colina. La bolsa de Maureen le golpeaba la espalda cuando cruzaban la calle corriendo.

Los pasajeros del autobús nocturno estaban todos amontonados y congelados en la estación, fumando un cigarro tras otro, intentando acumular suficiente nicotina en su cuerpo para soportar el viaje de siete horas. Aparte de un par de estudiantes bien alimentados y sanos, que podían pasar sin ninguna comodidad, la mayor parte de los pasajeros iban a Londres a buscar trabajo, a hacer algún recado o a visitar a familiares que se habían ido a vivir allí. El grupo de pasajeros que estaban esperando empezó, ante algún estímulo invisible, a coger sus bolsas, a dirigirse hacia la pared de cristal, muriéndose por subir al autobús. Maureen miró a su alrededor y vio que las puertas del autobús todavía estaban cerradas y las luces apagadas. Todos volvieron a dejar sus bolsas en el suelo, encendiendo el último cigarro, volviendo a despedirse por última vez.

El autobús nocturno a Londres era un rito para los habitantes de Glasgow. La mayoría lo probaban una vez, atraídos por el billete de veinte libras, por poder sentarse más anchos y con la promesa de llegar a Londres más frescos que una rosa. Sólo los más pobres o los más desesperados repetían la experiencia dos veces. Maureen lo había hecho en varias ocasiones. Siempre olvidaba lo horroroso que era el viaje hasta que llegaba a la estación, pero con la experiencia había aprendido muchos trucos. El piso de arriba era el más cómodo porque estaba lejos del olor del váter químico y, en general, no hacía tanto frío, con lo que se podía dormir. Normalmente, solían subir los más chiflados pero tardaba más en llenarse, lo que hacía más fácil encontrar y conservar un asiento doble para una sola persona. El asiento doble era el premio gordo: quería decir que podías tumbarte o sentarte cómodo y bajarse del autobús sin que te dolieran todos los huesos del cuerpo.

Se quitó el abrigo y lo metió en una bolsa de plástico, se puso un jersey grueso y cogió el periódico, una botella de Coca-Cola y el paquete de pastelitos de chocolate que Leslie le había comprado. Leslie le puso bien el cuello del jersey a Maureen y la miró con cara de enfadada.

– Llámame. Ten cuidado por ahí abajo, ¿vale?

– Estaré bien, Leslie. No me pongas nerviosa.

Se quedaron juntas de pie, fumando y esperando alguna señal del conductor. Un hombre desgarbado con un uniforme de nailon azul que se paseaba tranquilamente junto al autobús, con la cabeza baja, disimulando que no era consciente de los cuarenta pares de ojos que estaban clavados en él desde el otro lado del cristal como si fuera una pecera de pirañas hambrientas. Se inclinó hacia un lado, abrió el maletero y todos se fueron hacia él, empujándose y peleándose por ser los primeros. Marcó el billete de Maureen, cogió su bolsa y la tiró al hueco con las demás.

– Adiós -dijo Leslie-. Cuídate.

– I.o haré.

Se dieron un fuerte abrazo. Leslie retrocedió, quedándose en la acera delante de la pared de cristal mientras Maureen subía al autobús. Había otro conductor que volvió a marcarle el billete. Era bajo y con la cara muy arrugada de tanto fumar, y a causa de los rayos UVA, el pelo negro permanentado al estilo afro y una dentadura falsa de un color blanco cegador.

– Adelante -dijo, con una voz chillona y nasal.

Tuvo que hacer cola pacientemente, uno detrás de otro. El piso superior estaba lleno de gente que tomaba asiento. Maureen ocupó un asiento doble en la penúltima fila y se sentó en el lado del pasillo; dejó el periódico, los pastelitos y la Coca-Cola en el asiento de la ventana. Había aprendido que la mejor estrategia para conservar un asiento doble era parecer más desagradable y antipático que los demás. Hacía ver que leía el periódico, con los codos apoyados en los dos brazos del asiento, sin mirar a ninguno de los que subían la escalera. El grupo de gente de la calle se iba reduciendo a medida que los pasajeros iban subiendo al autobús, el pasillo se despejó y los pasajeros se sentaron en sus asientos. Maureen empezaba a creerse que podría quedarse con el asiento doble. Leslie estaba en la acera, observándola, parecía muy pequeña y lejana. Se despidió con la mano y Maureen hizo lo mismo.

Un grupo de hombres borrachos llegaron corriendo, tirándole las bolsas al conductor y montándose en el autobús. Subieron las escaleras con dificultad, empujándose y riéndose. El primero que llegó al piso superior vio la última fila de asientos vacía.

– Mirad, chicos -gritó-. Al final de todo.

Llenaron el pasillo de un fuerte olor a humo y cerveza, ocupando la última fila detrás de Maureen, quitándose las chaquetas y felicitándose entre ellos por haber encontrado aquel sitio. Ya casi estaban todos sentados cuando un hombre bajo y despeinado apareció por el hueco de las escaleras. Era unos quince años más viejo que los demás, llevaba unas gafas muy gruesas y un anorak amarillo bastante sucio con la cremallera subida hasta el cuello. Miró alrededor, vio a sus compañeros en la última fila y empezó a soltar palabrotas.

– ¿No me habéis guardado un sitio?

Detrás de la cabeza de Maureen, los otros hombres se burlaron de él y le dijeron que se sentara.

– Cabrones -dijo, observando el precioso asiente libre junto a Maureen. Se quedó de pie junto a ella, esperando a que se moviera. Maureen suspiró y se levantó, sentándose en el asiento de la ventana y poniendo los pastelitos y la Coca-Cola encima de las rodillas. El hombre se colocó delante del asiento y se sentó, dejando caer todo el peso de su cuerpo, y se aclaró la garganta-. ¿Está bien, señora? -le preguntó al reposacabezas del asiento de delante. Se giró y miró de frente a Maureen, con un pequeño gesto defensivo en la boca. Los cristales de las gafas eran tan gruesos que distorsionaban sus ojos haciendo que parecieran dos bolas diminutas, una mezcla borrosa de azul, rojo y legañas-. ¿Joder, no me va a decir nada? Es demasiado buena para mí, ¿verdad?

Un hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los dos asientos.

– Jokey -dijo-, cállate.

Jokey miró alrededor del autobús indignado. Tosió y se rascó las pelotas con toda tranquilidad.

– No se preocupe, señora -le dijo el hombre calvo a Maureen-, se dormirá enseguida.

Maureen veía ante sí una larga noche junto a Jokey roncando y babeando, con el único entretenimiento de una coca-cola y un paquete de pastelitos de chocolate. Leslie volvió aagitar la mano desde la acera y Maureen le devolvió el gesto. Se encendió un altavoz encima de la escalera y se escuchó la voz del conductor afro, que parecía aburrido y les decía que estaban en Glasgow pero que se dirigían a Londres. Debía de llevar mucho tiempo haciendo el mismo trabajo porque se anticipó a todos los trucos de los pasajeros.

– Está prohibido fumar durante el viaje -dijo-. Está prohibido beber. -El grupo de la última fila interrumpió el discurso para aplaudir la mención de la bebida-. Está prohibido pelearse. -Aplaudieron aún más fuerte-. Se informa a los pasajeros de que no puede haber pies ni bolsas en el pasillo en ningún momento -los hombres gritaron «¡hurra!» y silbaron-. Si se descubre que alguien ha roto estas normas -continuó el conductor-, esa persona tendrá que bajarse del autobús y se quedará en la carretera.

Los hombres dejaron de aplaudir.

– Pararemos en la estación de servicio de Knutsford a las 3.30 para un refrigerio. El autobús volverá a emprender la marcha a las 3.50. Cualquier pasajero que no esté en el autobús a esa hora, se quedará en la estación. Una persona pasará enseguida para servirles café, té y bocadillos. Deseamos que disfruten de su viaje con Autobuses Caledonia.

Apagaron el altavoz y el piso superior se quedó en un silencio aterrador.

– Es un poco duro, el jodido, ¿no? -susurró el tipo calvo.

Se encendió el motor, haciendo vibrar las ventanas y los asientos. Leslie se despidió por última vez desde la acera, mientras el autobús salía marcha atrás de la zona de carga y se dirigía hacia la calle.

Maureen estaba mirando tranquilamente por la ventana, masticando el primer pastelito de chocolate de la noche cuando lo vio. Vik venía por la calle de la estación, con la chaqueta de piel abierta, mirando el reloj y andando deprisa. Había ido a despedirla. Maureen se levantó, se puso muy nerviosa y tiró el paquete de pastelitos al suelo. Golpeó el cristal con los puños y gritó «Eh», pero él no la vio. Golpeó más fuerte, se giró, con lo ojos fijos en él, mientras el autobús se alejaba por Cathedral Street. Vik se veía como una pequeña rama de regaliz en el suelo y la estación de autobuses se redujo a una hilera de luces debajo del cielo negro. Vik había ido a despedirla. El hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los asientos otra vez.

– Lo sé -dijo, con una sonrisa amable-. Yo también odio a esos negros.

– Es mi novio -dijo Maureen.

El hombre, incómodo por su metedura de pata, volvió a su sitio y llenó los pulmones de aire.

– Ya, bueno, me parece muy bien -les dijo a sus amigos, que se estaban burlando-. Sólo intentaba ser amable.

No había casi nadie en la carretera. El autobús pasó por Blackhill, por delante de las chimeneas de la prisión Barlinnie. Pasaron por delante de los pisos ennegrecidos por el fuego en Easterhouse, cerrados con tablas de fibra de cristal, y el conductor apagó las luces para que los pasajeros pudieran dormir. En el compartimento superior se hizo el silencio a medida que las luces de los faros iban pasando por los cristales. En el cruce Crosshill, un nudo de carriles y vías de acceso a los pies de las colinas, giraron hacia el sur. Había una iglesia gótica y un cementerio en la cima de una colina, una protesta en forma de aguja en contra del paisaje suave y cubierto de nieve. Vik había ido a despedirla.

A medida que el autobús se iba calentando, Jokey empezó a desprender un extraño olor, como una mezcla de pelo sucio y queso podrido. Estaba luchando contra el sueño, se le cerraban los ojos y se volvía a despertar con una sacudida. Tras una convulsión especialmente brusca se giró hacia el pasillo y les gritó «cabrones» a sus compañeros. El hombre calvo sacó la mano por el hueco entre los asientos y golpeó el hombro de Jokey.

– Tranquilo, Tigre -dijo, y Jokey se quedó dormido, acariciando con el hombro el costado de Maureen.

El conductor que había puesto las bolsas en el maletero subió por las escaleras, que vibraban por el movimiento, ofreciendo bocadillos y tomando nota de las tazas de té. Alguien empezó a jugar con una Game Boy, Maureen reconoció el ruido mecánico, como de un hormigueo. De repente, se dio cuenta de que el ruido salía de su bolsillo. Sacó el busca, preocupada por si Jokey se despertaba.

Su mensaje es:

espero que estés

bien te quiero

Leslie

Al cabo de una hora más o menos, antes de que el olor de Jokey se volviera tan fuerte que no pudo concentrarse más, se había comido todos los pastelitos y había leído el periódico. Miró por la ventana el paisaje oscuro. Estaban subiendo una colina, alejándose de una cañada honda. Estaban tan altos que Maureen perdió la perspectiva, pero entonces sopló el viento y removió la neblina que había debajo. Apareció un viejo camino de animales, paralelo al arroyo, un trazo de lápiz ondulado a los pies de las colinas. En la boca de la cañada había una casa rural abandonada, recuerdo de una época salvaje y solitaria. Vik había ido a despedirla pero estaba contenta de que hubiera llegado tarde. No hubiera sabido qué decirle. Estaba ante el precipicio de su vida, atrapada en un callejón sin salida por las grandes interrogaciones.

Apoyó la cabeza en la ventana que vibraba y pensó en Ann, de pie en una fría oficina en ropa interior, dejando que un desconocido tomara fotos de su cuerpo cansado, lleno de moretones y golpeado por la necesidad de alcohol, como si su adicción quisiera traspasarle la piel.


El aviso del conductor y el aire frío que subía por las escaleras la despertaron. El autobús se había parado en un párking. Escondidas detrás de los camiones de carga, brillaban las luces de la estación de servicio. Los compañeros de Jokey lo despertaron y le dijeron que los siguiera. El olor se había acumulado en el anorak mientras dormía y cuando levantó los brazos para agarrarse al reposacabezas del asiento, la peste se escapó por el cuello cerrado con cremallera en una ráfaga asquerosa. Maureen se esperó hasta que se hubo alejado lo bastante, antes de levantarse, estirando las piernas y pasándose la lengua por los dientes con sabor a abrigo de piel.

El frío fue un choque muy brusco después de la calidez del piso superior. Encendió un cigarro en el párking, hacía viento, y siguió a los demás pasajeros hasta la estación de servicio. Los hombres de la última fila se fueron hacia el restaurante en busca de comida caliente, con Jokey arrastrándose detrás de ellos. Maureen se fue al quiosco, buscando algo que comprar. Los bocadillos costaban cinco libras y sólo había unas absurdas bolsas gigantes de patatas fritas, pero estaba en una tienda en mitad de la noche y quería comprar algo. Se quedó con una guía de Londres y una libreta de espiral para tomar notas. Volvió al autobús, fumando otro cigarro mientras cruzaba el párking, buscando al conductor amable, el que había metido su bolsa en el maletero. Miró en la cabina del conductor pero no estaba allí, así que dio la vuelta al autobús y lo encontró escondido en las sombras oscuras, fumando. Asintió hacia ella brevemente, intentando alejarla.

– ¿Qué tal? -dijo ella, sonriendo.

– Bien -dijo, y volvió a darle patadas al suelo.

– ¿Puedo enseñarle la foto de alguien?

El conductor se mostró intrigado.

– ¿Para qué?

– Una amiga mía ha desaparecido y creo que cogió este autobús.

– Ah, bueno -parecía desconfiado-. Mucha gente viaja en estos autobuses.

Maureen sacó la fotocopia de la cara de Ann, sosteniéndola enfrente de la cara del conductor para que la iluminara la luz del interior de la cabina del autobús. Él la miró un momento.

– Era rubia y tenía la cara colorada -dijo Maureen-. Olía un poco a alcohol.

El conductor miró la foto y se quedó sorprendido al reconocerla.

– Es increíble -dijo-. Iba y venía, justo antes de Navidad.

– ¿Iba y venía?

– La vi unas cuantas veces. La recuerdo porque iba y venía muy a menudo y, a veces, no dejaba la bolsa en el maletero, se la ponía en las rodillas, una bolsa grande -dijo, dibujando un cuadrado de unos treinta centímetros delante de él con la mano en la que no tenía el cigarro.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– Hace meses -dijo-. A principios de diciembre. Me acuerdo porque en el viaje hacia Glasgow se bajó del autobús en la estación de servicio y no volvió.

– ¿Se bajó en la estación de servicio?

– Sí, bueno, al otro lado -dijo, señalando un paso elevado que cruzaba la carretera.

– ¿Llegó demasiado tarde?

– No lo sé -dijo, deseando quedarse solo en la oscuridad con su cigarro.

Maureen, consciente de que le quedaba poco tiempo, sacó la Polaroid del bolsillo.

– ¿Vio alguna vez a este hombre con ella?

El conductor se encogió de hombros, mirando la foto, impaciente.

– No lo sé, señora.

– Gracias -dijo Maureen-. Muchas gracias.

Ella retrocedió, dejándolo a solas con su descanso, y subió las escaleras del autobús sintiéndose eufórica. Liam tenía razón. Ann había estado yendo y viniendo, y puede que estuviera trabajando para los acreedores, puede que estuviera trabajando para Hutton. Sin embargo, si estaba trabajando para los acreedores sólo habría llevado la bolsa en una dirección, no arriba y abajo. Se estiró, disfrutando de todo el espacio del asiento doble mientras podía, antes de que Jokey volviera.

El motor se encendió despacio, la agitó y la despertó. Abrió los ojos y vio a Jokey dejarse caer en el asiento como una avalancha maloliente encerrada en un anorak. Dejaban atrás la estación de servicio, alejándose de los grandes camiones y las luces brillantes, y deslizándose por la vía de acceso hacia la tranquila carretera.


Eran las cinco de la mañana y sólo los intermitentes de los coches que los adelantaban rompían la monocromía gris. El terreno era plano: estaban en medio de una llanura tan vasta que los límites estaban más allá del horizonte. Las luces de granjas y caseríos desaparecían muy rápido. Pasaron por un campo de saltos ecuestres en un prado y, de repente, aparecieron unos montículos al lado de la carretera, encerrándola. Pasaron por un pueblo, luego una ciudad y luego otra vez por el campo. Las ciudades empezaron a juntarse, uniéndose en las afueras, cada vez más y más cerca hasta que todas eran una ciudad seguida, casas y casas y más casas cubriendo las pequeñas colinas.

Salieron de la autopista y siguieron por la carretera ancha que iba a la ciudad, cruzando el Swiss Cottage. Las casas dejaron paso a pequeños bloques de pisos, y los pequeños bloques a bloques más grandes, y a rascacielos, y a grandes oficinas de acero y cristal. El titubeante autobús cruzaba rápido la ciudad dormida, parándose en los semáforos y acelerando en las rotondas. Entraron despacio en King's Cross y se pararon delante de los grandes arcos ciegos de St. Pancracio. El conductor afro habló por el altavoz, diciéndoles que ya estaban en Londres, así que bájense y gracias.

El autobús se vació muy rápido. La gente se acumuló delante del maletero mientras el otro conductor sacaba las bolsas y las dejaba en el suelo. Maureen encendió un muy merecido cigarro, disfrutando del tacto del encendedor cromado de Vik en la palma de la mano. Se quitó el jersey y se lo colocó encima de los hombros, sacó el abrigo de la bolsa de plástico, lo desdobló y se lo puso. No parecía que hiciera mucho frío, quizás estaba helando, pero no parecía invierno en absoluto. Vio que el conductor tiraba su bolsa de ciclista al suelo, y pasó por encima de dos maletas para cogerla. Esperó a que todo el mundo se hubiera marchado para volver a acorralar al conductor.

– Verá, acerca de esa chica…

El conductor la miró. Tenía los alrededores de los ojos colorados y parecía exhausto.

– Mire -dijo, cerrando el maletero con llave-, no me acuerdo del hombre.

– Parece hecho polvo -dijo ella, y le ofreció un cigarro. Él cogió uno y ella se lo encendió-. No, sólo quería preguntarle sobre la bolsa de ella. ¿La llevaba siempre encima? ¿Es posible que la llevara sólo cuando iba o cuando venía?

El hombre cansado suspiró.

– A veces la metía en el maletero.

– ¿Cuando iba a casa o cuando venía aquí?

El conductor dio una calada y miró la ceniza en el extremo, frunciendo el ceño y haciendo memoria.

– Ahora que lo dice, creo que sólo era en una dirección -la miró-, pero no me acuerdo de cual.

– ¿Encontró una bolsa sin dueño en el maletero en Glasgow -y presionó Maureen-, la última vez, cuando se bajó detrás de la estación de servicio?

El conductor sonrió ante el cigarro y asintió.

– Hacia arriba -dijo-. La llevaba en las rodillas cuando íbamos hacia arriba.

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